Reseña. Polar Noise, de Alan Courtis
El color blanco, para una amplia gama de artistas sensibles, ha sido un espacio de experimentación, no solo en la textura sino también como ejercicio espiritual, como zona de encuentro de emociones. Podemos pensar, en esa lista imaginaria, a Kazimir Malévich, Hélio Oiticica o Adriana Lestido, en las prácticas visuales, o un sinfín de poetas que han atravesado la paleta, en lo prístino, lo nebuloso, el vacío. Alan Courtis (Buenos Aires, 1972), miembro fundador del grupo musical Reynols, investigador y artista sonoro, propone un acercamiento al blanco a partir de una invitación inusual.
En 2009, arriba a Svalbard (Noruega), para participar en un festival en el archipiélago habitado más recóndito del Círculo Polar Ártico. El sentimiento de extrañeza se expande, no solo alrededor de la nieve constante sino también a la capacidad adaptativa del cuerpo, que no da tregua, a pesar del calvario helado. En una caravana de scooters llegan a Pyramiden, en Rusia, una travesía que tiene algo de laboratorio sonoro.
Diez años después, Courtis recrea el ejercicio diarístico, un registro acompañado por fotos que atraviesa ocho días del invierno escandinavo, con las dificultades que implican ejecutar hacer música en ese contexto. El ejercicio de ficción le da una capa magnética, que se extiende más allá de los desafíos corporales. El libro se inmiscuye en el sonido de las ruinas, aquello que el blanco de la nieve parece sobreimprimir. Así lo cuenta: “La cantina abandonada nos invita a visitarla con sus escaleras de color y un mural ártico formado con azulejos diminutos (…) Los gritos de un centenar de soviéticos enardecidos pidiendo más vodka deben flotar en alguna parte como la banda de sonido de una película que ya no suena”.
Polar noise
Por Alan Courtis
Mansalva
64, páginas, $24.000







