Nino Rota, el otro yo musical de Fellini
Sociedades artísticas entre cineastas y músicos ha habido muchas y muy fecundas: Hitchcock y Bernard Herrmann, por supuesto; pero también Truffaut-Georges Delerue, Blake Edwards-Henry Mancini o Sergio Leone-Ennio Morricone. Sin embargo, sólo de un realizador puede decirse que encontró su otro yo musical. El universo poético de Federico Fellini es definitivamente inseparable de la música de Nino Rota. Basta que suenen unas pocas notas de cualquiera de sus columnas sonoras para que se disparen en la memoria imágenes inolvidables. La tristísima melodía del Loco de La strada evoca inmediatamente el rostro chaplinesco y tristón de Gelsomina. Y viceversa: ¿cómo asistir a aquel delirante desfile que en el final de Ocho y medio mezcla personajes del pasado del protagonista y de la ficción soñada sin que el tono y el ritmo vengan determinados por la marcha circense y nostálgica con la que el compositor milanés definió esta suerte de adiós ligero y melancólico?
Rota, recordado en estos días al cumplirse cien años de su nacimiento (el 3 de diciembre de 1911), tenía la intuición suficiente para entender los deseos del genial director y una extraordinaria inventiva melódica, pero había algo más: la íntima conexión que lograba establecer entre música e imagen. Y más que eso: sabía traducir en música lo que la escena buscaba sugerir. O dialogar con ella, completándola y hasta enriqueciéndola con nuevos sentidos.
Fue indispensable para Fellini. Su ausencia se hizo notoria después de Ensayo de orquesta, el último film al que le puso música poco antes de su muerte, en 1979. Era –decía el inolvidable poeta– el más valioso de sus colaboradores. "Con Nino puedo pasarme días enteros, oyéndolo tocar el piano con el fin de precisar un motivo, de aclarar alguna frase musical que coincida lo más exactamente posible con la emoción que deseo expresar en una secuencia", escribió. Pero también lo quería cerca porque "como los chicos, como los hombres simples, como la gente sensible", poseía una rara cualidad perteneciente al mundo de la intuición; podía decir de repente cosas brillantes e inesperadas. "Apenas él llegaba, el estrés desaparecía; todo cobraba una atmósfera de fiesta, la película entraba en un período gozoso, sereno, fantástico."
Cuando nació la sociedad, Rota estaba lejos de ser un desconocido. El niño prodigio que se había formado junto con Pizzetti y Casella, y diplomado en la Academia Santa Cecilia de Roma, llevaba compuestos conciertos, oratorios, óperas, música coral, vocal y de cámara, y estaba largamente familiarizado con la musicalización de films. Había empezado en 1933 con Raffaello Matarazzo y posteriormente había sido convocado por cineastas de prestigio: Pagliero, Lattuada, Zampa, Comencini, Castellani, Monicelli, De Filippo. En 1952, El sheik dio inicio a su asociación con Fellini. No tardó mucho en convertirse en pieza clave de sus films: la rara mezcla de alegre ligereza y melancolía ya está en el aire de blues de Los inútiles (1953). El resto incluye los títulos principales del cine de Fellini y es bien conocido.
Y aunque la asociación con el poeta de Rimini fue predominante, no hay que olvidar que el infatigable Rota dejó otras bandas sonoras memorables: las de El padrino (por la que ganó un Oscar) y de Romeo y Julieta (Zeffirelli), que incrementaron su popularidad internacional. ¿Y cómo olvidar la intensa melodía de Rocco y sus hermanos, de Visconti, para quien también trabajó en Las noches blancas, El gatopardo y el episodio "Il lavoro", de Boccaccio 70?
Solía decir que cuando creaba en el piano, se sentía feliz, pero no podía dejar de plantearse un dilema eterno: ¿cómo ser feliz en medio de la infelicidad de otros? De modo que se había prometido hacer todo lo que pudiera para dar con su música un momento de felicidad: "Eso es lo que hay en el corazón de mi música", aseguraba. Y ése fue su legado.
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