Viaje al mundo de los insectos
OVO (Cirque du Soleil)
Nuestra opinión: excelente
Autora: Deborah Colker. Dirección: Deborah Colker y Chantal Tremblay. Intérpretes: Devin De Bianchi, Svetlana Delous, Beth Williams, Martin Alvez, Tony Frebourg, Wei-Liang Wu, Aleksandra Balandina, Aleksandr Samoilov, Iaroslav Sorokin, Jiangming Qiu, François-Guillaume Leblanc, Gerald Regitschnig, Neiva Nascimento y elenco. Músicos: Berna Ceppas (dirección), Larissa Finocchiaro (cantante). Vestuario: Liz Vandal. Escenografía: Gringo Cardia. Iluminación: Éric Champoux. Sala: Microestadio Tecnópolis. Funciones: hasta el 30 de junio. Duración: 120 minutos.
En el origen había un gran huevo. Miríadas de insectos multicolores y multiformes parecen haber surgido de ahí, emprenden caminos a ras del piso o en vuelo sorprendente, pasan por metamorfosis maravillosas. La troupe del Cirque du Soleil parece haber aplicado al ojo del espectador una lupa que agranda la mirada, que permite ver en dimensión casi sobrehumana un mundo de variaciones infinitas de movimiento, forma y color en OVO.
Así desprende la luciérnaga destellos luminosos a través de uno, dos, tres, cuatro diábolos dorados lanzados en simultáneo hacia las alturas por el francés Tony Frebourg. Invade la pista una plaga de verdes langostas con saltos de hasta ocho metros para encaramarse al muro que cierra el escenario circense montado en Tecnópolis. O se contorsionan en un sensual pas de deux sobre correas aéreas las mariposas blancas que encarnan la británica Beth Williams y el brasileño de padres argentinos Martin Alvez. Y los escarabajos rusos y ucranianos se lanzan en vuelos de seis metros de punta a punta del trapecio.
El elenco del Cirque du Soleil presenta casi tantas nacionalidades de origen como especies de insectos pueblan la faz de la Tierra. Pero en esta ocasión se ha amalgamado con toda su diversidad en una identidad geográfica y cultural en la concepción de OVO, el show creado por la coreógrafa brasileña Deborah Colker con sonido, color y espíritu de su país. Parte de una matriz de bossa nova en el canto de Larissa Finocchiaro, menos etéreo, más lanzado hacia la alegría tropical que la cadencia habitual en los espectáculos del Cirque du Soleil. Y se desprende en un arco iris de variaciones que se pueden imaginar la fauna de insectos amazónica o bien el micromundo de bichos que nos rodea por doquier.
El vestuario, siempre un elemento espléndido en las presentaciones de la compañía de origen canadiense, adquiere en esta ocasión un gran valor agregado al aportar elementos que hacen al movimiento característico de cada insecto. Pero es el cuerpo de los artistas circenses debajo de esos caparazones, alas y patas el que crea la mágica danza de coleópteros y arácnidos.
No hay una apuesta explícita al vértigo del riesgo, todo transcurre como si fuera lo más normal del mundo volar, hacer malabares con frutos gigantescos o balancearse con una sola pata delantera apoyada sobre la cuerda floja. Es que para los insectos lo es. Y para los artistas del Cirque du Soleil también. No hay un atisbo de fallo, todo transcurre en armoniosa perfección.
Más luminoso, más concreto en el imaginario representado que otros shows de la compañía, OVO se presta a la mirada de grandes y chicos. Ya en la escritura mayúscula del nombre del espectáculo se adivina los ojos y la trompa de una libélula. El humor está presente en forma constante en la ingeniosa dinámica de los insectos y tiene sus momentos en los coqueteos de una mosca azul y un escarabajo corpulento en torno a la voluptuosa vaquita de San Antonio. Lo clownesco de estos personajes de interludio transcurre sin estridencias de carcajada abierta, pero mueve a sonrisa y simpatía.
Y sobre el final, asoma nuevamente el huevo, su cáscara se resquebraja... Lo que asome dependerá de la imaginación de cada espectador, enriquecida por este viaje al microcosmos de los insectos.
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