El amor después del amor: logrado biopic que triunfa en reflejar la intimidad de Fito Páez y sus pasiones artísticas y personales
La serie que cuenta la infancia y los comienzos del astro rosarino en la música se convierte no solo en registro biográfico de rigor, sino que también da cuenta del momento que atravesaba el rock nacional de comienzos de los años ochenta
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El amor después del amor (Argentina/2023) Dirección: Felipe Gómez Aparicio, Gonzalo Tobal. Guion: Francisco Varone, Lucila Podestá, Diego Fío, Leandro Custo, Juan Carballo. Elenco: Iván Hochman, Gaspar Offenhenden, Micaela Riera, Martín Campilongo, Andy Chango, Daryna Butryk. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: muy buena.
Alcanza revisar medianamente la trayectoria (personal y profesional) de Fito Páez para descubrir que el músico es dueño de una vida que es materia prima para una gran historia, partiendo desde su infancia marcada por una pérdida, hasta llegar a una adolescencia y a su profundo amor por la música. De esa manera, la serie muestra a un joven Páez que aprende a conectar con su esencia y que encuentra una voz propia, en el marco de una crianza atravesada por momentos agridulces, en los que el amor a veces fue puente y, en otros, barrera.
La ficción presenta una estructura habitual en las biopics: mostrar dos etapas que permiten el desarrollo de esa figura central, a la que tanto conocemos a través de su obra. De ese modo, la acción transcurre durante la infancia de Fito por un lado, y por el otro, durante su maduración profesional en la música. En su niñez, Páez (Gaspar Offenhenden) parecía dedicado a encontrarle una respuesta al por qué de la muerte de su madre, no tanto porque la extrañara (ella falleció cuando él era un bebé), sino porque esa ausencia se traducía en un dolor apagado que dominaba a su entorno, y especialmente a su padre Rodolfo (Martín Campilongo). Durante esa infancia, Páez conoce el pulso sexual y el placer de la música como un paraíso prohibido (dos mundos que parecieran ir de la mano), mientras intenta escapar de mandatos familiares que no logra comprender. En simultáneo, la adolescencia de Páez (Iván Hochman) lo lleva a desobedecer a su padre, dedicarse a la música como forma de vida y chocar de frente contra los placeres y los excesos que rodean la escena rockera.
En El aviador, de Martin Scorsese, Cate Blanchett compone a Katharine Hepburn quizá no como esa estrella era en su vida privada, sino más bien a través de un registro similar al que Hepburn mostraba en roles como el de La adorable revoltosa. Desde luego, en su vida cotidiana dicha actriz no era esa imagen de postal salida de esas comedias de rematrimonio, pero ante la evidente familiarización del público con esa idea de Hepburn, el camino de Blanchett fue componer a ella según sus películas y no según su posible intimidad. Y El amor después del amor tiene algo de esto.
Este biopic por momentos es un álbum de figuritas que muestra a íconos de peso, en una lista que va de Charly García (Andy Chango) a Federico Moura (Dante Bruni), entre tantos otros. Y en algunos casos, esas representaciones amenazan con ser una postal exagerada en la que muchos personajes, irónicamente, no terminan de reflejar a la persona privada. No es una elección que esté mal o bien per se, pero inevitablemente a veces los registros chocan y la conmovedora composición de Hochman como Páez está en un tono que por momentos no se condice con las eléctricas formas de Andy Chango en la piel de Charly. Desde luego que esas figuras en varios aspectos eran como el agua y el aceite, y si bien ambos actores hacen un gran trabajo en sus respectivos papeles, el marco general de esta serie pareciera no terminar de decantarse por un único camino: si el de apostar por la energía ecléctica de la escena del rock nacional ochentoso o adentrarse por un sendero más introspectivo que sumerja al espectador en la mirada de su protagonista.
Con seguridad, hay tramos de la historia que brillan más que otros, y son esos que indagan en la intimidad de Páez, en el mundo interior de luces y sombras que eventualmente, se tradujeron en canciones con destino de himno. De esa manera, las escenas dedicadas a la infancia de Fito contagian ternura pero también una pérdida de la inocencia, mientras que en su adultez -el tono melancólico que impregna la notable actuación de Hochman- logra escapar de la caricatura para entregar un Páez reflexivo, atormentado, pero también obsesionado por encontrar respuestas en forma de composiciones musicales.
Y el hilo conductor de las dos etapas que integran esta ficción, el punto en común que desde su presencia o ausencia define al músico, es su padre (quien siguiendo las analogías musicales, bien podría ser un Natalio Ruiz cualquiera). En la piel de Rodolfo Páez, Campilongo entrega un rol entrañable, el de un hombre que sufre por el temor de perder a su hijo, aunque a la vez no puede evitar contagiarle la pasión de la música y esas tardes en una disquería que tanto definieron la niñez (y adultez) de Fito. Y cuando Campilongo entra en escena, la historia adquiere un matiz de ternura que fue cuna para el músico, y que a la serie le permite encontrar su mejor camino.
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