Balbín, un gran actor en el teatro de la política
Los cronistas políticos, sobre todo los que arrastran alguna veteranía en el oficio, tienen debilidad por los políticos confiables. Les acuerdan valor de oro como fuentes de información sobre lo que han hecho o piensan hacer, o como voces reveladoras de situaciones colectivas que los han involucrado. Cuantos más nombres de políticos de esa clase pueblen la agenda de un periodista político, más asegurada se hallará su carrera hacia un éxito profesional que perdure.
Aquel tipo de honestidad se suele relajar cuando esos mismos políticos deben decidirse por transmitir o no primicias cuya develación a la opinión pública puede afectar a otros hombres, no importa si pertenecientes a su propia esfera de actuación o a filas adversarias. Los escrúpulos del doctor Ricardo Balbín eran en ese sentido de los más rigurosos que haya verificado en el terreno de los hechos en la política vernácula, y de ahí mi admiración por esa virtud escasa.
Mientras arengaba a multitudes, la voz espesa se demoraba de pronto en pausas largas
Era tan honesto consigo mismo y sus amigos como con quienes desde veredas aparte habían hecho suficientes trastadas en la vida pública como para que los demás se desentendieran de las incomodidades inevitables que pudieran sufrir por ecos indiscretos de sus gestos o palabras en privado. Balbín, como todos, tenía sin embargo algún flanco débil: se resistía a absolver a quienes hubieran emigrado, desde el propio círculo de actuación política, para cruzarse en su camino desde otros ámbitos.
Eso explica su resistencia, y escasa o casi nula aptitud temperamental, para atraer una vez más al redil del radicalismo, que encarnaba con intransigencia, a figuras con las que había compartido luchas comunes en el pasado. Nada lo ejemplifica mejor que la fría distancia en que se emperró con los grupos de excorreligionarios que a lo largo de veinte años se fueron desgajando de la UCRI, el partido fundado por Arturo Frondizi al dividirse, a fines de 1956, principios de 1957, el viejo tronco radical.
La UCRI había llegado al poder en 1958 después de haber vencido en las urnas por poco menos que el doble de votos a la conjunción de balbinistas, sabattinistas y unionistas o alvearistas (agrupados bajo el nombre de UCR del Pueblo), pero a fines de los años sesenta era apenas un espectro de lo que había sido: más que un partido político, parecía un chacinado cortado en sucesivas fetas, y sin una sola que hubiera sido devuelta, como modesto consuelo, a la mesa radical. Fue necesario que Raúl Alfonsín se propusiera tomar el control partidario, que le costó años y derrotas, para sumar a correligionarios dispersos por tantos años en infinidad de agrupamientos.
Por el complejo juego de virtudes y defectos que conformaban su personalidad, Balbín era, incuestionablemente, una fuente deficitaria de buena información. Si en un instante de debilidad se abría a periodistas, estos podían confiar a ojos ciegos en lo que dijera, pero pocas veces intimaba aunque recibiera a gente del oficio con circunspecta cordialidad.
Se comprende de tal modo cuántas garantías de prudencia y protección implícita otorgaba un hombre de esa templanza a quienes procuraban negociar con él desde cualquier espacio de la política. Esas mismas garantías actuaban como un rollo esterilizante desde la perspectiva que a toda hora apremia al periodismo en la tarea de informar. Resultaba una hazaña vencer la reserva natural de Balbín con la prensa. Por eso el procedimiento más eficaz propendía a penetrar en lo que pensaba, hacía y decía a través de sus amigos políticos más cercanos, en quienes confiaba como un mariscal confía planes al estado mayor que lo asesora.
Había en la personalidad de Balbín, además, un grado de recelo, una desconfianza notoria sobre la forma en que se articularan sus desplazamientos u opiniones en las crónicas y comentarios periodísticos. No olvidaba errores o ironías hechas a su costa. Así se proyectaba la prevención escéptica de quien, dispensando a todos por igual un trato respetuoso, comenzaba por respetarse a sí mismo y amurallaba con tesón la aureola de compostura y seriedad que le adjudicaban propios y extraños.
"Hablar de Balbín dispara en la memoria mi primer acto político, a los 13 años, en octubre de 1951"
No recuerdo de nadie que se atreviera a atropellarlo en entredichos mano a mano. Pobre el oficial de baja graduación que en misión de patrullaje pretendió aprehenderlo en plena dictadura militar, en calles del Gran Buenos Aires, a la salida de una reunión clandestina entre correligionarios. Hubiera puesto mejor la mano en otro lado, que sobre el hombro del caudillo. Como apasionado platense por adopción (había nacido en Buenos Aires), Balbín consideraba sin publicar una noticia hasta haberla leído en El Día de La Plata.
