Alexandra Dovgan, la niña prodigio sui generis del piano que debuta en el Teatro Colón
“No sé qué espera el público, pero sé lo que yo quiero darle al público”, afirma la sensacional intérprete rusa que debuta este lunes en el primer coliseo con repertorio de Beethoven, Schumann, Rachmaninof y Scriabin
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Los niños prodigio son, en la música, un admirable problema. El crítico argentino Jorge D’Urbano insistía en negarse a escribir sobre ellos. Si se es complaciente, decía, suele incurrirse en una deslealtad; si se habla desfavorablemente, los lectores y el público no perdonan al crítico. El problema es todavía mayor cuando el niño prodigio no coincide con lo que se espera de un niño prodigio; es decir, un acróbata, un fenómeno de feria o de circo. La pianista rusa Alexandra Dovgan tiene ahora 17 años, pero cuando ganó el Grand Prix en la “Grand Piano Competition” de Moscú tenía diez. En su caso, no haría falta cumplir la sensata prevención de D’Urbano: Dovgan no traficó nunca con la ventajas transitorias de los aniversarios; por el contrario, y con la mayor seriedad, se dedicó a hacer música -nada más, nada menos- desde el día en que pisó por primera vez un escenario.
La mejor prueba de las pretensiones de un pianista es la elección del programa que tocará. El de Dovgan en su debut en el Teatro Colón, este lunes 26 a las 20 hs. invitada por el Mozarteum Argentino, queda al margen de cualquier sospecha de charlatanería: la Sonata para piano n.º 31, op. 110, de Beethoven; la Sonata para piano n.º 2, op. 22, de Robert Schumann; Preludio, Gavota y Giga (transcripción de la Partita para violín solo n.º 3, BWV 1006, de Bach) y Variaciones sobre un tema de Corelli, op. 42, de Sergei Rachmaninof, y la Sonata n° 2, opus 19, de Alexander Scriabin. A Dovgan, de todas maneras, le importan poco las coordenadas, prodigiosas o no, con que vaya a escucharse lo que toque. “La verdad es que no sé qué espera el público, pero sé lo que yo quiero darle al público -dice-. Me gusta incluir en los recitales obras de compositores de períodos diferentes porque creo que es una buena manera de hacer posible el descubrimiento, de mostrar el desarrollo histórico de la música, los cambios de estilo. Esta vez son, en la primera parte, Beethoven y Schumann.”
La inclusión de la Sonata opus 110, la anteúltima de Beethoven, podría sorprender. Los viejos maestros -esto es algo que contaban Wilhelm Kempff y Claudio Arrau- les desaconsejaban -o directamente les prohibían- a sus discípulos tocar obras como ésas hasta que llegaran a la madurez que juzgaban imprescindible. ¿Pero es la madurez una cuestión cuantitativa? Explica Dovgan: “Beethoven es uno de los compositores con los que tengo mayor afinidad y toqué muchísimo su música. Ahora incluí esta sonata tardía, la opus 110. Es una pieza filosófica, con sentido profundo de la primera nota hasta la última. Es para mí una exigencia bastante alta. La Sonata n°2 de Schumann presenta un total contraste con Beethoven: es una obra turbulenta, apasionada, escrita en los años de mayor exaltación creativa del compositor.”
Pero aun en la parte más previsible de su recital, el flanco ruso, Dovgan mantiene su severidad. Rachmaninof, sí, pero no el del festejo fácil. “Rachmaninof es alguien especial para cualquier pianista. Yo elegí la última de obras mayores para piano solo, las Variaciones sobre un tema de Corelli. La combiné con sus excelentes transcripciones de la tercera partita para violín de Bach, Preludio, Gavotte y Gigue, que no es la transcripción más famosa de Rachmaninof, pero que a mí particularmente me deslumbra por su habilidad para conservar intacto el carácter y el estilo del barroco y añadir a la vez sus singularísimas armonías a la Rachmaninof’. Y por otro lado Scriabin, el misterio interminable, el caso único. “Sí, Scriabin es un caso aparte -confirma Dovgan-. Esperé años para incluir sus obras en mis conciertos, y al final me decidí por la Segunda sonata. Es una pieza contrastante y con mucho color a la que le tengo un gran cariño y que me entusiasma”.
Es probable que el raro virtuosismo de Dovgan -un virtuosismo que no llama atención porque no está orientado ni a sí misma ni al público- sea efecto también de su cercanía con el riguroso Grigory Sokolov. El maestro es una especie de consejero. “Es un honor increíble que me apoye un artista tan grande, de los más grandes de todos”, dice Dovgan. Pero aparte de Sokolov hay en ella algo muy propio de la tradición pianística rusa. ¿Vladimir Sofronitsky, Marya Grinberg, Sviatoslav Richter? “Además de todos ellos, me gusta mucho también Emil Gilels.” Con Gilels comparte Dovgan la devoción por los conciertos de Brahms, sobre todo por el segundo. “Es una obra maestra que me gustaría aprender muy pronto. Hay tanto repertorio que me gustaría tocar en el futuro.”
Para Dovgan, la ejecución de una pieza en público no es un resultado sino una parte más de un proceso. “Cuando me pongo a aprender una nueva pieza”, cuenta, ”escucho grabaciones de otros pianistas, leo sobre ella y me detengo bastante en las condiciones de su composición. Después, por supuesto, hay que estudiar mucho. Pero lo más importante es que la obra nueva va creciendo en el escenario. Es muy interesante: a medida que se multiplican las ejecuciones, uno se va sintiendo más libre y aparecen ideas nuevas”. Se confunden aquí la artista y su acción, la pieza que toca: el futuro es, en ambas, algo siempre empezado.
Para agendar
Alexandra Dovgan (piano). Obras de Beethoven, Schumann, Rachmaninof y Scriabin. Lunes 26 de agosto, a las 20, en el Teatro Colón, en la temporada del Mozarteum Argentino.
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