¿Sueñan los robots con escribir la declaración de los derechos no-humanos?
4 minutos de lectura'


Una comunicación oficial del gobierno británico de considerar –apoyado en informes de sus autoridades científicas– especies como los calamares, pulpos o cangrejos dentro de la categoría oficial de “seres sintientes” esconde, detrás de la noticia viral, un diagnóstico que adelanta el reloj de algunos debates del humanismo. A priori, previo a la reglamentación, se sabe que a raíz de esta política pública las langostas no podrán ser cocinadas vivas. Menos uno para el turismo gastronómico exótico.
Como sea, las obligaciones asociadas a la relación de nuestra especie con otras entidades animales o más aún no-humanas dejó de ser un tema de especulación y ficciones para ocupar agendas gubernamentales de rango ministerial.
Las teorías de Alan Turing prefiguraron la discusión sobre las capacidades de los robots para desarrollar habilidades humanas”
Libertades y, sobre todo, derechos humanos y no-humanos empiezan a configurar una de las discusiones centrales de este siglo. Su lado doméstico se expresa en profundos vínculos afectivos con las mascotas, costumbre añosa, o en preferencias alimenticias, pero a escala global se cruzan también los avances en experimentos genéticos, la bioética y el derecho. La primatóloga británica Jane Goodall dedicó su vida al tema. En una reciente entrevista para BBC, días atrás, detallaba el entorno académico de sus comienzos: “Por aquel entonces se pensaba que solo los humanos usaban y fabricaban herramientas, eso creía al menos la ciencia occidental”. Mucho tiempo y criterios han pasado. Esta semana Goodall está presentando El libro de la esperanza y es una participante muy activa en la iniciativa Non Human Rights Project.
Apenas después de los animales y otros seres sintientes, llegan los efectos de la relación con bots y todo tipo de entidades artificiales. Acaso esa misma calificación debe ser revisada si estas –perdón– criaturas se autopercibieran animales o al menos animadas.
Queda para el registro que, en los bordes entre la ficción y la ciencia, Isaac Asimov postuló ya en 1942 sus leyes de la robótica para regular la relación hombres-máquinas, en sentido amplio. Fue unos años antes de que se consagraran, formalmente, los derechos humanos a través de la Declaración Universal.
Luego, las teorías de Alan Turing prefiguraron la discusión sobre las capacidades de los robots para desarrollar habilidades humanas. Y pocos años más tarde, la ficción 2001, odisea del espacio (libro de Arthur C. Clarke y posterior película de Stanley Kubrick), si bien fracasaba en el pronóstico de vida espacial para comienzos de este milenio, lograba anticipar con claridad las actuales fantasías ominosas sobre la inteligencia artificial, a través del protagonismo de HAL 9000. Su voz calma pero exasperante, nos explica por qué, moralmente, es más importante la misión a Júpiter que la vida de los tripulantes… Ya en este siglo, la disfonía sexy de Scarlett Johansson en la película Ella (Her, de 2013, dirigida por Spike Jonze) supo interpretar el lado emocional de los sistemas operativos.
Pero Hollywood ha decidido ir más lejos y acelerar en su mirada sobre el tema: en uno de sus tanques más recientes, el protagonista es todo un icono de la lucha libertaria de la casta más baja del mundo digital, los llamados NPC, o personajes no-jugables, verdaderas piezas decorativas en los videojuegos de cuyas nulas autonomía y voluntad emerge la lucha emancipatoria en el film Free Guy, protagonizado por Ryan Reynolds.
Está claro: la extensión de las fronteras afectivas excede ya a mascotas u objetos transicionales infantiles. Y las miradas más extremas del humanismo llevan la vocación de ampliar derechos a otros aspectos de los vínculos. Nuevos conflictos de intereses surgen de los confines del universo: esta misma semana, la misión de la NASA que busca impactar un asteroide para desviarlo de su trayectoria, escenificaba la potestad planetaria de la autodefensa ante un ente externo considerado una amenaza.
“La regulación de estos asuntos tiene aspectos delicados relacionados con la moralidad de ciertas funciones tomadas por las máquinas y la legitimidad de delegar poder en los algoritmos”, explica el prólogo de We, The Robots el libro más reciente en la materia publicado por la Universidad de Cambridge. Aunque el foco son las regulaciones, su autor, Simon Chesterman, enmarca un desafío que excede a las naciones (las potencias China y Estados Unidos, precisa, tienen enfoques y objetivos diferentes) y puntualiza cualidades de estas entidades llamadas genéricamente “inteligencia artificial”: su velocidad, su autonomía y la falta de claridad. De algún modo, parece insinuar, nos enfrentamos colectivamente al dilema de no poder consensuar entre ocho mil millones de humanos un esquema para regular a robots que, cada vez más, pretenden regularse por sí solos. ¿Soñarán acaso con escribir la declaración de los derechos no-humanos?



