Pequeñas localidades del país se adaptan a la llegada de cada vez más gente en busca de una vida menos frenética; desafíos y nuevas demandas
Entre todas las cosas que frenó el Covid-19, quizás una de las menos advertidas fue la decimoprimera edición del censo nacional, originalmente planificada para 2020. Lo curioso es que fue la propia pandemia la que aceleró de manera inédita un fenómeno que solo un censo podría describir con datos acabados y precisos, pero que, así y todo, ya se advierte en toda su potencia. Quienes lo observan y estudian hablan de un cambio de paradigma. Quienes lo protagonizan se expresan más o menos en estos términos: “Estoy harto de esta ciudad, me voy a vivir al verde”. Y la mayoría de los que escuchan un anuncio de este tipo –por parte de amigos, familiares o colegas– fantasean en mayor o menor medida, pero nunca indiferentes, con seguir los mismos pasos.
No se trata de un fenómeno exclusivo de la Argentina. De hecho, son París y Nueva York, otrora las ciudades más codiciadas del mundo, las que sufrieron los éxodos más resonantes. Solo de marzo a octubre de 2020, la oficina de Correo Postal de Nueva York recibió unas 300.000 solicitudes de cambio de dirección, al tiempo que diarios como The Wall Street Journal y The Washington Post declararon una tendencia generalizada entre los estadounidenses a abandonar las grandes ciudades para “volver a casa”, es decir, a sus pueblos natales. Del otro lado del Atlántico, según un informe de junio último de la cadena de noticias France 24, “millones de parisinos armaron las valijas” en los últimos años para relocalizarse en lugares como Lyon y Burdeos, o incluso en aldeas rurales de la Francia profunda.
Las grandes urbes, claro está, no quedaron vacías, pero lo que sí parece haberse esfumado para siempre es su antigua condición de meca-paraíso, de epicentro inigualable. Ni Nueva York ni París ni Buenos Aires son ya el lugar donde todos quieren estar. “La ciudad, hasta ahora, había sido el gran exponente de la modernización y la innovación. Desde fines del siglo 18, pero fundamentalmente en los siglos 19 y 20, representó la promesa de progreso, de desarrollo, de mejores condiciones de vida, de ascenso social. Pero lo que pasó en la práctica –y quedó cada vez más en evidencia con el paso del tiempo– es que esa promesa no se cumple en poblaciones cada vez más grandes”, reflexiona Alejandro Casalis, docente e investigador del área Estado y Políticas Públicas de FLACSO y coordinador académico del Diploma Superior en Desarrollo Local, Territorial y Economía Social de la misma facultad.
“Hay también otro componente, más en el plano de lo individual, que tiene que ver con un renovado sentido de realización que manifiestan las personas. La vida en las grandes ciudades dejó de ser un objetivo en pos de esa realización personal y, en cambio, aparecen insatisfacciones producto de esa urbanidad. La ciudad grande no es fácil: los gastos no son sencillos de cubrir y la movilidad es un problema grave. Esto se suma a una toma de conciencia de que el sentido de la vida pasa por otro lado y, en consecuencia, la gente empieza a buscar alternativas”, completa Casalis.
El Covid-19 no hizo más que propulsar y amplificar una tendencia que ya estaba en marcha: el espacio público se volvió más hostil que nunca y quedaron en evidencia todas las carencias del espacio privado pero, sobre todo, lo antinatural que le resulta al ser humano vivir en una torre, a veces sin salir en todo el día, ni siquiera para ir a buscar comida. Así lo explica Facundo López Binaghi, arquitecto que trabaja en el Ministerio de Desarrollo Territorial y Hábitat de la Nación y miembro del Movimiento Arraigo: “Nos vendieron que las ciudades eran el lugar donde las cosas funcionan y todo se puede dar pero, con las estadísticas en mano, nos dimos cuenta de que la pandemia era una cuestión de urbanidad. Y todo esto se sumó a un cambio de paradigma anterior en el consumo, impulsado por ideas como el cooperativismo, la economía social y solidaria, la elaboración propia de los alimentos, el movimiento orgánico, la promoción de cadenas cortas de producción y la trazabilidad; todas estas cosas nos hicieron mirar por fuera de los límites de la ciudad”.
La posibilidad del trabajo remoto, esa bendición/maldición que también trajo la pandemia, terminó de generar el caldo de cultivo para que quienes anhelaban otro estilo de vida se animaran a ir por él sin arriesgar su seguridad económica ni su carrera profesional. De repente, el sueño que parecía imposible, impracticable o como mínimo irresponsable se hizo realidad. Sin embargo, ahí donde parece haber un final feliz se esconde el inicio de otra historia, menos idílica y más compleja, pero con el potencial de transformar para siempre lo que entendemos por vida de calidad.
