
Reseña: Búfalos salvajes, de Ana Paula Maia
Una novela policial con aspiraciones apocalípticas
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No es cierto que el crimen no pague. En la ficción, al menos, lo hace con creces, y tanto más si en sus diversas combinaciones se conjugan personajes estrafalarios, dobleces siniestros de la realidad, resquicios de magia oscura o cualquier otra clase de pirotecnia argumental sin la que parte de la literatura de hoy pareciera no encontrar el rumbo o, en ocasiones, su razón de ser.
Muchos de esos condimentos se hallan en las novelas de Ana Paula Maia (Nova Iguaçú, 1977), una autora brasileña cuyos mundos parecen hallarse siempre en estado de combustión. De esa misma clase de imaginario, omnipresente en sus efectos y en sus latencias, nace Búfalos salvajes, su última novela, cuya peripecia se desata a partir del asesinato de un payaso, un punto de partida que parece un insólito y descontextualizado paso de comedia.
Búfalos salvajes clausura la que Maia ha denominado Trilogía del fin (los volúmenes previos se titulan Entierra a sus muertos y De cada quinientos un alma), un rótulo que sintetiza cabalmente el escenario apocalíptico en el que sus tramas se desenvuelven. Aquí esa atmósfera –la de un fin no concretado, pero que ha dejado su huella– se entrevera con los efectos de una epidemia, y produce en sus protagonistas y en el mundo que habitan una cercanía con la muerte que el crimen de aquel payaso solo trastoca muy tenuemente.
Aunque el punto de vista predominante sea el del personaje de Edgar Wilson, la experiencia es coral: el exsacerdote Tomás y el indio Bronco Gil, amigos de aquel, se le unen para llevar adelante un criadero de búfalos, en las tierras de lo que antes ha sido un matadero y cuyo territorio limita con el de un particular circo, cuyas mayores atracciones son una niña vidente y un gallo… decapitado, pero que vive y colea.
Quizás el acierto principal de la novela de Maia sea el de producir hasta cierto punto un microcosmos propio, en el que determinadas premisas morales desdibujan sus límites. Aun así, todo el tiempo la novela promete mucho más de lo que en realidad da: su escritura resulta afectada, puro gesto –la decisión de llamar a Wilson casi siempre por su nombre completo, entre muchos otros ejemplos–, como si no lograse romper la superficie, una sensación que incluso se potencia cuando intenta bucear en las profundidades o cuando sus protagonistas dialogan.
Algo similar podría decirse de sus personajes, de los que la propia autora ha manifestado que “siguen vivos incluso cuando las historias no se cuentan”. Esa tridimensionalidad, sin embargo, no se trasluce en los protagonistas: más bien se asemeja a fichas planas que se deslizan sobre un tablero, y que por momentos viajan hacia ninguna parte.
Búfalos salvajes
Por Ana Paula Maia
Eterna Cadencia. Trad.: Mario Cámara
126 páginas, $ 24.900