El detrás de la escena de la grabación de la película que los tiene como protagonistas
Alberto Laiseca tiene vasta experiencia delante de las cámaras (Cuentos de terror, I SAT, 2002). Pero para el resto de los escritores y artistas plásticos convocados para hacer de extras en la película que están rodando, por estos días, Mariano Cohn y Gastón Duprat (El artista) se trata de un inesperado debut que, sin embargo, no queda en evidencia. Rodolfo Enrique Fogwill, León Ferrari, el director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, y el propio Laiseca saben hacerlo fluidamente. En la escena que les toca, tienen que cabecear frente a un televisor, siguiendo la premisa de lucir “idiotizados”. Los cuatro abren bien los ojos frente al aparato. Uno (Fogwill) acompaña con un pestañeo intermitente; otro (Ferrari) afirma con convicción frente a una telenovela como si aprobara una obra maestra del arte contemporáneo; un tercero (González) se inmoviliza en una silla de ruedas con habilidad para paralizar las ruedas en un punto exacto marcado con tiza en el piso. Cohn y Duprat ya habían conseguido que otros de sus intérpretes (nunca actores profesionales para evitar divismos e impostación innecesarios) se prestaran al autoescarnio, como cuando los presidentes se incriminaron en esa historia no oficial que es Yo, presidente. Aquí, mucho más simpático que los políticos, Laiseca hace de un artista internado en un hogar de ancianos (el Rawson, donde se filma la escena), autor de unas caligrafías magistrales inspiradas en la obra de Ferrari (pero que nunca se verán por decisión de los cineastas). Un enfermero (Sergio Pángaro) le roba el trabajo y se lleva la gloria en una exposición de cuadros ajenos. “Nada paródico, 100 % realista sobre el destino del autor en el arte contemporáneo”, define el guionista de la película. -¿Qué tal estuvo Fogwill?- se le pregunta a Pángaro que, por asistencia perfecta en el rodaje, los vio actuar a todos y confirmó la constante de la alta expresividad facial entre los internos de la ficción. -No sé, habrá que preguntar a las enfermeras, dice el músico devenido en actor. Una supervisora del Rawson se pone pesada en medio de la escena con los inusuales extras (todos tienen los minutos contados), y el equipo aplica la técnica de la cuarta pared, negados al reclamo insistente de la mujer, que se termina cansando. -Ah, ¡Soledad Silveyra!- murmura el viejo que le tocó a Fogwill en el reparto de papeles. Cuando se les escapan parlamentos hay que volver a empezar, porque al único al que se le dio voz propia es al protagonista Laiseca, que repite en los pasillos: “Pucho, pucho, pucho”. La repetición de las tomas silenciosas estimula a hablar de cualquier cosa cuando se apaga la cámara. Hay que volver a rodar, y todos saben que la clave para brillar está en el manejo del plano corto. Justo cuando Fogwill creía haber llegado al tope de un histrionismo de cejas levantadas y boca bien abierta, piden otra más, cómo si fuera tan fácil... El asistente que cortó la toma, lo fundamenta: “Los auriculares que tiene puestos Fogwill dan muy modernos”. -Idiotizados todos, vamos -insiste Duprat-. Lai (a Laiseca), ¡Estás desactivado! No rigen jerarquías del “mundo exterior”. Los cineastas se meten con todos, y de pronto el problema pasa a estar en Pángaro.
-Sergio -reta Mariano Cohn-, te dije que ingresaras por el otro lado. -Me dijiste que era por este lado- discute el cantante. Fogwill no se enoja, ni se retira, ni se queja por volver a representar, ajeno a los clichés sobre su carácter difícil: es comprensivo y atento, pero -sin embargo- nadie se atreve a pedirle que abandone una práctica no prevista en el guión: mascar y hacer globos con un chicle. Cuando todo parecía haberse encarrilado, y la hipnosis colectiva frente a la tele salía tan natural, se interrumpe la toma, una vez más. Debutar de nuevo en otro oficio –para todos- implica una insólita humildad. “Perdón -dice Fogwill-. Se le cayó algo a la mina en la novela, miré para abajo y les cagué la toma”. Las caras están cansadísimas de tanto gesticular, pero igualmente acceden a repetir, más ligados a la autosuperación que al tedio. Y luego, Fogwill levanta la moral apelando a la cinefilia que comparten todos los presentes: -Vamos, vamos -pide al equipo- ¡A no desesperar! Ya lo decía Godard...
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