Adiós a un flâneur porteño: la Buenos Aires under ilustrada se quedó sin un referente singular, empapado en literatura y especialista en relojes de lujo
Con la partida de Carlos Álvarez Insúa, en enero último, se pierde a un apasionado por las charlas que “perteneció a una estirpe en vías de extinción”
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Fue con Bel al espectáculo del coreógrafo Pablo Rotemberg, asistió al festejo de la premiación de Kaidú, la novela de su amiga Paula Pérez Alonso, habló conmigo sobre el legado de Vivienne Westwood (también hablamos del país, y de nuestra hermosa hija Catalina, y de por qué Rosalía era la vanguardia). Se lo veía flaco, algo deteriorado, pero obligaba a cambiar de tema cuando se le insistía con que fuera al médico, por primera vez en sus 67 años recién cumplidos. Así, sin saber, sin contar, fiel a la lógica de sus propias fobias se fue a principios de enero Carlos Álvarez Insúa. Para los amigos, Arlie, el artista multifacético, y si no cómo definirlo, que también se había dado el lujo caprichoso de elegir cómo vivir: fuera de toda norma. Hay algo de elegancia clamorosa en ese gesto, una elección que evitó someter a otros a la agonía de las preocupaciones y los cuidados, por parte de una figura tan singular –esa palabra que le encantaba–, que nadie podía imaginar enfermo, mucho menos viejo.
Dos novelas de culto, artefactos extraños, extraordinarios, y otra –Lobo blanco– que se publicará de manera póstuma, dan cuenta de su brillo extravagante. Perteneciente a una estirpe sembrada en el under porteño ilustrado, de la Galería del Este, de la poesía de Perlongher y su amigo entrañable, Federico Manuel Peralta Ramos. De la influencia bestial de Osvaldo Lamborghini, Sarduy, su amado Burroughs, Raymond Roussel, Machen, Bataille, Blanchot, Guattari, Copi.
Fue periodista, editor, dueño abstemio de un bar punk que duró lo que pudo, de razzia en razzia. Fotógrafo obsesivo y coleccionista apasionado: de lapiceras, de películas de terror, de relojes, de cámaras analógicas. Maquinitas que atesoraba, analizaba y acumulaba con compulsión de entomólogo. Armó su última casa en torno de una vitrina para exhibir sus cámaras, como un objeto estético que dominaba la sala, y acaso protegerlas de su gata, Lady Gaga; una casa adentro de otra.
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Por épocas rico, por otras rigurosamente pobre, hijo único de una irlandesa que nunca terminó de aprender castellano y que le dio el apodo, Arlie, y un hombre de negocios tan excéntrico como oscuro (el violento Señor de su primera novela), Insúa hizo de los amigos una familia. Todos piezas únicas como él: Federico Manuel, Mario Trejo, Patán Ragendorfer, Esteban Tuero, Alejandro Manara, Pérez Alonso, Hoby De Fino, Flavia Soldano, Facundo de Zuviría, Pablo Dreizik, Daniel Berdichevsky y el grupo de los más jóvenes, como el fotógrafo Nico Abuaf y Bel Eiff, Steph d’Ésperies, Carola Gliksberg o la coreógrafa Cecilia Bengolea, por la que sentía total devoción, entre tantos otros.
“Carlos Álvarez Insúa perteneció a una estirpe en vías de extinción –dice el escritor Alejandro Manara–. Enamorado de la delicadeza y de la sordidez, publicó muy poco. Lector y tomador de notas mentales, antes que nada, su interés giraba tal vez alrededor de alguien como Michel Leiris, en la literatura considerada como una tauromaquia. Últimamente, estaba al acecho de una foto que a veces lo eludía”.
En 1999, cuando no estaban de moda las editoriales independientes ni había FED ni Instagram, la editorial Beatriz Viterbo publicó su doble nouvelle Señor/Triste como mi país. Un experimento de deconstrucción autobiográfico que permite admirar la seriedad con la que se tomaba la literatura. La empezó a escribir, sobre cuadernitos Liberty, en los cafés, a mediados de los 80. Y permaneció, ya definitivamente terminada, en un cajón desde 1993. El primer texto, “Señor”, está dedicado a la memoria de su padre; el segundo, a la de José Bianco, “que nos reveló la gracia de las novelas breves”. Algunos años después, Corte argentino terminó de demostrar su talento como escritor capaz de llevar la narrativa a territorios impensados, con un oído finísimo para las voces.
