Lecturas: Annie Ernaux, escribir la vida en busca de una verdad sensible
Los libros de la última Premio Nobel pueden leerse de manera individual o como si se tratara de una única obra continua
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El arte de Annie Ernaux (Lillebonne, 1940) también habla por medio de sus epígrafes. “Este es mi doble deseo: que el acontecimiento pase a ser escritura y que la escritura sea un acontecimiento”, declara el que encabeza uno de sus libros más conocidos. La frase pertenece a Michel Leiris, adelantado en eso de explorar el propio yo, y los recuerdos que lleva adheridos, como si se tratara de una materia facetada y misteriosa, casi ajena.
El estilo de Leiris está hecho de frases serpenteantes que se van por las ramas, de paréntesis intercalados que son párrafos en sí mismos, y de retornos bruscos a lo que se venía contando en un principio, cuando el lector ya lo había olvidado.
Ernaux escribe –como ella misma anota– de manera deliberadamente “chata”, casi sin adjetivos o metáforas”
Ernaux conoce a sus clásicos, a sus precursores. Como el autor de La règle du jeu (¿regla del juego o regla del yo?), sabe que en la primera persona se traman demasiados autoengaños como para entregarse a la ingenuidad o mala fe del confesionalismo, pero su prosa es el reverso de la maraña de Leiris. Sus libros son de pocas páginas y avanzan con frases de aliento corto. Escribe –como ella misma anota– de manera deliberadamente “chata”, casi sin adjetivos o metáforas, convencida de que el laconismo es la mejor vía para alcanzar algo parecido a una “verdad sensible”.
Para la escritora francesa, no es cuestión de escribir su vida, sino de desplegar de manera parcial y puntual una vida “con los contenidos que son iguales para todos, pero que se aprecian de manera individual: el cuerpo, la educación, el sentido de pertenencia y la condición sexual, la trayectoria social, la existencia de los demás, la enfermedad, el duelo”.
Al Premio Nobel de Literatura se lo acusa por lo común de poner el dedo en ignotos de las culturas periféricas (las menos de las veces) o en sobrevalorados de los países centrales (las más). Se le puede reconocer al menos en el caso de Annie Ernaux –la elegida del año último– que facilitó la germinación repentina de sus libros en las librerías locales.
La simultaneidad potencia la lectura en conjunto. En solitario, la mayoría de los títulos (hay una excepción, como se verá) tiene el efecto, gracias a su parquedad y la puntualidad de su anécdota, de un boomerang. Leída en conjunto, en cambio, enhebrando breve texto tras breve texto, la obra de Ernaux arma un rompecabezas: el autorretrato sigue siendo incompleto, con la distancia que propone la reflexión permanente sobre el acto de escribir, pero se delinea la amplitud del proyecto sobre un fondo inestable.
Una mujer (1987), para tomar un punto de partida, inicia con la nota escrita días después de la muerte de la madre en una residencia de ancianos. En esa trabajadora de raíz campesina, que se dedicó al comercio, Ernaux (nacida y crecida en Normandía) recupera la complicidad de la infancia, pero también la desconfianza. Para la madre, emancipación significaba salir de la pobreza. Los reproches ante la nueva generación son amargos: si la hubieran metido como a ella a los doce años en una fábrica, le dice, no sería así. “En ciertos momentos”, piensa la autora, “tenía en su hija, frente a ella, una enemiga de clase”.
La metamorfosis de ese medio rural y modesto a otro urbano e intelectual, el desclasamiento que le permitió dedicarse a la literatura –Ernaux estudió en la universidad, se convirtió en profesora, pasó a vivir en diversas ciudades– es motor constante de sus narraciones. En El lugar (1983), el protagonista había sido el padre (por eso, se dice, aquí apenas se habla de él). Una mujer, en todo caso, funciona por sustracción: al final, casi no necesita palabras para afectar al lector con el destino de esa mujer simple que supo ser “fuerte y luminosa”, y a la que el Alzheimer vuelve irreconocible .
La brecha entre los orígenes y la propia experiencia también se refleja en El acontecimiento (2000), aunque el núcleo es otro. La visita a un hospital para hacer un test de sida pone en marcha el recuerdo del aborto por el que pasó la autora en tiempos universitarios, antes de los modernos métodos anticonceptivos. En esa descripción de primera mano, clínica y sórdida, de un tema todavía tabú a comienzos de siglo (aunque en Francia el aborto ya era legal), Ernaux partía por un momento a refugiarse en el terruño natal para poder sostener –sin revelar su situación– su ordalía de estudiante provinciana.
En Pura pasión (1992), en cambio, el relato reduce la intimidad amorosa a una serie de gestos. Cuenta la historia de la narradora, ya separada y con hijos, con un hombre llegado de Europa del este europeo (diplomático, con algún parecido a Alain Delon). Como haciendo honor a los fragmentos amorosos que rondaba Roland Barthes, Ernaux no busca indagar las razones de esa pasión: se atiene a reflejar las obsesiones que alimenta esa relación sin nombres (excepto por la inicial A.), sin fechas, que solo conoce la presencia o la ausencia. El libro es breve, demasiado quizás, pero es un compendio de citas perfectas: del descubrimiento de que Fedra o Lo que el viento se llevó son tan fundamentales para su conformación psicológica como el complejo de Edipo al papel revelador que cumple hoy la pornografía.
Todas estas piezas puntuales encuentran su mejor suma en Los años (2008), la obra más extensa y locuaz de Ernaux, la que solo podía ser escrita habiendo escrito y vivido todo lo anterior. Los años sigue de cerca la biografía de la autora, en tercera persona, desenrollando el paso de las décadas como sucesivos reels en cámara lenta. El estilo es fragmentario y melancólico. Se acumulan las imágenes vistas y las palabras oídas, los libros y las películas, los hechos históricos y sus ecos en la intimidad, lo familiar siempre a mano y los cambios sociales, siempre en proceso. Los primeros años y los de juventud son más interesantes que los de la adultez, ya encarrilados en un status quo más reconocible. “Quizá la memoria” dice otro epígrafe, de Yuko Tsushima, en El acontecimiento, “consista en mirar las cosas hasta el final”. Los años, donde llega más lejos en esa intención, tiene un rasgo diferencial frente a otros escritores, mujeres pero también hombres, interesados en la experiencia subjetiva, que son legión en Francia y otras latitudes. Tomarse hoy a sí mismo como objeto es un lugar común: valía más hacerlo, y de manera radical, cuando nadie se atrevía.

Los años
Por Annie Ernaux
Cabaret Voltaire. Trad.: Lydia Vázquez Jiménez
322 págs./$ 3390

Pura Pasión
Por Annie Ernaux
Tusquets. Trad.: Thomas Kauf
80 páginas, $ 3700







