Reseña: Érase una vez en Hollywood, de Quentin Tarantino
La primera novela del cineasta lo muestra, con la pluma, tan diestro como con la cámara

Una de las fantasías del guionista y director Quentin Tarantino (Knoxville, 1963) es cumplir sesenta años y convertirse en escritor, de modo que su carrera como cineasta concluya justo en la cima de sus logros ante la crítica y el público. “Paso mucho tiempo trabajando mis guiones”, suele explicar Tarantino, ganador de dos Premios Oscar al mejor guion original por las películas Tiempos violentos y Django sin cadenas, “pero cuando los termino tengo que iniciar todo el proceso para filmarlos, así que la idea de poner el corazón y el alma en un texto y que eso sea todo me resulta maravillosa”.
Bajo esta premisa, Érase una vez en Hollywood, la novela basada en la exitosa película protagonizada por Leonardo DiCaprio y Brad Pitt, es un firme primer paso por el camino de la transición estética. Sobre todo porque, como narrador, Tarantino se muestra en completo dominio del arte de darle al lector aquello que seguramente espera de su parte (violencia, humor y cinefilia), aunque no del modo en que se lo espera, ni en el exacto tono de las actuaciones en la pantalla que le sirven de base. Para esto, la historia retoma las vidas del actor Rick Dalton y su doble de riesgo, Cliff Booth, pero a través de un elemento que la literatura puede volver mucho más plástico y servicial que el cine: el tiempo.
El efecto de esta decisión es que Érase una vez en Hollywood noveliza y expande no solo lo que la película omite contar, como el asesinato en alta mar de la esposa de Cliff (“en cuanto la vio partida en dos, los años de rencor se evaporaron al instante”), sino también lo que el cine es incapaz de contar sin colapsar contra sus máximos límites (por ejemplo, las largas repercusiones culturales y políticas de “la aventura de Rick” luego de calcinar a los miembros de la Familia Manson en su casa).
En este sentido, los saltos hacia el pasado y el futuro, los cambios de perspectiva (donde toma forma el personaje de Charles Manson) y las largas “pausas” en las que se desenvuelve el pasado de Cliff como héroe de guerra y exquisito cinéfilo, lo cual le permite a Tarantino ensayar sus ideas sobre Akira Kurosawa o el cinéma vérité, son recursos que prueban de qué es capaz el escritor antes que el cineasta. Y el resultado, gracias a una materia prima reunida, tal como anticipa el autor, entre “todos los actores de antaño que me contaron historias tremendas sobre Hollywood”, es más que bueno.
Para comprobarlo, basta apenas la historia apendicular acerca de por qué Steve McQueen nunca trabajó en Italia, o los detalles sobre la exacta naturaleza de su relación con Sharon Tate, para dar forma a uno de los matices argumentales que, sin duda, distinguen a la novela de la película: el sexo, que en el mundo de finales de los años 60, y a ras de los sueños cumplidos y frustrados en Hollywood, es un juego de placer tanto como un instrumento para hacer negocios.
Será tarea de los lectores concluir si, a pesar de lo que se cree, eso establece un punto de similitud o diferencia con el presente.