La vida buena. La paciencia, esa virtud olvidada
Si el físico, matemático, filósofo, alquimista y teólogo británico Isaac Newton (1642-1727) hubiese nacido en estos tiempos, posiblemente no habría hecho ninguno de los aportes que entregó a la humanidad. Gracias a él sabemos de la ley de la gravedad, de otras tantas de las llamadas leyes de la naturaleza, como la de inercia (todo cuerpo permanece inmóvil a menos que reciba una fuerza externa), la de la dinámica (la fuerza que se aplica a un cuerpo es proporcional a la velocidad que este adquiere) y el principio de acción y reacción (a toda acción le sigue una reacción opuesta o igual). Padre de la mecánica clásica, cuyos fundamentos estableció hacia 1987, en su tratado Principios matemáticos de la filosofía natural, Newton afirmó que: “Si he hecho descubrimientos invaluables ha sido más por tener paciencia que cualquier otro talento”. Y esta virtud es un bien escaso hoy, en la era de ansiedad y de la aceleración. La consigna del día es correr, apurar, no detenerse, no quedarse atrás en una carrera que parece obligatoria y cuyo destino es cada vez más difuso.
La paciencia es una virtud y la impaciencia un defecto. Como ocurre con las virtudes, requiere práctica. No se reduce a declamarla, es necesario ejercitarla, integrarla al viaje existencial. La maestra en este aprendizaje es la vida, y sus enseñanzas se expresan en las situaciones con las que continuamente nos confronta. No hay atajos que permitan evadir esas circunstancias, aunque nos mintamos a nosotros y entre nosotros haciéndonos creer que sí existen y que se basan en la velocidad y la aceleración. El sacerdote, teólogo y filósofo holandés Henri J. M. Nouwen (1932-1996), entre cuyos libros de profunda espiritualidad se destacan El regreso del hijo pródigo y La voz interior del amor, decía sobre la virtud olvidada: “Una persona que espera es una persona paciente. La palabra paciente quiere decir voluntad de quedarnos donde estamos y vivir la situación hasta el final, con la creencia de que hay algo escondido que se manifestará al final”. Es lo que ocurre con todos los fenómenos de la naturaleza, tanto en el proceso de la semilla que se convierte en planta, como en la gestación de una vida, en la preparación de una lluvia, en el ciclo de las estaciones, etcétera. “Adopta el paso de la naturaleza: su secreto es la paciencia”, aconsejaba el poeta y filósofo Ralph Waldo Emerson (1803-1882), quien cuenta en Walden su propio retiro de la vida mundana para instalarse en el bosque y quien, dicho sea de paso, proponía la desobediencia civil (que él practicó) ante la arbitrariedad de los gobernantes.
No solo la paciencia da finalmente sus frutos. También los da la impaciencia, y la ansiedad es el más visible y extendido. Otro, relacionado con lo anterior y tan grave como él, es la alienación. La ansiedad es la obsesión por llegar sin viajar, por saltearse los procesos, por eliminar el tiempo y concentrar la vida entera en un instante. Y la alienación, producto de aquella, es el fenómeno por el cual nuestra mente se disocia de nuestro cuerpo (que no la puede seguir en su velocidad y ansiedad desquiciadas) y terminamos por no reconocernos a nosotros mismos, a fragmentarnos, a deshabitarnos psíquicamente. En El quehacer de la paciencia, una columna de opinión de 2008, ya convertida en clásico, el pensador y actual Defensor del Pueblo español Ángel Gabilondo escribía: “La paciencia no lo da todo por ya prefigurado o clausurado, aprisionado por la expectativa. Desestima el apresuramiento. Y la pasividad. Es compatible con el elegir, con el preferir. (…) Demorarse en algo, permanecer en ello, deambular por sus aristas y laderas y saber convivir con el asunto es compartir la propia paciencia de la cosa. Ella se configura poco a poco. Como la vida, que tanto viene como se va”. Un recordatorio esencial para estos días y para este país.