Fábula sobre el ciclo vital
"Primavera, verano, otoño, invierno... y otra vez primavera" ("Bom, yeoreum, gaeul, gyeoul, geurigo bom", Corea-Alemania/2003, color; hablada en coreano). Dirección y guión: Kim Ki-duk. Con Oh Yeong-su, Seo Jae-kyeong, Kim Young-min, Kim Jong-ho, Ha Yeo-jin, Kim Ki-duk. Fotografía: Baek Dong-hyeon. Música: Bark Jee-wong. Edición: Kim Ki-duk. Presentada por Distribution Company. Duración: 103 minutos. Sólo apta para mayores de 16 años.
Tiene la sencillez y la concisión de una fábula, la diáfana belleza de un poema, el esplendor perenne y efímero de la naturaleza, el sereno e inexorable ritmo de las estaciones que se suceden en ciclos, como los que marcan la vida del hombre. El hechizo que produce "Primavera, verano, otoño, invierno... y otra vez primavera" nace de su lenta y, persuasiva seducción visual, pero también de la cadencia casi musical con que se encadenan sus lacónicos episodios, o de la propia condición del cuento, que resume una extensa gama de experiencias humanas en la laboriosa búsqueda de la paz interior. Y probablemente tampoco sea del todo ajena al hechizo esa aureola de milenaria sabiduría, misticismo y espiritualidad a cuyos misterios se muestra tan sensible el ojo occidental.
En esta meditación que privilegia el lenguaje metafórico, los términos son de una claridad casi didáctica y ejercen su poderosa fascinación desde la primera imagen. Las grandes puertas que se abren al paradisíaco escenario sólo franquean muros imaginarios: se entra en busca del aprendizaje, el conocimiento interior y la purificación; se sale por ellas hacia el mundo donde hay pasiones, egoísmos, violencia. La visión (obra de Kim Ki-duk y no hallazgo afortunado) es sorprendente: el lago quieto en el fondo de un valle cubierto de bosques; en el agua, la pequeña plataforma flotante en medio de la cual se levanta el monasterio cuya única, austera habitación preside la figura de Buda. Todo, colores, volúmenes, formas, movimientos se integran en una rara, perfecta armonía.
Las estaciones del aprendizaje
En ese estrecho territorio en medio de la naturaleza y en las orillas próximas a las que puede llegarse en bote transcurren los cinco episodios -cada uno correspondiente a una estación- que completan el ciclo incesante de la vida. En ellos, separados entre sí por una docena de años y diferenciados por el cambiante panorama natural, el monje budista y su discípulo cumplen las etapas del aprendizaje. En la primavera del comienzo, el chico apenas levanta cuatro palmos del suelo, pero ya explora el mundo, aprende a distinguir las plantas beneficiosas de las nocivas y tiene su primera y ardua lección de ética y responsabilidad cuando por diversión inventa un juego dañino para los animalitos.
Las energías naturales del ser humano, dice el film, necesitan ser controladas. Cuando el deseo sexual se manifiesta en el muchacho con la llegada en el verano de una adolescente que debe recuperarse de su melancolía, el maestro advierte: "La lujuria despierta la voluntad de posesión". El tiempo le da la razón. Un otoño trae de vuelta al que se dejó llevar por la pasión amorosa y ahora es un hombre amargado, perseguido y cautivo de su ira. El viejo mentor le enseñará a recobrar el sosiego, cortar las ataduras y suprimir el dolor labrando sutras en el suelo antes de que los enviados de la justicia se lo lleven a cumplir su pena.
De regreso, solo tras la muerte del viejo monje y en medio del invierno que ha convertido el lago en un espejo de hielo, buscará merecer su lugar sometiéndose a la disciplina rigurosa y el sacrificio que purificarán su espíritu. El santuario para la recuperación de almas lastimadas tendrá su nuevo guía. Y cuando una madre llegue para confiarle a su hijo pequeño, el eterno ciclo marcado por la predestinación volverá a ponerse en marcha bajo los renacidos colores de la primavera.
Correspondencia poética
El lenguaje visual de Kim Ki-duk llena la pantalla con la poderosa sugestión de sus imágenes y con las invenciones que realzan su puesta en escena: él mismo ha reconocido que muchos de los rituales que se ven en el film salieron de su imaginación. Rituales auténticos o elaboradas construcciones dramáticas (hay algún elemento mágico o sobrenatural que algunos oídos percibirán como una nota falsa), contienen inusual fuerza expresiva, como sucede en la escena que anuncia el estallido de la pasión erótica; en la aparición y la muerte de la joven madre con el rostro cubierto; en la pintura de los sutras, cuando el viejo maestro practica su caligrafía con la cola del gato que sostiene en sus brazos, o en la secuencia que muestra desde lejos y con el único fondo de un canto femenino, las violentas coreografías a que se somete el aprendiz de monje, ahora maduro y con el rostro del propio Kim Ki-duk, acaso él también en busca de cierta serenidad tras haberse hecho un nombre como cineasta por la cruda violencia de muchos de sus films.
Pero quizá por sobre todo lo que cautiva de este film admirable sea la sensibilidad con que el realizador coreano supo hallar una correspondencia poética entre los estados de ánimo por los que pasan sus personajes -es decir, los mismos que se manifiestan en la vida de cualquier ser humano- y el espectáculo siempre renovado, siempre deslumbrante, de la naturaleza.
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