En uno de los tantos momentos de gravedad institucional durante el último gobierno militar, el doctor Vicente L. Saadi, que en esos tiempos se dejaba seducir por la izquierda mientras dialogaba a hurtadillas con brigadieres y generales con responsabilidades políticas en las respectivas fuerzas, solicitó una audiencia con el entonces presidente de la Unión Cívica Radical. Hasta Perón, que le había intervenido la gobernación de Catamarca en 1950, desconfiaba de Saadi. Lo ninguneaba por taimado, igual que a un par de intelectuales de sobremesa, tan exaltados más tarde por el kirchnerismo, y a quienes, como en el caso palmario de Arturo Jauretche, Perón nunca quiso saludar al volver a la Argentina después de 18 años de exilio.
Ante el requerimiento de Saadi de visitarlo, Balbín instruyó a sus asistentes que ubicaran un departamento de familia apto para recibir, fuera de miradas indebidas, a quien sería con el retorno de la democracia en 1983, en funciones de presidente de la Comisión de Acuerdos, llave maestra para apertura de puertas a cuantos ascensos y designaciones necesitaran de la aprobación del Senado. Se entrevistaron al fin una mañana. Al terminar el encuentro, bajaron juntos por un mismo ascensor.
En el hall del edificio, un reportero gráfico y un cronista de LA NACION velaban las armas del oficio. Saadi siguió de largo, con algunos comentarios de circunstancias, como si nada. Balbín se enfureció, sobrecogido por la posibilidad de que quien había sido su interlocutor llegara a presumir que lo había vendido al conocimiento periodístico. Se mantuvo por un tiempo disgustado con LA NACION, en contraste con lo que hubiera sucedido, en situación equivalente, con la mayor parte de sus colegas en el trajín diario de la política, que no cesa nunca, aun en tiempos de dictadura, para quienes la llevan en la sangre.
No conocí otro orador como Balbín, salvo Raúl Alfonsín en su mejor momento, el de la campaña electoral de 1983, más articulado y directo, más claro que aquel. Volví a oír discursos grabados de oradores célebres de nuestra política: de Lisandro de la Torre, en 1930; de Belisario Roldán, a comienzos del siglo XX, pero el paso del tiempo, la modernidad que trastoca gustos, hábitos y tendencias, había neutralizado los efectos de cadencias oratorias tan celebradas en el pasado.
Con decir poco, o nada, Balbín conmovía de manera asombrosa en el arte de seducir desde las barricadas a que trepaba. Mientras arengaba a multitudes, la voz, espesa y aguardentosa, se demoraba de pronto en pausas largas. ¿Qué dirá ahora, nos preguntábamos? Balbín había creado como orador un personaje, y los seguidores más entusiastas, y más preparados para interpretar sus códigos, intuían lo que vendría a continuación en el espectáculo de un maestro del histrionismo político.
Balbín lograba en las apariciones públicas configurar, a ojos, oídos y piel del gentío que se reunía para oírlo, una comunicación sublimada, casi mágica. Como la de los grandes actores que hacen vibrar al público en el hechizo penumbroso de una sala teatral, al dominar en soledad la inmensidad del espacio escénico por la sola presencia de su cuerpo.
Entre lingüistas, se dice que el silencio es fuente inagotable de interpretación, pero que está insuficientemente estudiado en las investigaciones sobre el uso del habla. Hace unos veinte años, Ernesto Schoo, el inigualable crítico teatral, escribía en LA NACION que el silencio es una herramienta dramática de primer orden. Citaba a Peter Brook, famoso director de teatro, que hablaba del silencio muerto, que no sirve para nada, y del otro silencio, que es momento de comunicación o comunión en que los seres humanos se descubren juntos, unidos de verdad. Ese era el tipo de silencio con el que Balbín magnetizaba en las tribunas.
El desencanto venía después, aunque acechara desde el comienzo. Una vez que Balbín bajaba del proscenio, improvisado o no, y mientras la multitud se dispersaba entre cánticos partidarios, partía el cronista a buscar el teléfono público desde el cual transmitir las alternativas del acto. Se hubiera dicho que la libreta de anotaciones sobre el discurso de Balbín parecía contener ahora no más que páginas en blanco.
Qué rescatar, cómo y cuánto, para la edición inminente del diario, de lo que el orador había expresado –mejor, sugerido, insinuado–, si se trataba no más que de un acopio de invocaciones del tipo de “A vos, muchacho argentino”, y de otras por el estilo, festoneadas por una sucesión de interjecciones impactantes y de frases truncas: sentidas, de honda carga emocional, es cierto, entre las que el orador se había detenido una y otra vez para extraer el invariable pañuelo blanco que sobresalía por debajo de una solapa del traje también invariablemente cruzado. Y el puño cerrado en alto, y el silencio, claro, como en un rito religioso: el silencio de la comunión con el gentío.
Qué difícil, que azarosa tarea, la de extraer un concepto rotundo de discursos de esa factura a fin de trazar un eje útil sobre lo que el orador se había propuesto decir, y por otro lado, proponer a las apuradas por teléfono público a un secretario de Redacción –tarea ulterior del cronista– el título que antecediera a la glosa periodística del acto.
