Piazzolla. Un fueye que se extiende y respira en sincro con Buenos Aires
Popular y vanguardista, su música resuena en las calles de la ciudad y en las salas de concierto del mundo
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lViernes Santo de abril de 2021 es también día de vacunación para los adultos mayores en edad riesgo que peregrinan a la calle Bouchard, donde el emblemático Luna Park oficia de insólito hospital de campaña. Afuera, un cartel autopublicita su leyenda: “Mucho más que espectáculos”. Ploteada, se deja ver una imagen de celulares en alto (la forma de eso que llamamos público en el siglo XXI): Instagram acusa posteos de adultos mayores con su carnet de recién vacunados a la salida de las puertas del estadio donde dice que entre marzo y abril de 2020 iban a desfilar Wu-Tang Clan, Katie Angel y los eternos Harlem Globetrotters. Pero las fotos que llegan del interior del Luna no muestran ningún escenario, sino una platea en torno a los vestíbulos donde ingresan los elegidos para vacunarse: el espectáculo es salvarse. Afuera hay un silencio que solo distingue quien ha sido habitué de los espectáculos pop: el de los vendedores de merchandising. No están, pues no hay ídolos cuyo aura se multiplique en remeras o vinchas estampadas, y si estuvieran, vaya, ofrecerían productos con el logotipo de Sputnik V, Sinopharm, AstraZeneca y así.
Cerca de las cinco de la tarde, la improvisada sala de espera montada sobre el asfalto de Bouchard comienza a desmontarse. De la plaza Roma llega caminando un hombre harapiento con un botellón por debajo de la mitad: es el clochard de Bouchard. Su voz estentórea se deja oír como un viento ronco cuando cruza Lavalle. Imposta la voz del dictador Galtieri en su infame arenga patriótica contra el “Principito” (que no era, claro, la éterea figura de Saint-Exupéry) y el discurso se enrarece a la altura de la Puerta 2. “¡Se van a morir todos igual!”, grita con tono firme, capitán imaginario de un ejército kamikaze.
Este es el mismo lugar en el que en octubre de 1969 hubo boxeo, pero no exactamente con el intocable Nicolino Locche sobre el ring, sino entre quienes habían apoyado o rechazaban la nominación de “Balada para un loco”, de Astor Piazzolla y Horacio Ferrer cantada por Amelita Baltar, como finalista en la categoría “tango” en el Primer Festival Iberoamericano de la Danza y la Canción. La habían elegido, entre otros, Vinicius de Moraes y Chabuca Granda, pero la controversia fue tal que la decisión fue dejada en manos de un “jurado popular” que se inclinó por el tango tradicional “Hasta el último tren”, cantado por Jorge Sobral.
A la semana, eso de “último tren” se volvió una fatalidad y lo que despegó fue el Boeing (iba en avión, Astor) del tangocanción, un vals en rigor, cuyo simple editado por CBS con “Chiquilín de Bachín” en la cara B se multiplicó en la radio y en los wincos de una clase media con apetito de novedad, hasta alcanzar las 200.000 copias vendidas. El trío Piazzolla-FerrerBaltar había vuelto al tango un fenómeno pop, pero era más que eso lo que se cifraba en ese éxito. La consagración y escándalo del nuevo tango de Astor no era solo una, otra más, pulseada entre vanguardia y tradición, sino que marcaba el definitivo desplazamiento de la música de Buenos Aires desde el sur orillero hacia el centro y el norte, siguiendo el mismo derrotero urbano posterior a la epidemia de la fiebre amarilla.
Ahora, 1969, el tango mudaba sus mitologemas (el sur, la inundación, Pompeya, Boedo antiguo) para volverse, como describe María Susana Azzi, coautora del definitivo Astor Piazzolla: su vida y su música (El Ateneo), “definitivamente metropolitano”. Aquí y ahora, en el mismo espacio, cinco décadas después, en este silencio que es menos religioso que pandémico, el único soundtrack posible sigue siendo el misterio y la fuga de Astor, en particular ese interludio de su “Otoño porteño”, en el que la guitarra eléctrica de Oscar López Ruiz, trémula, se impone apenas por sobre el resto. Como la bóveda celeste de esta tarde rara que se deja ver de a ratos.
