El film protagonizado por Burt Lancaster, Alain Delon y Claudia Cardinale es considerado la mejor adaptación literaria de la historia, y forma parte del reducido grupo de películas que acuñaron un concepto aún de uso corriente como es el “gatopardismo”, el cambiar para que nada cambie
Es sabido: una película grande no es necesariamente una gran película, y una película ambiciosa no siempre consigue estar a la altura de sus ambiciones. Pero El gatopardo de Luchino Visconti es una gran película, una de las imprescindibles, aunque uno reduzca la lista a solamente cien de toda la historia, y es una película grande, gigante, cargada con una larga lista de sublimes ambiciones y magníficas obsesiones. Y así y todo, cada ítem que uno pueda imaginarse se concreta -durante sus más de tres horas- en el orden de la excelencia y más allá. Claro, podríamos decir que nos gustaría que los actores y las actrices no estuvieran doblados, pero así se trabajaba en el cine italiano, ese gran cine -nacional e internacionalizado- de la década del 60. Y también en el de otras décadas, pero ahora estamos hablando, a sesenta años de ese momento, de 1963.
Dentro de ese exitoso sistema de producción se doblaba no solamente a los actores extranjeros -es decir, a los no italianos- sino también a los mismísimos peninsulares. A veces se doblaban ellos mismos, aunque en muchas ocasiones no: en El gatopardo, Claudia Cardinale está doblada en la mayor parte de la película por otra actriz, pero en la secuencia del castillo deshabitado escuchamos su propia risa. Sí, el doblaje como técnica para grabar diálogos está lejos de ser lo ideal, pero los italianos en los dorados sesenta aprovecharon sus posibilidades como nadie. Y así fue como en esta película los roles principales estuvieron a cargo de un estadounidense, Burt Lancaster, y un francés, Alain Delon, ambos haciendo de italianos de prosapia. En realidad, no de italianos sino de sicilianos, porque El gatopardo es una película sobre el nacimiento de una nación, sobre el establecimiento de la república italiana, del reino unificado, sobre los momentos inmediatamente previos y posteriores a 1861, todo visto desde Sicilia, porque a ese reino pertenecía el príncipe don Fabrizio Salina, el protagonista.
Dan ganas de ir a ver quién ganó el Oscar protagónico masculino esa temporada para quejarse de la injusticia de que no haya ganado Lancaster (igualmente no era habitual que ganaran actores por producciones extranjeras, recién lo había logrado Sophia Loren en 1962 y Lancaster ni siquiera estuvo nominado… ¡y además estaba doblado!). Pero uno se tienta y va al listado de ganadores y observa que el ganador fue Sidney Poitier por Los lirios del valle, una película que claramente no perduró como sí lo hizo El gatopardo, la película favorita de Martin Scorsese, integrante del puñado de films que el Vaticano considera de los más valiosos y la película que The Guardian elige como la mejor adaptación literaria de la historia del cine.
El gatopardo de Luchino Visconti es la adaptación cinematográfica -en los rutilantes colores del Super Technirama 70- de la novela homónima de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, la única novela escrita por este noble siciliano, basada en la vida de uno de sus antepasados. La novela fue rechazada por las importantes editoriales Einaudi y Mondadori poco antes de la muerte del autor en 1957, que abandonó este mundo sin saber que al año siguiente su creación sería editada por Feltrinelli, que en 1959 conseguiría el premio Strega -el más importante de la literatura italiana- y que se convertiría en un éxito gigantesco, rotundo, insoslayable. Una novela que, además, legó a la posteridad el concepto de gatopardismo, la idea de que todo debe cambiar para que todo siga igual: en otras palabras y aplicado a esta historia, se trata del modo, de los modos, de las estratagemas que encontraron los nobles italianos para formar parte del cambio indetenible, para amoldarse a los nuevos tiempos sin perder la mayor parte de sus privilegios. Se venía una nueva era y los burgueses sin linaje y las ideas del “norte modernizador” iban a triunfar inevitablemente.
