Más que valores. Ricos, famosos y vacíos
¿Qué relación existe entre los valores que decimos priorizar y los que se imponen en la vida real de la sociedad? ¿Se corresponden o marchan por caminos diferentes? Estas preguntas no deberían hacerse a través de encuestas con resultados públicos, sino en el fuero interno e íntimo de cada persona. Las encuestas suelen ser el terreno en el que se dice lo contrario de lo que se hace. Y podría ocurrir que, según ellas, el respeto, la honestidad, la contracción al trabajo, el compromiso, la responsabilidad y la lealtad aparezcan como valores preponderantes, aunque resulte más que difícil encontrarlos como estandartes de la vida social y de las relaciones interpersonales.
Si se observa quiénes son los ricos y famosos que se llevan más centimetraje en noticias y titulares, más tiempo en las pantallas, más menciones en las redes sociales, quiénes son los influencers con más seguidores, a qué se dedican y en qué consiste su influencia, quiénes son los políticos más conocidos y populares y cuáles son los discursos y actitudes conque acceden a esa popularidad, se verá que los valores más mencionados como primordiales en las conversaciones públicas y privadas no son aquellos por los cuales se premia y se presta atención y hasta absolución a los personajes más sonados de la sociedad.
“Concedemos los beneficios de la fama a gentes que no lo merecen y, precisamente, por aquellos rasgos o conductas que no lo merecen, parece que la sociedad no controla bien sus modos de conferir prestigios”, escribía hace un tiempo el filósofo español José Antonio Marina, autor de una vasta obra en la que se destacan títulos como Ética para náufragos, La inteligencia fracasada, La pasión por el poder y Biografía de la inhumanidad. Así es como importa más la fama que el prestigio. Este se vincula con el mérito, con el valor y la trascendencia de lo realizado, mientras aquella se nutre especialmente del espectáculo, del exhibicionismo, de lo que se le ofrece al público para captar su atención, sus likes, sus votos, su consumo. Según Marina, todos disponemos de tres tipos de voto. El político, por medio del cual elegimos gobernantes y legisladores. El económico, que señala lo que consumimos, tanto en materia de productos, como actividades, medios y espectáculos, determinando así lo que queremos que se produzca masivamente. Y el del prestigio, con el que señalamos, según a quien se lo conferimos, qué tipo de comportamiento fomentamos y estimulamos. “Si lisonjeamos a los sinvergüenzas, nos van a salir sinvergüenzas hasta debajo de las piedras”, sentencia con razón el filósofo.
En una sociedad y una cultura en las que, especialmente a partir de la explosión de las redes sociales, pareciera que nadie está seguro de su propia existencia a menos que una generosa cosecha de me gusta se lo confirme, las personas se convierten a sí mismas en productos y, como tales, se exhiben y promueven sin importar demasiado cómo. Las conductas transgresoras se multiplican, los insultos en redes y pantallas se cruzan caudalosamente, los influencers no reparan en medios para sus fines y usan desde sincericidios hasta falsas filantropías como carnadas para atrapar a seguidores que, angustiados existencialmente por sus propias vidas vacías, se convierten en rendidos adeptos y feligreses, sin importarles demasiado de quiénes y de qué.
Así es como de los deportistas ya no importa su desempeño, los artistas captan atención por sus riñas, divorcios o infidelidades, a los políticos se les perdonan sus corruptelas, y se sigue a personajes cuya única especialidad es llamar la atención como sea para dirigirla luego a la publicidad de marcas y productos. En este punto el estado moral de la sociedad podría determinarse según la siguiente consigna: dime cuál es tu influencer, tu rico, tu famoso, y te diré cuáles son de veras tus valores.