El impacto de los sueños
¿Qué les sucede a esas localidades más pequeñas cuando, casi de un día para otro, tienen que afrontar los múltiples desafíos que conlleva que su población se incremente de manera vertiginosa? ¿Cómo lidian con las nuevas demandas de empleo, infraestructura, servicios, salud, educación, movilidad y hasta eso que se ha vuelto tan básico como respirar (y aún así cuesta tanto encontrar): una buena conexión wifi? Pero, sobre todo, ¿cómo lograr que residentes antiguos y nuevos, dos grupos tan disímiles entre sí, conformen una única e integrada comunidad?
Paola Forcada, presidenta comunal de Arequito, en la provincia de Santa Fe, es una de los tantos dirigentes del Interior a los que les toca hacerse estas preguntas, para diseñar e implementar políticas públicas que apunten a un desarrollo armónico. A 85 kilómetros de Rosario, Arequito –reconocida como la capital nacional de la soja, pero quizá más famosa todavía por ser el pueblo natal de Soledad La Sole Pastorutti– contaba con 6800 habitantes según el último censo nacional de 2010. “Hoy debemos estar entre los 7200 y 7500, pero la curva poblacional sigue mostrando que tenemos mayoría de personas de edad avanzada. Aún nos pasa que los jóvenes migran a Rosario u otras ciudades para estudiar una carrera universitaria y, al recibirse, no regresan. Pero ahora también vemos que algunos deciden volver, por lo general porque han armado una familia y buscan, sobre todo, tranquilidad y seguridad”, explica la líder de la comuna.
En donde ella sí observa una movida consolidada es en los pueblos chicos más cercanos a Rosario, aunque Forcada considera que es cuestión de tiempo para que Arequito sea parte del “efecto dominó de migración”. Por eso, viene trabajando para evitar una “realidad desmadrada” a futuro: “Tenemos una ordenanza de planificación urbana que ya tiene 15 años y estamos en proceso de actualizarla, no solo porque la sociedad es otra y tiene nuevas demandas, sino también porque muchas cuestiones de infraestructura han cambiado. Es importante que, cuando crezcamos, lo hagamos de manera ordenada”.
Forcada reconoce que las pequeñas ciudades como la suya tienen el deseo y desafío de atraer a nuevos pobladores, pero considera igual de crucial evaluar, por ejemplo, qué impacto tendría que un country se instalara a tres kilómetros del pueblo, ya que eso podría generar problemas como sectores vacíos y desaprovechados entre el viejo centro y el nuevo barrio, la extensión forzosa de obras de infraestructura para brindar agua y luz (con el inevitable encarecimiento de las tarifas para toda la comunidad) y el impacto en la eficiencia de otros servicios públicos tan esenciales como, por ejemplo, la recolección de residuos. “Nuestro objetivo al anticiparnos es resguardar la salud, la seguridad y, sobre todo, el cuidado del medio ambiente”, concluye.
Como parte de estos esfuerzos, Arequito forma parte –junto a otras 225 localidades en el país– de la Red Argentina de Municipios frente al Cambio Climático (RAMCC), que promueve iniciativas como la adopción de fuentes renovables de energía (a través de paneles solares, microturbinas para generar electricidad en pequeños ríos e incluso equipamiento para climatizar vía geotermia) y, más recientemente, la creación de un fideicomiso por el cual estos municipios compran en conjunto tecnología verde a precios accesibles.
El aumento de la población tiene un impacto directo en la calidad ambiental, pero Ricardo Bertolino, director ejecutivo de la RAMCC, también observa que una gestión inteligente de los desafíos que trae aparejados el cambio climático puede potenciar esa inmigración que la mayoría de los pueblos necesitan para no desaparecer. “La migración interna va a existir si hay trabajo. Para eso, hay que repensar el modo de producción en las pequeñas localidades. Se calcula que el 50% de los empleos del futuro todavía no se ha creado y, sin dudas, los empleos verdes serán determinantes. Así las cosas, tenemos una oportunidad enorme para, por ejemplo, producir alimentos que se exporten por su condición de haber sido elaborados con bajas emisiones de carbono. No solo en la Argentina sino en todo el mundo, los sectores que más emiten son la agricultura y la ganadería, así que hay mucho por hacer en el Interior”.
Pero, para que un pueblo se vuelva genuinamente atractivo, también debe ofrecer una perspectiva laboral por fuera del mundo del campo. Esta es parte de la estrategia de Es Vicis, la ONG suizo-argentina que impulsa Bienvenidos a mi Pueblo, un programa de repoblación sostenible y planificada. Después de una primera y exitosa experiencia piloto en Colonia Belgrano (una localidad santafesina de 1300 habitantes que en solo un año pudo incrementar su población en 10%), la fundación anunció en mayo pasado una nueva edición del programa, esta vez con cinco pueblos interesados en atraer jóvenes y familias.
