A diez años del Oscar para El secreto de sus ojos: los protagonistas recuerdan una noche única
En la madrugada argentina del 8 de marzo de 2010, hace exactamente diez años, un pequeño grupo de argentinos sentados frente a una pantalla gigante contenía el aliento mientras Pedro Almodóvar y Quentin Tarantino estaban a punto de anunciar la ganadora de ese año del Oscar a la mejor película extranjera.
Habían pasado una hora y 15 minutos del comienzo del nuevo día en una Buenos Aires insomne, atenta lo que ocurría en el corazón de Hollywood. Allí, con cinco horas menos, todavía era domingo. Quien esto escribe estaba junto a ese puñado de compatriotas que ocupaba uno de los salones del Mondrian, uno de los hoteles más sofisticados del Sunset Strip. Lo que veíamos desde una pantalla gigante ocurría a tres kilómetros y medio de ese lugar. El mundo se reducía a esa única imagen.
Cuando Almodóvar dijo que el Oscar era para El secreto de sus ojos, un solo grito ocupó el pequeño salón. Fue lo más parecido en clave de cine del festejo del gol argentino del triunfo en la final del Mundial. Traté de mantener firme el pulso en esos segundos interminables, con el teléfono celular apuntando a esas mujeres y hombres que en distintas instancias habían estado muy cerca de la producción de la película argentina que volvía a hacerse leyenda para siempre en Hollywood. La primera desde La historia oficial, en 1986.
Faltaba muy poco para el final de una ceremonia larguísima, que todo Hollywood esperaba con especial atención porque todos querían saber si James Cameron y su Avatar iba o no a derrotar a su ex esposa Kathryn Bigelow, que terminó como triunfadora con la mucho más pequeña y potente Vivir al límite. A nosotros eso ya no nos importaba. Todo giraba alrededor de El secreto de sus ojos. La ceremonia ya había concluido. Era el momento de festejar y de salir al encuentro de los ganadores para documentar ese histórico triunfo.
Juan José Campanella le dio un beso a su esposa, Cecilia Monti, y fue hacia el escenario. "Escuché con mucha alegría el nombre de la película pero la verdad es que estábamos un poco preparados. Durante la tarde me había llamado la gente de Sony Classical, la distribuidora de la película en Estados Unidos, para pedirme que preparara algo para decir, porque había posibilidades de ganar. También me habían llamado cuando fuimos nominados por El hijo de la novia, pero para decirme que no me preocupara y que estar nominado ya era un honor. Pero ahora el mensaje era otro: nadie sabía los resultados, pero el run run estaba instalado…", recuerda Campanella a LA NACION, al teléfono desde Nueva York, donde está filmando nuevos episodios de la serie La ley y el orden: Unidad de Víctimas Especiales.
Entre risas, el director recuerda que dos filas adelante suyo, sentada en la platea de la clásica sede de las ceremonias del Oscar (todavía se llamaba Teatro Kodak), estaba Mariska Hargitay, la estrella de la serie. "Un mes antes de ganar el Oscar me tocó filmar con ella un episodio de La ley y el orden. Ahora me toca hacerlo de nuevo. El otro día nos acordábamos de eso. No nos veíamos desde aquélla noche", evoca.
En el Mondrian, los argentinos (entre los que estaban Emilio Kauderer, el músico argentino de las películas de Campanella, radicado desde hace muchísimo tiempo en los Estados Unidos, y la esposa de Guillermo Francella) salían a festejar por los pasillos y a comunicarse con Buenos Aires para compartir la buena nueva. En uno de esos pasillos me crucé con Eduardo Sacheri, que había escrito la película, junto a Campanella, sobre la base de su exitosa novela La pregunta de sus ojos. Estaba llorando de la emoción.
Hubo tiempo para comunicarse con LA NACION y dejar grabada la primera impresión del triunfo desde ese lugar, y a partir de allí averiguar cuándo y dónde se haría el festejo. Campanella seguía en el teatro, tratando de recuperar el aliento. "Mi cábala, cada vez que estoy frente a la posibilidad de un premio, es no preparar nada. Pero esa vez, por todo lo que me habían anticipado, me pasé el día repasando un discursito de un minuto y medio que había preparado. Cuando subo tiro un primer chiste que fracasó por completo. Era sobre el idioma de los personajes de Avatar, película que justamente habíamos ido a ver esa tarde con un matrimonio amigo. Y ahí me puse un poquito nervioso. Para colmo, a eso de la fila doce, había un enorme monitor con la cuenta regresiva de los segundos que me faltaban. "Uy, el contador", dije en medio del discurso, y hablé a los apurones", detalla.
La mitad de la delegación de El secreto de sus ojos estaba en la platea del Kodak. Campanella, su esposa, el productor español Gerardo Herrero y su mujer, la también productora (uruguaya de nacimiento) Mariela Besuievsky. Un poco más arriba, en el primer nivel, estaban Guillermo Francella y la productora argentina Vanessa Ragone. "Cuando Juan me consiguió las entradas yo fui contentísimo, pero nos pusieron en el gallinero", recuerda Francella a LA NACION. El actor estaba resuelto a acercarse lo más que pudiera al escenario, porque también tenía expectativas fundadas.