Recuerdo en particular el mitin en Plaza Once, con Pancho Rabanal y Balbín en la tribuna, en la madrugada del 25 al 26 de marzo de 1960, la del cierre de la campaña para la elección de candidatos a diputado nacional, con la mañana de ese día casi encima y la urgencia por revisar unos últimos apuntes para el examen de Derecho Constitucional en la facultad, horas más tarde. Los comicios de diputados nacionales del domingo 27, en que la UCR del Pueblo vencería a la UCR Intransigente del presidente Arturo Frondizi, dando así vuelta a los resultados de 1958, estaban apenas a una jornada de realizarse.
Todavía rodeaban a Balbín en ese tiempo, como hombres de su más íntima amistad política, Juan Prat, de Azul; Ricardo Rudi, de Tres Arroyos; Ricardo Fuertes, de Coronel Dorrego; Anselmo Marini, de La Plata; Ricardo Lavalle, de Bahía Blanca; Rubén Blanco, de Arrecifes; Alfredo Ghiglione, director de La Ley, de Mercedes. Se sumaban al grupo áulico quienes contribuían generosamente con la financiación del desenvolvimiento político del líder partidario: Luis Deferrari, don Pedro Duhalde, “Pichón” Busquet Serra; Julio Colombo, algo más tarde. Representaban, no por casualidad, los intereses tradicionales de la ganadería bonaerense, prolongación de los que en el siglo XIX habían apoyado a Mitre.
Después estarían al lado de Balbín otros más jóvenes, como Antonio Tróccoli y Rodolfo García Leyenda, un santacruceño que conocía vida y milagros de los Kirchner en su provincia y se tapaba los ojos, echando la cabeza hacia atrás, cuando se los mentaba. García Leyenda reemplazaría de un día para otro a Enrique Vanoli, el asistente que parecería eterno, hasta que lo removieron por incompatibilidades inaceptables, se decía en voz baja en el partido, para un hombre de la recta conducta de Balbín.
No puedo olvidar aquel bufete de abogado que a pasos de la calle Paraná penetraba desde la avenida de Mayo hasta encontrarse con Rivadavia. Una cuadra de fondo. Balbín lo compartía con Armando, el hermano que llevaba el peso de los asuntos profesionales que llegaban al estudio. Lugar de salas numerosas, casi siempre a media luz, pero alborotadas aquí y allá por la conversación coloquial de correligionarios que resolvían en ese ámbito acuerdos, o ahondaban diferencias, que luego someterían a la sentencia vicaria del jefe partidario.
Hablar de Balbín dispara en la memoria “mi” primer acto político, a los 13 años, en octubre de 1951. La tribuna de la UCR se levantaba de espaldas al cine Río de la Plata, en jurisdicción de la comisaría 11, tal era el grado de trascendencia en la política de la época la supervisión policial, de todos modos regida desde el Departamento Central por la implacable dirección de Orden Político y Gremial. El monumento al Cid Campeador, por delante, en el punto de encuentro de tantas avenidas: Parral (hoy Honorio Pueyrredón), Gaona, San Martín, Angel Gallardo, Díaz Vélez, y el locutor de confianza que anunciaba en minutos más el cierre de campaña de la fórmula presidencial: Ricardo Balbín-Arturo Frondizi. Y los discursos, y luego, la dispersión desordenada por Parral, al grito seco contra la policía del régimen que nos perseguía: “Cosacos, cosacos”, y la bolitas de cristal que los muchachos de la FUBA en la clandestinidad arrojaban a los cascos de la caballería, esperanzados en la patinada que las bestias sortearían, y todos en un santiamén reencontrándonos en el Parque Rivadavia, y la policía de nuevo que arreglaba al fin cuentas con los más temerarios.
Eso era en los momentos cumbres de la política, los días que preceden a comicios. Vi a Balbín, en tardes de giras por la ciudad, durante la campaña de abril de 1954, remando por la candidatura a vicepresidente de Crisólogo Larralde en oposición a la del almirante Alberto Tessaire, que después de caer Perón hablaría tanto como los testigos de los famosos cuadernos de Centeno y compartiría hasta el último día, con el folklorista Antonio Tormo, el apelativo que le habían colgado de “El cantor de las cosas nuestras”. Lo vi a Balbín, aquel abril de 1954, hablar en una misma tarde en sucesivas tribunas en esquinas de la ciudad, dirigiéndose a puñados de no más de diez personas, en lo que llamábamos “actos relámpago”, por no llamarlos, por lo menguados, actos miseria.
Si la humildad y la entrega esforzadas, como estos actos realizados a puro corazón, sin el estímulo de la menor de las esperanzas en la victoria, se pueden personificar con grandeza, debo decir que fui testigo de ese fenómeno, un otoño de hace sesenta y siete años.
Al día siguiente, como si nada, el político de raza reanudaba la marcha, tratando de remontar derrota tras derrota.
Edición Fotográfica: Mariana Araujo
Investigación de Archivo: Juan Trenado