Narradores: juguemos en el escenario
Muchos escritores de ficción han intentado, a través de los siglos, abordar la literatura dramática, con varia fortuna. El principal obstáculo fue siempre -y sigue siéndolo- la dificultad del narrador para entender las necesidades de un arte dependiente de códigos muy distintos.
La mayoría tiende a apoyarse casi exclusivamente en la letra, sin acordar a la acción la importancia merecida. Por eso, interesa conocer la posición teórica de algunos grandes escritores frente al fenómeno del teatro.
En el número 633, publicado en marzo último de Cuadernos Hispanoamericanos (la excelente revista española de cultura dirigida por nuestro compatriota Blas Matamoro), Jaime Priede reseña, en una nota titulada "Thomas Mann en una hamaca frente al mar", un volumen de "Ensayos sobre música, teatro y literatura" del novelista alemán aparecido en España en 2002. Son textos escritos entre 1929 y 1955, y el volumen se abre con un "Discurso sobre el teatro".
Da escalofrío imaginar la cantidad de pesos que exigiría la compra de este libro hoy en la Argentina (son 332 páginas), de modo que resignémonos a lo que dice la reseña.
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Mann -informa Priede- concibe el teatro como fiesta y juego, una concepción de lo humano basada en la liberación del cuerpo, una vivencia fisiológica, espiritual y física a la vez: "Creo que el teatro es la patria de toda espiritualidad sensual y de toda sensibilidad espiritual". Magnífica esta definición por el autor de "Doctor Fausto".
Analiza luego el miedo de aquellos "vigilantes" que condenan el abandono y la desacralización de la escena: "El conservadurismo cultural es miedoso, o simula serlo. Manifiesta una falta de fe en la vida que no le honra. Insiste en el desorden, porque no cree en ningún orden capaz de reconocer algo superior a él".
Como en una de sus obras maestras, "Muerte en Venecia", Mann expresa aquí el sentimiento de la eterna lucha entre Apolo y Dionisio, y su vehemente apoyo al triunfo final de este último en nombre de la energía vital.
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Una gran admiradora de Mann, ella también escritora admirable, Marguerite Yourcenar, incurrió asimismo en la literatura dramática: "Dad al César", "La sirenita", "El diálogo en la marisma" (traducidas éstas al español por Silvia Baron Supervielle, Lumen, Barcelona, 1984), "Electra, o la caída de las máscaras" (tal vez la más importante), "El misterio de Alcestes", "¿Quién no tiene su minotauro?". Son piezas fundamentalmente literarias, y ella lo sabía. No obstante, sus opiniones, recogidas en un libro de conversaciones con Matthieu Galey, "Con los ojos abiertos" (Emecé, Buenos Aires, 1982), son interesantes.
Yourcenar reconoce allí que sus piezas se representan raramente, pero no le importa. A veces cede los derechos a elencos de jóvenes -"aficionados, un teatro de verano en provincia"-, por el placer del juego que los intérpretes pueden derivar. Esa noción del escenario como ámbito de juego vuelve a menudo en sus respuestas: "He puesto (en sus obras) a la vez más juego y otro tanto de verdad que en mis otros libros, pero bajo una forma que da muchas veces la impresión del juego". Añade: "Siempre acordé considerable importancia a las voces (...) De tiempo en tiempo, era natural que me internara en el teatro, menos como un espectáculo que se ve realizado en un escenario que como un laberinto de monólogos, o de diálogos en estado puro".
Basta recordar la maravilla de "Sixtina", que en la bellísima traducción de Aurora Bernárdez, publicada por Sur en 1952, fue llevada a escena aquí, en el Centro Cultural San Martín, por el joven director Alejandro Ullúa hace poco más de un lustro.
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