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Insúa era un apasionado por el pensamiento y las ideas. Se le ocurrían decenas en cada charla, y así nos descubría que podía pensarse de otra manera, que no todas las ideas están hechas para ser convertidas en algo productivo, que están vivas se hagan o no. Que su brillo es, a veces, materia para el arte de la conversación, que al final es lo que da sentido a nuestro paso por este lugar, lo que lo embellece. Nico Abuaf recuerda que uno de sus proyectos truncos que habían pensado juntos era el Catálogo Imperfecto de Buenos Aires: “cada uno registraba y después compartíamos y discutíamos en El coleccionista, frente a Parque Rivadavia. Si recién se había levantado, tenía hambre y ese día no estaba Perla para cocinarle algo, lo encontraba en la Posta de Achával, incólume”.
Especie y término en extinción: un fino, ahora que la grosería se premia, celebrada como signo inequívoco de conexión, como si solo hubiera una forma –una forma buena, legitimada–, de acercarse a lo popular. “Arlie era un lector extraordinario –dice Pérez Alonso–. Toda expresión de la cultura le interesaba gracias a su curiosidad vital: la concebía como ese cuerpo dinámico en el que cabe todo, en constante devenir. No hay alta, baja, popular, marginal, todo era parte de un magma amplio que auscultaba con rigor crítico. No conocí a alguien con esta apertura e irreverencia. Cruzaba la literatura y el cine con la filosofía y también era un gran lector de policiales; las notas fabulosas que hizo para las revistas que creó, como La piel suave o TWG, muestran el eclecticismo de su estética y un pensamiento propio que no admitía la facilidad de la repetición ni la falta de pasión. Tenía una capacidad fabulosa para ver y captar líneas subterráneas en el quehacer de los otros, un gesto de afecto. La risa y lo monstruoso (entre Nietzsche y Bataille), y su pudor de pornógrafo, siempre presentes en nuestras conversaciones. Podríamos hacer una síntesis de Insu en la frase de Valéry: ‘Lo más profundo es la piel’. Un privilegio haber sido su amiga”.
Insúa era pura excepción. Iba a contrapelo de la marcha general. Siempre tenía tiempo para esas charlas de café (corto, ristretto) o la Coca light (con hielo), en la mesa de La Rambla o el Florida Garden, o del café secreto de la calle Arroyo, o el de la esquina de Directorio, en Caballito; todos se convertían, más pronto que tarde, en su segunda casa. O en el teléfono, a cualquier hora. Estaba siempre al día, vibrando con lo nuevo. En cine, en literatura, en danza y en moda, otra de sus pasiones. Vestía de traje a medida con corbatas exclusivamente Hermès; por supuesto, las coleccionaba. También llevaba con gracia personal chupines y zapatillas, todo elegido por su ojo de gran entendedor y observador esteta.
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Paren los relojes
De alguna manera virtuosa, se las había ingeniado para sobrevivir al margen. De horarios y relaciones de dependencia. De la necesidad. ¿Queda todavía gente así? Con Insúa se va uno de los últimos flâneurs porteños. Uno que se fascinaba, pero nunca se encandilaba: el verdadero flâneur. Noble sin título de una ciudad que ya lo extraña. “Hace unos días empezó para mí una nueva Buenos Aires –continúa Abuaf–. Esta ciudad donde aprendí lo que pude de la persona con mayor refinamiento intelectual que conocí, hoy atraviesa un período de latencia. ¿Qué pasa con los soportes geográficos y los relatos que de ellos emergen cuando desaparece un protagonista semejante? El arte de conversar está en franca extinción. Y tuvimos la fortuna de recuperarlo con Carlos. Las conversaciones con él vinculaban las casas, ateliers, talleres, bares, pubs, cafés, boliches, palacetes y museos con la misma agudeza. Somos un grupo que conoció lo que pasaba en Buenos Aires de primera mano gracias a ese cronista social. Y cada uno de nosotros encontró en él reemplazos afectivos, privados, que con la excusa del café y la charla se consumaban. Él nunca mencionaba este detalle, pero bien lo sabía”.
