Odiaba a su papel más famoso y se vio condenado a repetirlo hasta el ridículo: “Era fascinante, erótico y muy seguro de sí mismo”
El conde que compuso Christopher Lee fue un éxito descomunal a su estreno en 1958, tanto que convirtió a los entonces pequeños estudios británicos Hammer en sinónimo del mejor terror
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Por regla general, cualquier personaje literario se corporiza en la mente del lector. No importa cuán precisa sea su descripción en el papel, la imaginación del lector será la que le ponga cara, cuerpo y gestualidad. La excepción ocurrió en 1958, cuando Christopher Lee apareció por primera vez vistiendo las ropas del conde Drácula. La novela de Bram Stoker ya se había llevado al cine varias veces, pero nunca el protagonista había tenido una carnadura tan similar a lo que el mundo había entendido de él. Si fue casualidad o un trabajo minucioso de reinterpretación y construcción del texto original, estaba por verse. Pero lo cierto es que el proyecto nació a partir de una veta comercial relacionada con el cine de monstruos, llevada adelante por una productora británica independiente, que a partir de ese año se convertiría en la mayor referente del género.
En 1955, tres años antes del estreno de Drácula, Hammer Films consolidaba su brújula hacia el fantástico con el estreno de El experimento del doctor Quatermass. La buena recepción del público llevó a que se intentara continuar por la misma senda, reflotando la galería de monstruos que dos décadas atrás le habían dado grandes resultados a Universal, para luego caer en desgracia por banalidad o agotamiento.
El primer elegido fue la popular creación de Mary Shelley. La maldición de Frankenstein se lanzó en 1957 y marcó el debut de un trío que enseguida se convertiría en el mascarón de proa del éxito de la productora: Terence Fisher en la dirección, Peter Cushing como el científico y Christopher Lee como la criatura. Si Quatermass fue un éxito, Frankenstein trascendió las fronteras de Gran Bretaña y también se convirtió en un suceso en los Estados Unidos. El caldo de cultivo para que resucitara el príncipe de las tinieblas estaba dado.
Reinventar al conde
Lee aseguró que para componer a Drácula se aseguró de no ver la versión de Bela Lugosi, la más popular hasta entonces: “Lo hice deliberadamente, para que no me influyera. Decidí que lo prepararía a partir de la novela de Bram Stoker, y la leí dos veces seguidas. Tiempo después, cuando vi la versión de Lugosi, me sorprendí. Lugosi tenía una presencia impresionante, pero la forma en que estaba dirigido me pareció indecisa. Siempre intenté en todo momento imprimirle un elemento de sordidez, pero teniendo en cuenta el componente de maligna soledad del personaje ¡Drácula no está vivo, pero a pesar de ello lo está! No puede realmente vivir siendo un no-muerto, pero no le queda otra elección”.
Consciente de que era un proyecto ambicioso, pero de presupuesto limitado, el guionista Jimmy Sangster decidió cambiar, adaptar o directamente recortar varios pasajes del material original. Entre los numerosos cambios se encuentra la desaparición del lacayo Renfield, la razón del viaje a los Balcanes de Jonathan Harker.
Recordaba Lee en sus memorias: “Creo que nadie tenía muy claro qué dirección debíamos seguir, incluso mi querido amigo Terence Fisher. Al final todo acabó basándose en mi instinto y mi imaginación. Normalmente, no me atribuiría el mérito de una forma tan poco modesta, y no me estoy atribuyendo todo: que conste. Fue una creación colectiva en la que colaboraron Peter, Terry y el equipo técnico, y si alguien hacía una sugerencia válida se aceptaba viniera de quien viniese, pero todo lo referente al personaje y a la interpretación salió de mí. Mi Drácula era fascinante, erótico y muy seguro de sí mismo: las mujeres lo encontraban irresistible y los hombres no podían hacer nada para detenerle. Era un noble siniestro pero aristocrático, y también poseía una cualidad trágica, la maldición de haber conseguido la inmortalidad siendo un no-muerto; pero no creo que la primera película permitiera ver más que breves atisbos de la tristeza del conde Drácula porque aparecía relativamente poco tiempo en pantalla. Era una especie de máquina imparable, y la tensión se iba acumulando hasta esa feroz confrontación con el Van Helsing interpretado por Peter al final”.
Quizás el cambio mayor que se produce con relación al texto de Stoker, y con su muy popular versión teatral –clave en la adaptación, de 1924– sea su desenlace. En la Drácula de la Hammer no habrá estacazo al corazón, sino un vampiro consumido por la luz del sol. En este aspecto se emparenta con la versión de F.W. Murnau, Nosferatu (1922), que utilizaba idéntico recurso.
