La Argentina, un país “altamente sensible”
La categoría “persona altamente sensible” fue descrita en los años 90 por la psicóloga norteamericana Elaine Arony y popularizada hoy a través de las redes sociales. Describe individuos con una especial capacidad de percibir estímulos y de responder de manera intensa, tanto emocional como fisiológicamente, ante eventos positivos y negativos. Esto trae, con la misma fuerza, euforia y excitación o angustia y desesperación; también, a veces, impulsividad. Dicho esto, resulta útil la caracterización para describir a la Argentina cómo un país “altamente sensible”, dónde todo se vive con una intensidad desproporcionada.
Los argentinos nos enorgullecemos de nuestra pasión e intensidad, pero eso supone contradicciones y ambivalencias. Oscilamos en un péndulo permanente de triunfalismo y desesperación: de ser los mejores del mundo, a los peores, sin escalas. En una suerte de distorsión cognitiva, vemos todo en blanco o negro, todo o nada. Habitamos en los extremos pasando por alto los matices; esto nos caracteriza, más allá de la polarización que hoy se da a nivel mundial.
En la alta sensibilidad se esconde una alta susceptibilidad y nos dejamos llevar por estímulos emocionales intensos que no nos dejan ver la totalidad del cuadro. La debilidad institucional y las memorias históricas traumáticas gatillan las emociones y provocan una cascada de agitación y desconcierto.
Por momentos parece que habrá Milei hasta 2031, pero luego de una elección provincial se agita la versión de que su gobierno no llegará a octubre. Los bonos y acciones se desploman y el riesgo país se dispara. Enseguida, el apoyo inesperado de la economía más importante del mundo trae alivio... y euforia nuevamente. Mientras, en los medios de todos los colores, los periodistas y especialistas de distintas áreas tratan de descifrar qué es lo que sucede y, más difícil aún, qué va a suceder. Nos preguntamos por qué vivimos en la inestabilidad, pero olvidamos lo obvio: que el mercado está regido por las memorias, emociones, creencias y expectativas de las personas que operan en él. Memorias traumáticas que nos preparan para lo peor, por las dudas, y aquí predomina el instinto de supervivencia por sobre la racionalidad.
Imaginemos millones de neuronas mandando señales eléctricas en una respuesta intensa y descontrolada ante los estímulos que reciben. Y, al final de esta cascada, las millones de células del cuerpo que deben soportar estas descargas agitadas, que podrían perfectamente representar a los ciudadanos argentinos. Quienes repiten para sí mismos: “¡No puede ser, otra vez no!”. Con esta alta sensibilidad y reactividad, quedamos presos de nuestras propias profecías autocumplidas.
El tratamiento para una persona altamente sensible es trabajar en la regulación emocional. No debe creer ciegamente en todo lo que siente, para poder discernir entre los estímulos que recibe, pues a veces las emociones nos hacen interpretar las cosas de una manera distorsionada. Hay que mantener la calma, respirar y mirar más allá de los eventos alarmantes, que insisten en secuestrar nuestra atención como si una parte de nuestro adn fuese adicto al drama y la desesperación.
Pensar a la Argentina como un país altamente sensible permite comprender su estilo pendular, su intensidad emocional y su forma dramática de vivir la incertidumbre, que la vuelve más vulnerable ante las crisis. La sensibilidad puede ser también fuente de empatía, creatividad y resiliencia. Quizá el reto está en aprender a regular la susceptibilidad colectiva, transformando la intensidad en discernimiento, y la reactividad, en una respuesta más estable y madura ante los desafíos de un mundo complejo. También necesitamos que el sistema nervioso (gobierno e instituciones) envíen señales más claras y predecibles. Pero si elegimos no entrar en el dramatismo histérico, tal vez la estabilidad nos esté aguardando del otro lado.



