Sería una novedad para la región si Noboa mantuviera el rumbo que emprendió contra el crimen organizado, ya quevarios países claves, como México, parecen avanzar en sentido contrario, con una “renuncia silenciosa” en esta batalla
Esta columna fue publicada originalmente en Americas Quarterly. El autor es su editor general y vicepresidente de la Americas Society and Council of the Americas
NUEVA YORK.- Después de la pandemia, muchos trabajadores de todo el mundo encarnaron una tendencia llamada “renuncia silenciosa”, que no es exactamente abandonar o renunciar a sus trabajos, sino realizar el mínimo de tareas necesarias para evitar concitar la atención negativa de sus jefes.
El término me vino a la mente la semana pasada, durante el aterrador estallido de violencia relacionada con las drogas en Ecuador, donde las bandas narcos secuestraron a policías y guardias penitenciarios, invadieron un estudio de televisión y paralizaron Guayaquil, capital empresaria del país.
En respuesta, el presidente conservador Daniel Noboa prometió tomar medidas drásticas, calificó a las bandas como “grupos terroristas” y ordenó al Ejército que arrestara a cientos de presuntos líderes de los carteles de la droga.
Si Noboa mantiene el rumbo, sería una especie de novedad. Hoy en día, varios países latinoamericanos claves, incluido México, parecen avanzar en sentido contrario: están haciendo una “renuncia silenciosa” de la guerra contra las drogas.
En el mundo laboral, la renuncia silenciosa es analizada como una forma de afrontar el agotamiento o como una falta de compromiso con la misión principal del trabajo. Y es fácil entender por qué algunos líderes regionales podrían estar sufriendo de lo mismo, sin estar dispuestos, como lo sugiere el término, a decirlo públicamente.
Más de 50 años después de que Richard Nixon declarara que los narcóticos son “el enemigo público número uno”, y a pesar del Plan Colombia, la Iniciativa Mérida y otras fuertes campañas contra el narco emprendidas por los gobiernos latinoamericanos durante décadas, tanto la oferta como la demanda de drogas siguieron rompiendo récords: según estimaciones de la ONU, en la última década se duplicó la producción mundial de cocaína, cuya materia prima se cultiva casi en su totalidad en tan sólo tres países: Colombia, Bolivia y Perú.
El perfil de los consumidores también evolucionó. Si bien el principal mercado de la cocaína aún es América del Norte, que concentra alrededor del 30% del consumo global, ahora hay tantos consumidores en América Latina y el Caribe (24% del total mundial) como en Europa, según estimaciones de la ONU. Asia (11%) y África (9%) también han experimentado un aumento de la demanda.
Como resultado, las rutas del narcotráfico también han cambiado, lo que ayuda a explicar por qué países anteriormente pacíficos, como Ecuador, Chile y Uruguay, experimentaron picos de violencia, con enfrentamientos entre bandas narco y a veces con fuerzas del gobierno por el control de puertos y territorios de consumo.
Algunos gobiernos latinoamericanos, en particular el del presidente salvadoreño, Nayib Bukele, redoblaron sus esfuerzos en la lucha. Pero muchos otros -que consideran que la guerra contra las drogas es inconducente, pero al mismo tiempo no quieren arriesgarse a ser considerados parias por renunciar por completo a ella- parecen estar retrocediendo en silencio, con sigilo y sutilezas.
En México, el presidente Andrés Manuel López Obrador evitó recurrir las tácticas de sus predecesores inmediatos, que a partir de 2007 enfrentaron a los carteles con un rigor sin precedentes para luego ver cómo la tasa de homicidios del país se cuadruplicaba durante la siguiente década, mientras que el flujo de drogas no disminuía de manera sostenida.
López Obrador dijo en repetidas ocasiones que las drogas son básicamente un problema de Estados Unidos, parte de su “decadencia social”, y en su último discurso sobre el Estado de la Unión ni siquiera mencionó el tema.
Si bien México siguió cumpliendo diligentemente con algunos arrestos, allanamientos e incautaciones, en los últimos meses visitaron el país sucesivas delegaciones de funcionarios norteamericanos para instar al gobierno mexicano a tomar más en serio la lucha contra las drogas, en especial, el fentanilo.