Vivió de su capacidad para inventar aventuras, que siempre dieron oportunidades a otros. ¿A quién más se le hubiera ocurrido hacer una revista de lujo, de nicho, de relojes carísimos, en la Argentina? The Watch Gallery Magazine se convirtió en una referencia y en un alien editorial en el que confluían la edición más bella y ambiciosa con textos que debían ser de relojes, pero terminaban siendo tratados de filosofía, teoría de las artes, evocaciones y citas poéticas, entrevistas memorables y portfolios dedicados a la obra de fotógrafos y artistas visuales, además de las páginas ilustradas por grandes dibujantes para acompañar relatos de escritores diversos.
“Entre los temas sobre los que dilapidamos tantos cafés, Carlos prefería el de la relación entre la literatura y el concepto de tiempo –dice Pablo Dreizik, docente de filosofía (UBA) y ensayista–. Sobre la literatura podía desplagar un repertorio deslumbrante de citas y conexiones inesperadas; al tema del tiempo le había dedicado una publicación-revista cuyo motivo central eran los relojes, y que era, además, uno de sus medios de vida. Una vez, creo que en el bar de Posadas y Ayacucho, ensayamos juntos una contestación posible al anticipar la muerte propia de Heidegger vía un argumento de Groucho Marx, cuando le tomaba el pulso a un enfermo: ‘O este hombre ha muerto o mi reloj se ha parado’. La conversación terminó con la mención del poema de W. H. Auden ‘Paren los relojes’. No puedo dejar de pensar en la trama que la prematura partida de Carlos esboza entre el reloj que se detiene, la muerte y el amor. Ese que el propio Carlos jamás dejó de dispensar a sus amigos”.
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Sabía tanto de relojes que se ganó muy rápido un lugar especial entre los suizos y viajó por todo el mundo (no le gustaba España, sí le gustaba acá). En Ginebra, se hospedaba en el Beau Rivage, donde murió asesinada la emperatriz Sissi, aunque su favorito era el Hotel d’Angleterre. Fue invitado por una marca de relojes a correr Fórmula 3. Resultó tercero en la clasificación de invitados. Amén del miedo a volar que mantuvo en su vida anterior, Jaeger Le Coultre lo invitó a viajar en Zeppelin. Le dijeron que era el vuelo más sereno y seguro del mundo: Insúa lo contaba como su recuerdo de terror en el estado más primitivo.
“Durante la tarde del viernes 8 de julio le pedí por teléfono a Arlie que grabara una columna para mi programa radial –cuenta Ricardo Patán Ragendorfer–. Y el sábado la puse al aire no sin antes abordar el vínculo que nos unía. Así recalé en el remoto verano de 1983, cuando nos conocimos en el Florida Garden por intermedio del inolvidable Federico Peralta Ramos. Y pasé a evocar nuestra primera epopeya: la inauguración de su boliche punk, que él había bautizado Broadway Boogie-Woogie, en homenaje al famoso cuadro de Mondrian; un emprendimiento que se desplomó diez días después a raíz de múltiples –y disparatadas– desavenencias con los vecinos y la policía. También hablé de nuestra segunda epopeya: la revista erótica Piel Suave, un típico producto del destape de los 80, en cuyas páginas convivían chicas ligeras de ropa con artículos sobre Ezra Pound, Proust y Bioy Casares, además de ser el primer medio vernáculo en el que escribí luego de regresar del exilio en México. Pero tampoco duró demasiado. Lo que sí sobrevivió a las arenas del tiempo –dije ante el micrófono– fue nuestro afecto; un sentimiento que se prolongaría a través de una interminable sucesión de hechos y circunstancias. Claro que estaba lejos de suponer que, en realidad, esa era nuestra despedida. El 10 de enero, la noticia de su partida cayó sobre mí con el mismo peso que el de una gigantesca roca en el océano”.
La entrevista con Bioy contenía una anécdota genial, porque cuando Insúa llegó a la casa de Posadas, con su libreta en mano llena de preguntas, caía agua a través de unas filtraciones en el techo. Bioy Casares observaba cómo las gotas iban a dar a una bacinica de cobre, colonial, una antigüedad soberbia que habían colocado para atajarlas. Y reflexionaba, junto con Insúa, acerca de qué era más ordinario, si contener las goteras de esa forma o mandar a repararlas.
Después de un tiempo alejado, volvió a Plaza San Martín. Pero solo quedaban los fantasmas de una vieja efervescencia, despojos de una vanguardia. De todas formas, aún sintiéndose quizá desamparado, conectó con sus antenas siempre curiosas, las sombras del viejo carnaval, porfiadas, escondidas en alguna vereda, negándose a desaparecer del todo.
