
Reseña: Cuando veas a mi madre, sácala a bailar, de Joan Baez
Mucho más que una de las voces emblemáticas de la escena folk norteamericana de los años sesenta; mucho más que la impactante intérprete de “All My Trials”, la aguda compositora de “Diamonds & Rust” o la circunstancial compañera de Bob Dylan, Joan Baez (Nueva York, 1941) fue –y sigue siendo– una celebridad contracultural que puso su voz al servicio de un arte convencido de su capacidad de cambio sociopolítico. Una figura, por eso mismo, inconcebible en nuestro descreído presente.
En Cuando veas a mi madre, sácala a bailar, Baez pone de relieve las diversas y entreveradas vicisitudes de la experiencia personal que hicieron de ella, antes que un ícono de la justicia social, la niña que anhela el regazo materno; la hija incapaz de comunicarse verdaderamente con el padre; la cantante que se codea con estrellas de la talla de Jimi Hendrix o Leonard Cohen; la mujer que aprende, a fuerza de alguna enfermedad terminal, a despedirse de amigos o familiares.
En 1990, confiesa Baez en el prólogo, le diagnosticaron un trastorno disociativo de la identidad; personalidades múltiples, a fin de cuentas, para lidiar con un inescrutable trauma infantil. “Algunos de los poemas de este libro” –escribe– “están muy influidos, o han sido creados, por algunos de esos autores que llevo dentro”. Pero antes que voces en pugna o fuerzas en contradicción, la poesía de Baez se propone como una suerte de anclaje a la nociva rumia de la experiencia; un tomar nota de aquello que es digno de ser notado puesto que implica el atisbo de un umbral: “De repente, un ciervo, / una estatua entre la hierba alta, / centellea en el glorioso atardecer / interrumpiendo / inesperadamente / los invariables rumbos / de mi vida en otra parte” (“De repente, un ciervo”). Momentos irremplazables que solo la poesía conjura: el del primer beso, en prosa poética (“Puede”); el del corte de ciertos miedos paralizantes (“Fobia”); y, desde luego, el de la muerte misma, centrada en el fallecimiento de una amiga, personificación del inconformismo y la protesta: “Ella sí que había cuestionado casi todo, sí./ No pocas veces, / posada sobre los acantilados/ tan silenciosa y resuelta / como una gaviota en el aire, antes de la tormenta,/ había reflexionado/ sobre el metro, la pulgada, y el impacto,/ sobre la infancia perdida / y los demonios / y la noche eterna” (“Los alegres trompetistas”).
Si de umbrales se trata, Báez reserva el momento final del libro al encuentro imaginario de su madre con el cantante Jussi Björling. En esa noche de baile estaría inscripta –concebida– su esencia artística: “El filamento que bordea/ el filo bruñido de mi voz,/ el talento desnudo con el que nací”. Así, el final retrotrae la imaginación poética al comienzo de una trayectoria que se intuye próxima a un cierre –no necesariamente a la muerte–, y que comprende, con el poema postrero, que “El último gesto de despedida / es el primer gesto de aceptación”.
Cuando veas a mi madre, sácala a bailar
Por Joan Baez
Seix Barral. Trad.: Elvira Valgañón
320 páginas, $ 39.900