"En un momento empezamos a bajar y en cada peldaño había gente de seguridad con walkie talkies. No podías estar en ningún lado. Como nosotros teníamos la identificación de que representábamos a la película extranjera candidata pudimos acercarnos. Hasta que llegué justo al límite de lo que eran las bambalinas. No se podía ir más allá. Hasta que la persona que manejaba a todo ese equipo de seguridad hace foco en mí, me mira y me dice «¡Francella!». Y yo me quedo mirándolo. No entendía nada. Resulta que el tipo era un mexicano que me conocía de haberme visto en Rudo y cursi, la película que hice con Gael y Diego Luna, dirigida por Carlos Cuarón. Me reconoció, le dije que estaba con Campanella y que tenía la esperanza de poder subir al escenario. Me dijo de inmediato "¡pasa, pasa!" y me puso a un costado, al lado del escenario".
Ahí llegó el gran momento de una ceremonia en la que Francella siempre soñó estar y le tocó vivir en una instancia única, histórica, inolvidable. "Cuando Almodóvar dice "El secre…", justo ahí, no sé si lo escuchaste, pego el grito con todo. "¡Vamos!". Se escuchó al aire. Ahí me mandé solo, y cuando lo vi subir a Juan me puse atrás de él. Fue un momento emocionante, inolvidable".
Después del anuncio y del discurso, Campanella comenzó con el Oscar aferrado a su mano un recorrido que en un momento parecía interminable. "Primero pasás frente a una camarita de video para agradecerle a todos los que no pudiste mencionar en el escenario. Y eso queda en las redes de la Academia. De ahí te llevan al lado de un Oscar gigante para una foto con los que te entregaron el premio. Y después una persona te va guiando por los pasillos. Vas primero a una foto, después a otra, y después a hablar con la prensa extranjera. En un momento me acuerdo que le estaba contestando una pregunta a Axel Kuschevatzky y de repente todos los que me estaban mirando dejaron de hacerlo. Desaparecí del mapa. Detrás de mí, en un monitor, estaba Sandra Bullock, que acababa de ganar como mejor actriz. Ahí la chica que me acompañaba me sacó de ese lugar y por otros pasillos me hizo volver al costado del escenario cuando ya estaba por terminar la ceremonia", cuenta el director.
Mientras todo esto ocurría, el grupo argentino no se movía de allí. Se organizó de apuro una conferencia de prensa en el Mondrian mientras todos esperaban a Campanella, que en ese momento cumplía con otro de los clásicos rituales del Oscar: dejar labrado su nombre y el de la película en la estatuilla que acababa de recibir. "Habia que ir a la sede de la fiesta oficial, el Governors Ball, y ponerse en una fila muy larga con todos los demás ganadores. Era esperar para que lo grabaran ahí o dejar el Oscar para que te lo devuelvan un mes y medio después. Yo me dije: de acá me voy con el Oscar en la mano. No se lo dejo a nadie, aunque había una cola tremenda", recuerda Campanella.
Al rato, el director llegó al Mondrian junto a su esposa y su hijo Federico, que todavía no había cumplido los tres años. El cansancio y la emoción se mezclaban en los rostros de la pareja. "Federico se quedó en la casa de una buena amiga nuestra, una productora argentina que vive en Los Angeles. Su hija nació un día antes que el mío. Tengo una foto de ellos jugando frente a la pantalla mientras doy el discurso y el chico ni se da por enterado…", comenta.
La conferencia de prensa fue breve. Alcanzó para que Campanella dijera: "Todavía no me cayó la ficha". Todos posaron frente a una gigantesca botella de champagne que llevaba el nombre de la película. Y después de ese encuentro todos se preguntaron por el festejo. ¿Dónde? ¿Cuándo? Alguien propuso caminar hasta otro hotel característico del Sunset Strip, The Standard, a muy poca distancia del Mondrian.
Hasta allí fuimos, cuando en la Argentina el reloj ya había superado las tres de la mañana. Había cinco horas menos en Los Angeles, pero la jornada había extenuado a todos y los argentinos parecían instalados en el huso horario porteño, más dispuestos a saborear relajadamente el triunfo que celebrarlo con alguna efusividad. No hubo más que un brindis y muchos abrazos. Y los principales protagonistas soñaban con una celebración mucho más íntima y hogareña. Ya no quedaba energía entre los felices argentinos protagonistas de esa noche inolvidable en Hollywood. Habían dejado todo un par de horas antes, cuando Almodóvar y Tarantino les anunciaron al mundo que El secreto de sus ojos se había convertido en la dueña del Oscar. Parece mentira, pero ya pasaron diez años exactos de ese momento único.
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