Un señor alto, rubio, de bigotes: Pablo Mariuzzi, en un retrato conmovedor
Libro: Humberto Costantini / Actuación: Pablo Mariuzzi / Luces: Miguel Solowej / Escenografía y vestuario: Jorgelina Herrero Pons / Dirección: Leonardo Odierna / Sala: El Crisol, Malabia 611 / Funciones: domingos, a las 20.30 / Duración: 60 minutos / Nuestra opinión: muy buena
El absurdo drama de la espera. A dios, al hijo, un llamado, una carta, ese amor, señales que no llegan y solo dejan a su alrededor un desierto de tiempo que debe ser cruzado antes de hundirse en la ausencia. Como Fernando Sciardys, que busca trabajo desde hace mucho tiempo. Camina, se acicala, sonríe y vuelve a golpear la puerta de oficinas que siempre parecen las mismas. Tal vez hoy sea distinto. Tal vez hoy, al final del pasillo, no le digan que no, que otro día, que vamos a ver. Tal vez.
Un señor alto, rubio, de bigotes es uno de las tres cuentos que adaptó al teatro (junto con La llave y Estimado prócer) el cuentista, poeta y novelista Humberto Costantini (cuyas novelas Háblenme de Funes y La larga noche de Francisco Sanctis fueron llevadas al cine). Después de los unipersonales Bengala, Pocholo y sus pompas múltiples y Alma, el director Leonardo Odierna con el grupo Sin Guardia realiza esta versión –el cuento es de 1963–, interpretada por Pablo Mariuzzi.
"Hay que mostrarse dinámico, optimista. Cara de triunfador. Así se consiguen las cosas. La corbata en su sitio, los puños, caminar erguido", dice Fernando, sin problemas para deletrear otra vez su apellido, con una imaginaria tarjeta entre los dedos. Tiembla pero se obliga a agradar, pasa la mano al traje gris y trata de no hacerle caso al dolor en el pecho. Frente a su agitación, están el señor, la señorita, el gerente, la entrevista en migajas y, con los zapatos más gastados, el retorno a la antesala de la vida. Un señor alto, rubio, de bigotes es tan universal que podría caber en un tango, la música que Costantini amaba.
Para no olvidar es la performance de Mariuzzi (también actúa en La reina de la belleza, dirigido por Oscar Barney Finn). Su soledad en el escenario es conmovedora. Apenas una silla en el centro de la escena para sus interminables rodeos en el vacío. Cuando avanza a una nueva promesa, "de parte de", camina hacia atrás de manera mecánica, como un robot programado incapaz de salir del laberinto. Cuando se presenta a una cita, no escuchamos las respuestas de sus interlocutores. Los otros no están. Solo sus gestos, la mueca amable, la máscara de la sonrisa, recortada entre las sombras por las luces de Miguel Solowej. Lo vemos fracasar en cada intento de su via crucis sin redención. La atmósfera se pone densa, la espera se roba el aire. Y la actuación y su síntesis del dolor hasta la médula de los espectadores.
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