El compositor electrónico Francisco Kröpfl estaba en todo lo cierto cuando definió la música de Piazzolla como “el logotipo de Buenos Aires”. Su rostro nunca tuvo ni tendrá la iconicidad de Gardel (en donde rostro y voz arman unísono): no se lo sigue estampando como gesto de autenticidad, pero su presencia es sutil y total. Ese es el señalamiento que dejó escrito Spinetta en “El anillo del Capitán Beto” (que es Oesterheld plus Piazzolla): “La foto de Carlitos sobre el comando” o “¿Dónde habrá una ciudad en la que alguien silbe un tango?”. La imagen es toda de Gardel y el silbido ese que es puro sonido se lo quedó para siempre Piazzolla. Y todo lo que suena en el estrépito porteño, incluido su silencio, está cifrado en sus partituras. Es eso que él mismo había llamado “música popular contemporánea de Buenos Aires”, una categoría que elude lo Nac&Pop, donde sí se inscriben el mito barrial del tango y el rostro gardeliano.
¿Cómo deconstruir esa fórmula piazzolliana desde hoy? El escritor y ensayista Martín Kohan (La vanguardia permanente, Paidós) arriesga una respuesta: “Es de por sí una definición bastante compleja. Porque si algo no puede decirse de eso que dio en llamarse arte contemporáneo es que cobre sencillamente un carácter popular; más bien lo contrario. Pero entiendo que Piazzolla procuraba de esa forma salirse de la disputa por la palabra sagrada; tango; les regalaba ese término a sus detractores, que se mostraban muy seguros de liquidarlo estableciendo que lo que hacía ‘no era tango’. Lo que hizo Piazzolla entonces fue parafrasear: ‘música popular de Buenos Aires’, y agregarle esa cualidad fundamental, la de lo contemporáneo, para arrojar a sus detractores al reino de las antiguallas (no por suponer que el tango mismo lo fuera, sino para evidenciar que lo era la pretensión de establecer un tango verdadero y a partir de ahí condenar desvíos y falsificaciones)”.
Kohan hace un señalamiento de lo sacrotanguero que bien puede pensarse en función de la operación piazzolliana donde lo profano no es lo plebeyo sino lo clásico, lo erudito, la cultura alta que se incorpora al tango con el gesto de mantener al bandoneón como su voz absoluta.
Otro Viernes Santo, pero de 1727, la “Pasión según San Mateo” de Bach sonó por primera vez en la Iglesia de Santo Tomás de Leipzig, provocando la perplejidad de los feligreses. Byung Chul Han toma el episodio como punto de partida de su ensayo Buen entretenimiento (2018) y cita una crónica de la época: “Altos dignatarios y damas de la nobleza se miraban unos a otros y decían ‘¿Qué significa esto?’. Una viuda devota gritó horrorizada ‘¡Que Dios os guarde, hijos míos! ¡Parece que estamos asistiendo a una ópera o a una comedia’!”. Era nada menos que el comienzo del uso de la llamada “música artística” (no sacra) en las misas y es lo que hace que Bach –pero también Piazzolla, que es un apéndice contemporáneo del barroco– denote religiosidad en su sonido. Resulta significativo que la gala por el centenario de Piazzolla en el CCK fuera abierta con una interpretación en el órgano tubular Klais Opus 1912 de “Milonga del Ángel” a cargo de Matías Sagreras. Piazzolla como un Bach nuestro, clásico al fin pero también profano y con el escándalo como genética, de la Iglesia de Santo Tomás de Leipzig al Luna Park. Una huella solo comparable a la de Miles Davis en el jazz. ¿O acaso la introducción de piano de “Adiós Nonino” de Dante Amicarelli y la de Bill Evans en “So What” no se espejan en su carácter impar, inalcanzable?