Según se supo años después, la escena final, con toda su teatralidad manifiesta, fue idea de Peter Cushing: “El guion decía que Van Helsing debía ir cargado de crucifijos, porque el personaje era un viajante de negocios que iba de aquí para allá con esas reliquias, lo cual me parecía risible. En el final del film empuja al conde bajo la luz del sol mientras está luchando contra él, y eso provoca su desintegración. Le dije a Terry Fisher si podrían proporcionarme un par de candelabros que estarían sobre la larga mesa del salón, y que podría juntar para hacer con ellos una cruz. Le pareció una idea excelente. También que iba a quedar mejor la escena si corría sobre la mesa y me colgaba de las cortinas, arrancándolas, para que entrara la luz solar”.
Drácula se filmó entre el 11 de noviembre de 1957 y el 3 de enero de 1958, en los estudios Bray, de Berkshire, escenario habitual de varios clásicos de Hammer. El rodaje se desarrolló sin sobresaltos: los problemas vinieron después.
Un protagonista que odiaba su papel
Ya desde la escritura del guion, Drácula tuvo respirándole en la nuca a la British Board of Film Censors, comisión que no veía con buenos ojos el erotismo libertino y violento que, aseguraba, contenían las historia de vampiros.
El 5 de febrero de 1958 fue enviada para su evaluación una copia en blanco y negro de la película, y volvió con una serie de consideraciones en relación las emblemáticas escenas de muerte de Jonathan Harker, Lucy Westenra y Drácula; es decir, todas las que incluía la película. Luego de recortados algunos segundos (más tarde correría el rumor que en otros países se vio aquella primera versión completa), la película tuvo el visto bueno para su estreno, el 8 de mayo de 1958. Sin embargo, dos situaciones resultan curiosas en esta etapa de la historia. La primera es que el film se estrenó en los Estados Unidos antes que en su país de origen (evento que sucedió dos semanas después), y la segunda es que a último momento su título fue cambiado por Horror of Dracula, por cuestiones de copyright con la versión de Lugosi.
El éxito fue inmediato recaudando más de 25 millones de dólares, una cifra récord para la época. Y en cuestión de meses, Hammer Films pasó a ser una productora con aspiraciones a un peso pesado en el panorama del terror contemporáneo. Y si bien la crítica se dividió entre los que la amaron el primer día, y los que condenaron su carácter sexual, ambos elementos se fusionaron para llevar a más gente al cine. En cada país en el que se estrenó, Drácula fue un suceso sin precedentes para una película de esas características.
Sabiendo que tenía una mina de oro en las manos, pero sin descuidar otros proyectos también de terror, Hammer se apuró a desarrollar una secuela que pudiera retroalimentarse de tamaño suceso.
En 1960 se estrenó Las novias de Drácula, nuevamente dirigida por Terence Fisher y protagonizada por Peter Cushing. Sin embargo, y aunque es una excelente película, la desilusión del público fue mayúscula cuando descubrió que no había rastros del conde más allá del título. Con el tiempo, este film obtuvo el reconocimiento merecido, y hoy se lo coloca bien alto entre los exponentes del género.
Convencida de que no podía volver a cometer el mismo error, en 1965 Hammer Films continuó con Drácula, príncipe de las tinieblas, ahora sí con Christopher Lee de regreso como gran protagonista, aunque no muy contento que digamos: “Mis diálogos eran abominable. Recuerdo que en un momento se suponía que Drácula debía gritar: ‘Soy el apocalipsis’. Acabé diciéndoles que si era lo más inteligente que se les había ocurrido, quizás sería mejor que Drácula no abriera la boca”. Y así fue, el personaje no tiene una sola línea de diálogo en todo el film. El disgusto de Lee, que quería mostrar que era algo más que una cara bonita con los ojos inyectados en sangre, fue inversamente proporcional al entusiasmo del mundo por su composición.
Luego llegaron Drácula vuelve de la tumba en 1968 (“No quería hacerla, pero me lo pidieron de rodillas. Fue un chantaje emocional”), Prueba la sangre de Drácula en 1970 (“El título no me gustaba y la Hammer me dijo lo mismo de siempre, que no me podía subir el sueldo, pero unos pocos elementos del guion me interesaron”), Las cicatrices de Drácula en 1970 (“Por una vez me dieron un poco más de diálogo, pero la película me pareció demasiado sádica; es la peor de la saga”), Drácula 73 en 1972 (“Una idea horrible”) y Los ritos satánicos de Drácula en 1973 (”Una mezcla del estilo de Howard Hughes con Dr. No), que le dio el necesario desenlace a una saga que no le interesaba a nadie desde hacía rato.
Tanto enojo del actor en defensa de su trabajo contrasta con su vergonzosa participación en la no menos vergonzosa comedia Dracula père et fils (1976), también conocida como Drácula and Son, donde se autoparodia de la peor manera. Tal vez haya sido una fina ironía, o la necesidad de llegar a fin de mes; de un modo u otro, el arte no tuvo nada que ver.
Drácula no solo fue una obra maestra del cine fantástico, sino que definió para siempre la imagen del príncipe de las tinieblas, como así también del cine de terror. Un fenómeno que fue continuado hasta el hartazgo, pero nunca repetido.
Drácula (1958), Drácula vuelve de la tumba (1968), y Drácula 73 (1972) están disponibles en alquiler en Apple TV+.
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