Cuerpo y espíritu, corazón y cáscara
Mi primera visita al Colón sucedió en 1947. Tenía siete años y fui llevado a ver Aida un miércoles por la tarde, en una de esas míticas funciones vespertinas de ópera que desaparecieron diez años después, cuando las tardes porteñas fueron cargándose de usos nuevos y los espectáculos se corrieron rápidamente hacia la noche (y luego a la trasnoche).
En los sesenta años transcurridos hasta hoy, he tenido la suerte -y algunas pocas veces la desgracia- de asistir en la gran sala a unas 650 funciones de ópera y ballet y alrededor de 150 recitales y conciertos, lo que, a un promedio de dos horas y media por función, da la bonita suma de dos mil horas de vida transcurridas dentro de esa monumental caja de música. Si a eso añado una docena de funciones en las catacumbas del Centro de Experimentación, mis conferencias en el Salón Dorado, las periódicas recorridas por las entrañas del Teatro con alumnos universitarios y los varios escritos que he publicado sobre su arquitectura estupenda, caigo en la cuenta de lo mucho y valioso que el Colón ha significado para mí como fuente de conocimiento, formación y placer estético. Y creo que algo similar habrán podido experimentar incontables compatriotas y visitantes extranjeros a lo largo de los años.
Porque el Colón no es sólo un centro privilegiado de la lírica en el nivel mundial, sino también la cáscara y el espacio que lo hacen posible, testimonio relevante de la arquitectura finisecular del XIX, protagonista sustancial -y no renovable- del patrimonio artístico y urbano de los argentinos.
El cuerpo físico que nutre, envuelve y cobija al genio espiritual del Teatro no es una mole inerte, como parece ahora, sino un organismo vivo que incluye en su diseño un rostro con sus múltiples ojos de ventanales, molduras y esculturas que miran y esperan ser mirados, una piel muraria de sobrio eclecticismo, moldeada y ornamentada por tres arquitectos sucesivos, los huesos mamposteriles y metálicos de una estructura capaz de resistir embates increíbles, sus entrañas habitadas por talleres gigantescos, regados por la sangre y los fluidos que circulan por un dédalo de cañerías, corredores y mecanismos heterogéneos, todo ello para converger en la enorme boca de su escenario y el gran oído de una sala capaz de albergar más de tres mil espectadores, lujoso contenedor espacial de sensaciones y estímulos inagotables que hace exactamente diez años sir Norman Foster definió "incredible, amazing space". ¡Y vaya si lo es!
Cuerpo y espíritu, corazón y cáscara, el Teatro Colón es un relicario excepcional de memorias y huellas de una historia artística, ahora centenaria, que es oportuno festejar. Aunque esta vez nos veamos forzados a apagar las cien velitas en silencio y con la frustración de no haber sabido hacer mejor las cosas para poder celebrar su "cumplesiglo" como el querido teatro se merecía.
Alberto Bellucci
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