Piazzolla tocando en el Colón en 1983 con la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, con dirección de Pedro Ignacio Calderón, no es lo mismo que Piazzolla tocado en el Colón, por otros, en ocasión de su centenario y de la reapertura del coliseo porteño tras el lockdown. Con un aforo del treinta por ciento, las funciones del mes de marzo se volvieron en cierta manera religiosas y confirmaron para esa “música popular contemporánea de Buenos Aires” un estatus de “música clásica” que era el anhelo de un compositor formado en Bach, Hindemith, Vivaldi, Stravisnky y Bela Bartok, que conoció gracias a su maestro Alberto Ginastera y cuya foto, según acota su biógrafa, ocupaba el lugar de un crucifijo sobre el respaldo de su cama.
“En el mundo, Piazzolla ha sido incorporado al universo de la música clásica hace rato. Sus obras, ha escrito 3500, se tocan junto a las de otros compositores hasta en África. A nosotros nos cuesta más entenderlo así porque tenemos el rumor del tango en el oído”, completa Azzi y recrea un episodio. “Cuando se reúne con Stravinsky en el Metropolitan Club de Nueva York en 1959 a través de Victoria Ocampo, Piazzolla, que era muy tímido, le dice: ‘Yo soy su discípulo a la distancia’ y se va. A los dos días, el embajador Albino Gómez los reunió de nuevo y cuando Stravisnky leyó las partituras de Astor dijo: ‘¡Pero esto es Stravinsky puro!’”.
Esa universalidad solo la comparte con Borges, pero se sabe que la idea de musicalizar sus poemas con la voz de Edmundo Rivero en álbum El tango (1965) resultó poco satisfactoria para el escritor. Kohan ausculta ese desencuentro: “Piazzolla era un experto en el desprecio agresivo, Borges era un experto en el desprecio irónico. Podrían haber congeniado en una alianza para la maledicencia compartida; pero no: se cayeron mal y se despreciaron entre sí. Borges, en efecto, entendía hasta qué punto es preciso actualizar y renovar la tradición, incluso para que pueda seguir funcionando como tal. Y es lo que hizo principalmente con la gauchesca. Pero con el tango se mostró especialmente dispuesto a añorar un pasado desde siempre ya perdido. Su decepción con Piazzolla era esperable”.
Música Popular Contemporánea de la Ciudad de Buenos Aires era el nombre del álbum que editó en 1972 con su Conjunto 9. Fue una iluminación para el entonces adolescente Luis Chitarroni, escritor, editor y melómano. “Es el vinilo que tiene ‘Vardarito’ y ‘Oda para un hippie’. Lo oí mientras oscilaba entre la tentación de crecer y la de quedarme ahí. Había poco con qué comparar ese álbum. Aun lo que se llamaba en esa época música progresiva sacaba poco provecho de la cultura musical anterior, clásica o contemporánea, aunque se citara a Stravinsky, a Bach o a Sibelius. Piazzolla extremaba los riesgos y lo hacía sin cautela, con gracia y a sabiendas de que se trataba de un canje, de un intercambio, un ida y vuelta. Así como los compositores impresionistas, y el mismo Igor, habían admirado la habanera y el tango, Astor Piazzolla lo devolvía todo en ese contexto de mélange adultère du tout que la música merece, no por error o equivocación. El intercambio, el vaivén, volvía absolutamente razonable el consejo que le dio Nadia Boulanger de que siguiera componiendo la música que ‘le tocaba’, en el sentido de pertenencia. Puedo sumar esta anécdota, que creo me contó Gerardo Gandini, que estuvo en alguna de las últimas agrupaciones de Astor. En ocasión de grabar una versión a dos bandoneones de ‘Volver’, con Troilo, Piazzolla susurra en el oído del maestro: ‘Vos cantá, gordo’. Se trataba de que Pichuco iniciara en su fueye esa oración larguísima con la que comienza el tango de Gardel y Le Pera, que habla acaso solo de lo ineludible, lo íntimo, lo inefable”.
Este cielo raro, este Luna Park sin espectáculos, este loco que pega la vuelta por Corrientes maldiciendo. Todo reverbera, sigue ahí, en el fueye de Piazzolla que se contrae y se extiende y respira en sincro con Buenos Aires. Bienvenidos al otoño porteño.
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