J.M. Coetzee. Variaciones sobre el amor y el deseo de un alma
En su nueva novela, El polaco, el premio Nobel de Literatura retoma sus constantes, pero con un giro que hace eco a Dante
Witold Walczykiewicz es un polaco divorciado que “ronda unos setenta años vigorosos” y Beatriz es una española casada que con “sus cuarenta y tantos, practica un cierto aire de lejanía”. Él se enamora de ella y a ella le da lástima, y por lástima le concede su deseo. “Es lo que había sucedido, ese había sido su error”, plantea J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) en El polaco, una historia tan simple como meditada sobre lo que, sin tantos romanticismos ni remilgos, el protagonista de Desgracia, una de las más grandes novelas del Premio Nobel hoy radicado en Australia, llama “el problema del sexo”.
En el caso de El polaco, todo empieza en una cena luego de un concierto organizado por Beatriz en la Sala Mompou, en el Barrio Gótico de Barcelona. Witold, reconocido pianista, acaba de tocar los veinticuatro Preludios de Frédéric Chopin frente a la mujer a la que pronto convertirá en un símbolo personal de “paz” y “alegría”. Sin embargo, puede que el polaco se haya hecho un nombre gracias a Chopin, “pero el Chopin que Beatriz conoce es más íntimo y sutil que lo que este intérprete ofrece”.
Contrariada por la escasa conexión que le provoca una música que debería conmoverla, el diálogo en la mesa, ensayado entre otros anfitriones en un inglés precario que sirve como puente neutral entre el polaco y el español, tampoco provoca nada inmediato o sorprendente. “Por supuesto, el hombre no tiene la menor idea de lo que ocurre dentro de ella. Para él, ella es parte de la carga que debe sobrellevar por el bien de su carrera como intérprete: una de esas fastidiosas mujeres adineradas que no lo dejarán en paz hasta que no hayan obtenido a la fuerza su gramo de carne”.
En realidad, eso ni siquiera es lo que Beatriz pretende de Witold. Al borde del aburrimiento, entonces, ella le hace algunas preguntas sobre la felicidad. Si, como dice el polaco, ese no es el sentimiento más importante, ¿cuál lo es? Lo que sigue es una conversación banal después de la cual se despiden con un contacto de manos que a ella, al menos, le deja una sensación “cadavérica”. ¿Son estas las condiciones a partir de las que germina un vínculo? Y si tal milagro ocurre, ¿de qué vínculo se trata?
"Lo que sin duda no es el amor, sugiere Coetzee en su habitual estilo parco, es una ridícula materia teórica oportuna para las relaciones públicas, o la triste comercialización de manuales de uso dictados por gurúes"
Para quienes conozcan la obra de Coetzee, la premisa del hombre mayor que busca congraciarse con el favor de una mujer más joven es una constante. Pero tanto en Desgracia como en Diario de un mal año, donde este tipo de relaciones ocurren dentro de la lógica de un oscuro poder de naturaleza colonial o como una simple fascinación intelectual, de lo que se trata no es (simplemente) de desenvolver fantasías carnales, sino de explorar qué mecanismos, más etéreos y menos obvios, son capaces de provocar el encuentro.
Witold y Beatriz quizá sientan que el amor “es un estado de la mente, un estado del ser, un fenómeno, una moda que va quedando relegada, mientras la observamos, en el pasado, en los remotos reinos de la historia”. ¿Pero es esta sensación de apego y rechazo algo que podrían llamar amor? Lo que sin duda no es el amor, sugiere Coetzee en su habitual estilo parco, es una ridícula materia teórica oportuna para las relaciones públicas, o la triste comercialización de manuales de uso dictados por gurúes. Las cosas, a la hora de catalogar razones, son más indefinibles y menos mercantiles. En el medio, todo es posible: “El ídolo del polaco, Chopin, fue un hombre enfermizo que dependió de una mujer que lo cuidara. Quizás es eso lo que realmente quiere el polaco: una enfermera que lo atienda en sus años finales”.
Lo que sea, se reaviva en cuanto él le escribe un correo electrónico y la invita a encontrarse de nuevo con la excusa de que no puede olvidarla. “No tengo tiempo para bonitas mentiras”, le responde ella. Y el narrador agrega: “No son solo mentiras para lo que no tiene tiempo, sino para cualquier circunloquio, juego de palabras, sentido velado”. En consecuencia, no hay seducción, declaraciones ni expectativas. Coetzee no tarda en reubicar a Witold y Beatriz en el territorio de los máximos equívocos: el sexo. “Bueno, ya me has tenido”, le dice ella luego de una “experiencia extraña y no poco atemorizante” en la cama. “Mi corazón está lleno”, dice él. ¿Amor? ¿Deseo? ¿Asco? ¿Lástima? Witold y Beatriz ya no volverán a verse. Pero sí volverán a escribirse y leerse.
También en Verano, la tercera parte de su excelente autobiografía novelada, lo que Coetzee piensa acerca del sexo se presenta como una fuerza con la virtud de irrumpir en cualquier órbita confusa de sentimientos e ideologías. “Escribirle cartas a una mujer no demuestra que la ames”, explica una de las mujeres que conoció al escritor en Verano. “Ese hombre no estaba enamorado de mí, sino de alguna idea que se había formado de mí, alguna fantasía de una amante latina que había concebido en su mente”. El polaco, por su lado, vuelve a esta cuestión, pero con un giro ligeramente metafísico inspirado en la Divina Comedia: “Para el amante, el cuerpo deseado es el alma”.
A partir de ahí, El polaco abandona las circunstancias de Witold y Beatriz para focalizarse en los lenguajes que pueden representar el deseo por un alma. ¿Poesía? ¿Música? ¿Cartas? ¿Quizá memoria? ¿Tal vez el olvido? Cada uno lo intenta a su manera, a través de sus fantasías y culpas. Pero ni siquiera eso, subraya Coetzee con mirada marcial, garantiza que los amantes o los enamorados, en persecución de su anhelo, brillen como poetas, intérpretes o correspondientes. La incógnita perdura a lo largo de la vida, y bien puede acompañarnos más allá de la muerte.
El polaco
Por J.M. Coetzee
Kolapse/El Hilo de Ariadna
Trad.: M. Dimópulos
137 páginas, $ 2500