El escritor y performer Esteban Feune de Colombi envía un mensaje en tránsito entre Uruguay y el campo catalán. Lleva por título Pronto café. “’Tenés que conocer a Carlos’, me dijo Hoby de Fino. Elipsis. ‘Ah, bueno, te hizo el libro’, me dijo Hoby de Fino. Habían pasado dos años. El libro se llama Del infinito al bife y va sobre Federico Manuel Peralta Ramos, que Carlos había conocido bien y adoraba. Entre la maraña proteica de testimonios, los suyos son dardos de rara destreza, cápsulas de una memoria prodigiosa: ojo para el detalle, detalle para el ojo. Hablaba como si estuviera escribiendo, y eso es siempre una protección, pero también un regalo para quien para la oreja (¡y para quien desgraba!). Lo sentí raudamente cercano y generoso, con la estirpe de los grandes y una pizca del porteño melancólico. Nos fuimos siguiendo el surco en mensajes de WhatsApp que ahora recorro anonadado. En uno, bastante reciente, pone: “Pronto café”. Me quedo con ese, promesa dulce y eterna”.
En el último tiempo, hurgaba en las implicancias de recuperar el lenguaje analógico. Le interesaba el efecto de esa imagen en el presente digitalizado, así como la música de un disco de vinilo interviene en el sonido de época hecho de algoritmos. Quería hacer un programa de televisión sobre fotografía, Planeta analógico. “La fotografía es, acaso, uno de las sistemas de representación más consumados por el sujeto contemporáneo, ya sea desde cámaras, tabletas o teléfonos –escribió Insúa para la presentación–. La captura de los asuntos del presente ha devenido hábito, las imágenes circulan y los registros se confunden: el recuerdo de un afecto, el arte, la captura de un momento, el encuentro con el ídolo, lo inesperado, la construcción de una imagen pública, la presentación profesional, el relevamiento del transcurso de la historia y los instantes que atrapan transformaciones”.
“Me parece que fuimos amigos desde siempre, y creo que su amistad me llevó a sus temas, siempre con ese humor tan rápido y tan inteligente –dice Facundo de Zuviría–. Entre otras cosas, me contagió su pasión por la relojería, que me llevó a acompañarlo en un extraordinario viaje a Suiza: Carlos tenía terror de volar y ese era su primer vuelo, que estuvo movido al sobrevolar una tormenta en los Alpes. Después, no paró de subirse a aviones, hacia donde lo llevaba su conocimiento de la relojería. Y creo que yo, a la vez, algo tuve que ver en su último amor, la fotografía, que encaró con esa pasión desmedida, tan suya. No tengo un solo recuerdo que no sea lindo y festivo. Todo era humor, agudeza, cultura”.
La escritora y psicoanalista Flavia Soldano cuenta que durante un tiempo habían establecido una rutina de los sábados: día de encuentro para conversar. “Tuve el privilegio de la amistad con Insúa; fue y es un lazo excepcional. Una relación única tramada en la extrañeza, en el inesperado detalle sobre el cual se sostiene el mundo. Insúa y su lente perforador de la realidad; Insúa y su aguda mirada de halcón. La amistad fundada en escorzo se sostiene más acá de la ausencia, de ‘la distancia infinita, esa separación fundamental a partir de lo cual lo que separa se convierte en relación’ (cito a su amado Blanchot)”.
Casi como homenaje mutuo, entre él y su ciudad, queda su mirada. El trabajo en la fotografía callejera, su empecinada última tarea. Patentó la selfie desde abajo, la que todas las influencers evitan. Y los ángulos desfavorables entre vasos y botellas en la mesa. Cambiando lentes y enfoques, encontró escenas únicas, de grito o silencio, que alcanzaron a configurar algo del alma porteña. Una señora que pasa y lo descubre, un ramo de lirios, un vecino solo en el café, en una tarde de lluvia, un perro que va a la peluquería. Parece que todo el mundo posara para él. Y entre todas esas imágenes bressonianas, en color o en un blanco y negro capaz de descubrir asombrosas gamas de grises, irrumpe de pronto su reflejo, su propia imagen. Autorretratos con un ojo tapado por el visor, concentrado en algo que, como esa fuerza que de pronto se lo llevó, pertenece ya a otro de sus misterios.
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