Una reciente investigación de la agencia Reuters reveló que cuando México hace operativos contra laboratorios y “cocinas” de drogas, en su mayoría los encuentra ya abandonados, lo que llevó al influyente senador republicano Chuck Grassley a acusar a López Obrador de llevar a cabo “una guerra imaginaria contra las drogas”.
Algunos analistas mexicanos llegan a conclusiones similares. “Con su discurso de ‘abrazos, no balazos’, sus amables gestos hacia las familias delictivas y sus alusiones a Estados Unidos como principal interesado en combatir algunas organizaciones criminales, el propio presidente mexicano parece estar enviando el mensaje de que no tiene voluntad de luchar contra el crimen organizado”, escribió recientemente en su columna el destacado analista de seguridad Eduardo Guerrero.
Guerra perdida
En Colombia, país productor de alrededor del 60% de la hoja de coca del mundo, el presidente Gustavo Petro dijo que “la guerra contra las drogas fue un fracaso” y en una cumbre celebrada en septiembre presionó a otros líderes latinoamericanos para que trataran el consumo de drogas como un problema básicamente de salud pública.
Si bien el gobierno de Petro continuó con algunos esfuerzos para hacer cumplir la ley, en el último año la erradicación manual de las plantas de coca cayó casi un 80%, según datos de la Policía Nacional colombiana. Además, desde que comenzó la pandemia (bajo un gobierno anterior), el cultivo de coca en Colombia aumentó un 65%, hasta alcanzar nuevos máximos históricos.
En otros lugares se observan tendencias similares, si no idénticas. En Bolivia, donde los cultivadores de coca representan un sector importante de la base electoral del partido gobernante, los esfuerzos por hacer cumplir la ley son poco entusiastas desde hace mucho tiempo. En Perú, la volatilidad política socavó la prohibición de las drogas.
En Brasil, si bien el gobierno recientemente militarizó la seguridad en puertos y aeropuertos, algunos funcionarios comentan en privado que la intención es no perturbar el frágil equilibrio que existe actualmente entre las dos principales bandas narco que se reparten el territorio del país. Y en Venezuela, por supuesto, la dictadura de Nicolás Maduro abandonó la lucha contra las drogas hace años, permitiendo que los funcionarios se enriquezcan con el narcotráfico.
Ninguna de estas estrategias puede ser considerada una panacea. En el México de López Obrador, la tasa de homicidios disminuyó ligeramente. Pero los carteles, al sentirse menos presionados, ampliaron dramáticamente la práctica de la extorsión, el secuestro y el robo, mientras compran a una cantidad de políticos cada vez mayor, escribe Guerrero.
Una dinámica similar se verifica en San Pablo, la ciudad más grande de América del Sur, donde la banda narco llamada Primer Comando de la Capital (PCC) opera con considerable impunidad: la tasa de homicidios de San Pablo está entre las más bajas del continente, pero la banda controla vastas áreas de la economía, incluida la minería ilegal de oro y la tala de árboles en el Amazonas, y asesina a cualquiera que se interponga en su camino.
Aún así, es un equilibrio que muchos gobiernos latinoamericanos parecen dispuestos a buscar, convencidos de que son problemas menores que el caos desatado por una confrontación directa.
La ironía es que la última crisis de Ecuador parece haber sido presagiada por una ola de “renuncias silenciosas”. Según algunos analistas, el gobierno de Rafael Correa (2007-2017) adoptó la estrategia de “acomodarse” con los cárteles, que aprovecharon para expandir dramáticamente sus operaciones. Y cuando los gobiernos posteriores intentaron meter presos a los jueces y policías que habían sido cooptados por los narcos, los carteles arremetieron con toda su furia, de allí la violencia que se vivió hace unos días.
Queda por verse si la “renuncia silenciosa” es realmente una nueva tendencia o simplemente el nuevo nombre de un viejo comportamiento cíclico, tanto en el lugar de trabajo como en la lucha contra el narco.
Traducción de Jaime Arrambide
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