El crimen de Villa Gesell. La distinción clave entre la justicia y la venganza
Lo que está en juego en el juicio por el asesinato de Fernando Báez Sosa es la regulación de la violencia en la sociedad
Desafortunadamente, la violencia siempre es actual. Su tramitación en el orden social es y será posiblemente una cuestión eterna. Porque, en cierta medida, la violencia nos constituye. Es una parte de nuestro ser. Podría pensarse, incluso, que la vida en comunidad transcurre en un esfuerzo constante de tratamiento de nuestro componente agresivo. De allí el peligro de sostener el ideal de una sociedad sin conflicto, sin desacuerdos y perfectamente armónica. Despojarnos de tales pretensiones nos permite situarnos de modo más genuino ante un síntoma que, como tal, debemos soportar.
Lo dijo Freud –la referencia es conocida–, el malestar en la civilización es producto de la represión de ciertas satisfacciones pulsionales, entre las que se encuentra, por supuesto, la de la pulsión de muerte. Si pretendemos que algún tipo de cultura se sostenga, debemos trabajar con el malestar que genera la represión de esas pulsiones violentas.
El asesinato de Fernando Báez Sosa, perpetrado por un grupo de rugbiers, es el producto de una disolución de la barrera cultural. En este crimen, los dispositivos simbólicos abandonaron su función para dar paso a una violencia desatada que ni siquiera encontró su límite en la muerte. Por eso, el accionar de la Justicia se vuelve ahora tan esencial. Lo que está en juego es la regulación de la violencia.
"La venganza perpetúa la violencia, en tanto la justicia le pone término"
La cultura ha encontrado, a lo largo de los siglos, diferentes dispositivos de tramitación de la agresividad. Ninguno es infalible, dado que la agresividad no se erradica. Pero sí se controla, se relocaliza y se puede llegar a ordenar. En gran medida, estos arreglos dependen de la función de la palabra. La palabra permite encontrar mediaciones posibles para un fenómeno que, de otra manera, no tendría fin.
La violencia es de dos, incluso si son ocho contra uno. Que sea de a dos no significa que sea recíproca ni que se trate de una distribución pareja, sino al contrario: no hay tercero que le marque una referencia. Es decir, alguien o algo que establezca desde afuera un límite para demarcar que una cuenta está saldada. Sin embargo, hay ciertos códigos. Esto es parte incluso de la sabiduría popular. Cuando el “enemigo” en un combate callejero está tendido o indefenso, se lo deja de golpear. Seguir infligiendo daño a alguien que está en el piso es romper una estructura social fundamental: es “no tener códigos”. Más aun si dicho rival ni siquiera se presenta a la pelea, si la supuesta lucha no es tal.
Cuando los códigos se rompen, el único límite es la muerte. E incluso, hablando estrictamente, ni siquiera esta lo es. Se estudia actualmente la posibilidad de que “los rugbiers” hayan seguido golpeando a Fernando Báez Sosa incluso después de haberse producido su deceso. Nada ilustra mejor lo ilimitado de la violencia que esta imagen macabra: un grupo de hombres flagelando un cadáver. ¿Cómo podemos abordar un fenómeno de estas características?
"Los asesinos de Fernando actuaron conforme al imperativo de la venganza"
Por motivos diversos, el caso Báez ha tomado un protagonismo muy grande en los medios. Una gran parte de la opinión pública se expresa en favor de una condena severa para los agresores. Hay quienes, en esto, perciben las características de una venganza. Pero es erróneo. Se trata de un pedido de justicia, cuyas coordenadas hay que separar tajantemente de aquellas de la venganza para entender la importancia de su función.
La venganza participa de la lógica de la violencia. Según el antropólogo René Girard, la vendetta es una práctica que conduce a una escalada de asesinatos sin fin. En ella, la sangre se paga con sangre, y no hay ningún elemento que opere como mediador, como marca de que se ha llegado a un límite y de que se han ajustado las cuentas. La venganza desencadena un proceso interminable que amenaza las bases mismas del lazo social que funda una comunidad. En la venganza, se borran las diferencias y prima la mismidad: se busca destruir al otro en una relación especular.
Los asesinos de Fernando actuaron conforme al imperativo de la venganza. Reaccionaron por una nimiedad, considerada por ellos una grave ofensa, y salieron a buscar su resarcimiento. En este accionar fatal, se ubicaron por fuera de la ley, quebrando el pacto social que mantiene el orden establecido. Es que la venganza, desde tiempos inmemoriales, está terminantemente prohibida en casi toda comunidad humana.
La prohibición de la venganza tiene un valor específico, es decir, esencial. Su proscripción supone el establecimiento de un dique contra la violencia. No se trata de una imposición arbitraria, sino de un dispositivo con una función basal. La vida en común se sostiene, en gran medida, a partir de ese movimiento extraordinario. Es la creación de la justicia.
La justicia debe ser tajantemente separada de la venganza. Así, una y otra se distinguen por sus fundamentos, su ejecución y sus consecuencias. La justicia es una operación simbólica que tiene como horizonte la regulación de la agresividad y el establecimiento de un límite ante la violencia. La venganza, por su parte, no hace más que perpetuarla.
La cuestión, no hay que soslayarlo, es que la justicia comporta en sí un elemento de violencia. Privar a alguien de su libertad mediante el ejercicio de la fuerza puede calificarse, sin duda alguna, como un acto violento. De ahí que el reclamo de un castigo disciplinario para los actores de un homicidio, a simple vista, pueda leerse con esta connotación. Sin embargo, en el corazón mismo de ese reclamo hay algo totalmente distinto. Lo que se reclama es justicia.
La justicia es, en términos simples, un acto que posee un carácter diferencial, una violencia que pone fin a la violencia. La única forma de frenar la escalada de la agresividad, la única manera de restablecer el orden en una comunidad dada, es mediante un acto que posea, a su vez, el estatuto de un símbolo. Impartir justicia es una operación que dista mucho de la consecución de una venganza. Va en el sentido totalmente contrario. Lo que hace es restablecer la función de lo simbólico en un contexto en que la operatoria de la ley ha perdido su eficacia.
El asesinato de Fernando Báez Sosa produjo un sismo en la sociedad argentina, cuyas réplicas perduran hasta hoy. No son casuales la magnitud de la cobertura mediática del juicio y la atención que ha suscitado. Calificarlos de mero interés sería cuanto menos impropio. Si hoy es tal el foco puesto en la sentencia, es porque lo que está en juego en la condena de los agresores trasciende las particularidades del caso. De lo que se trata es del restablecimiento de la institución de la ley como tal
Alan Talgham es psicoanalista