Ese horizonte lo avisoran con claridad tanto el príncipe Fabrizio como su sobrino Tancredi, y actúan en consecuencia y aliados entre sí, pero las actitudes del alma de cada uno de ellos es distinta. En la película el príncipe estuvo interpretado, como ya se dijo, por Burt Lancaster, y Tancredi por Alain Delon. Y, justo es decirlo también en ocasión de esta película, como acertadamente cantaba Sergio Pángaro en la canción “Boogaloo”, “El alma sí se ve en los ojos”, y los trabajos en ese sentido de estos dos gigantes de la actuación es extraordinario. La mirada de Lancaster parte firme, decidida, pertrechada de autoridad y sagacidad. Por otro lado, su presencia corporal para ocupar y dominar los espacios es evidente, y no es tarea sencilla ni para cualquiera la de saber dominar esos grandes espacios lujosos, esas extensiones con ese porte único, fulgurante, alejado de cualquier andar melifluo y a la vez cargado de sensibilidad; lateralmente, recordemos que Lancaster supo ser acróbata circense, disciplina que lo convirtió en uno de los actores más aptos para moverse, aunque disponer de esas habilidades de forma cinematográfica no es algo que se dé automáticamente sino que era una brillante singularidad del actor de De aquí a la eternidad.
Delon, por su parte, exhibe inicialmente una mirada vivaz, aventurera, cándida y a la vez astuta, llena de futuro. Su disposición corporal es la de lanzarse hacia adelante, y eso lo vemos en cada entrada y salida del palacio y también en la impresionante secuencia bélica y en el retén en el camino. Pero claro, las cosas no permanecerán quietas y la unificación de Italia no dejará las cosas como eran, aunque la frase más famosa de la novela así lo quiera sostener. Florecerán los acomodaticios -los innobles- y las estrategias para sobrevivir en lo alto de la cadena alimenticia, las alianzas entre la nobleza en retirada parcial -en retirada felina, sigilosa, aparente- y las nuevas fuerzas consonantes con los nuevos tiempos. Sin embargo, esas estrategias para conservar el lugar privilegiado en la sociedad aliándose con los nuevos ricos no podrán ocultar que del mundo anterior, de las costumbres anteriores, del orden conocido y menguante, permanecerán los aspectos menos atesorables y se perderán irremediablemente los mejores valores, las mejores costumbres. O aunque más no sea los tesoros intangibles más preciados por el alma del príncipe. Y luego de unas dos horas de narración briosa y con frecuentes cambios de escenario, Visconti nos hará partícipes de un gran despliegue en un rutilante espacio único, de una de las grandes secuencias finales de todos los tiempos -y aquí sí que tiene sentido utilizar esa expresión gastada, ya ajada- para la fiesta de presentación en sociedad de Angelica, la prometida de Tancredi.
La fiesta incluye una cantidad apoteósica de nobles, de nuevos ricos y de nuevas fuerzas, incluidos los militares “ganadores” de la batalla -la escaramuza- de Aspromonte (el sarcasmo nobiliario-militar, otro de los lujos de Visconti y sus guionistas). En esa secuencia gigantesca, grande y grandiosa, Visconti prueba una vez más en su filmografía su magistral pulso para poner en escena sus obsesiones y sus toques divinos, y su capacidad para filmar grupos de familia mientras tiembla la tierra, en este caso de un país en ciernes. Y allí, otra vez, los ojos de Fabrizio Salina y Tancredi Falconeri serán claves. Fabrizio siente que puede respirar cada vez menos -el aire, su aire, escasea- y sus ojos ven con desencanto que lo más entrañable de su mundo se desvanece. Y nosotros vemos esos ojos pasar de la firmeza al enojo, al extravío y a la añoranza gracias a un actor y un director en la cumbre de su saber hacer. Por su parte Tancredi vaciará de vida su mirada, o la llenará de letalidad: la eterna mirada glacial que sabía ejecutar Delon, que en este caso nos revela a alguien que ganó su futuro vendiendo su alma, o al menos cubriéndola de frío, de un clima alejado de Sicilia. Hay, por supuesto, mucho más que decir, que contar sobre El gatopardo, mucho más que admirar, mucho más a lo que volver; así son las películas imprescindibles, las tan grandes que cobijan mundos a la vez que ofrecen refugio a las más importantes minucias, a esos preciados detalles que también -y sobre todo- amaba tener en cuenta Visconti para desplegar sobre ellos sus pasiones, virtudes y obsesiones singularísimas, de un orden artístico superior y genial, en el sentido menos alemán y más italiano y diurno de esa palabra.
- El gatopardo está disponible en Star+ y Qubit.tv
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