Cintia Jaime, cofundadora de la ONG, explica su enfoque: “Muchas comunidades están trabadas porque no son conscientes de cuál es su potencial. Les falta hablar en positivo y tener visión. Pueden identificar aquello de lo que carecen, pero no logran traducirlo a oportunidades de negocio. En Colonia Belgrano, tres años después de nuestra experiencia, había 23 nuevos negocios, el empleo creció un 15% y los nuevos loteos para construir casas aumentaron un 700%. Se instalaron con sus familias un plomero, un electricista, un peluquero y otros profesionales que antes el pueblo no tenía; a todos ellos, los acompañamos con capacitaciones en emprendedorismo. Incluso se terminaron fundando cinco pymes textiles, una de las cuales logró comercializar a nivel nacional, con todo el dinamismo económico y la demanda de mano de obra que eso genera”.
La prueba piloto de Colonia Belgrano también hizo fuerte hincapié en mapear la infraestructura y las condiciones habitacionales del lugar, además de mejorar su conectividad. Así, se pudo ofrecer un crédito hipotecario con tasa subsidiada a las nuevas familias radicadas, y el 100% de ellas ayudó en la construcción de su nuevo hogar. “Planificamos y llevamos adelante una primera repoblación con 20 familias, pero la verdad es que originalmente tuvimos más de 20.000 solicitudes. Y ahora, con la pandemia, se triplicó la cantidad de personas que nos contactan porque quieren salir de las ciudades donde viven. Muchos hacen home office y tienen esa posibilidad, pero también son jubilados o comerciantes que ya saben que sus negocios no volverán a ser rentables”, admite Jaime.
El trabajo de Es Vicis se apoya fuertemente en herramientas técnicas, pero estas se combinan con una mirada profundamente sociológica. Por eso, la cofundadora de la ONG desconfía de incentivos del estilo “compre una casa antigua por un euro en una región perdida de Italia” (un anuncio que, por cierto, siempre logró estar entre las notas más leídas de los portales de noticias argentinos). “Cuando arrancamos, hicimos un estudio de mercado de tipos de repoblación y vimos cómo se resolvía (o no) la cuestión del exilio en casos de todo el mundo. Miles de personas deben haberse anotado para comprar una casa en, por ejemplo, Molise, a 250 kilómetros de Roma. Pero, ¿estaba preparado Molise para esa afluencia, para abastecer a los nuevos habitantes en todas sus necesidades? ¿Había trabajo, escuelas, hospitales, conectividad? Y, sobre todo, esos recién llegados: ¿qué hicieron una vez que se instalaron allá?, ¿cómo manejaron la cuestión social?, ¿se sintieron cómodos? Sé de muchas personas que no tuvieron una buena experiencia. Hay temas de infraestructura, pero lo social termina siendo lo determinante: si el recién llegado siente que es bienvenido, se va a sentir como en su casa. Alguien tiene que abrir esa puerta”.
Buenos vecinos
Bienvenida, trabajo y vivienda son las tres patas indispensables de Es Vicis para que la experiencia funcione y no se terminen generando comunidades contrapuestas. Aunque parezca la más sencilla, muchas veces es la primera la que más tambalea. Es que, a fin de cuentas, lo que sucede es un choque de estilos de vida, de cosmovisiones y de culturas. “La bienvenida tiene que ser un proceso de integración entre vecinos antiguos y nuevos. Estos últimos tienen que embeberse de la cultura local para no ser tildados de invasores y, a su vez, los residentes originales deben aprender a valorar qué traen de bueno esos otros”, afirma Jaime.
Alejandro Casalis coincide y profundiza: “Quienes migran, lo hacen buscando un estilo de vida más tranquilo, el acceso cercano a la naturaleza, la seguridad y tranquilidad, y la posibilidad de proyectar una vida personal y sobre todo familiar de mayor calidad. Pero, a su vez, la dinámica local tiene otro tiempo, otra cadencia. Los que llegan tienen un acelere y unas expectativas que, a veces, no cuadran. En los lugareños, hay que trabajar la incomodidad o directamente el rechazo que pueden tener hacia los recién llegados. Esto necesita de políticas públicas, pero también de organizaciones de la sociedad civil que puedan hacer esa sensibilización de que el que llega trae un trabajo, un conocimiento, un aporte que será bueno para el lugar. Y, del lado del que se muda, hay que hacerle entender que la idea es que sea un ciudadano y no un habitante anónimo. La ciudadanía supone un sentido compartido y una adaptación”.
Facundo López Binaghi, oriundo de Tres Arroyos, estudió estas problemáticas en pueblos de toda la provincia de Buenos Aires. “El Interior viene perdiendo población, principalmente por falta de oportunidades de trabajo, ya que el campo cada vez requiere menos gente, y por falta de educación, en especial la secundaria, hace por lo menos 50 años. Pero la pandemia es una ventana de oportunidad para políticas públicas que puedan aprovechar ese deseo o necesidad de mucha gente de migrar a localidades más pequeñas”, remarca. No obstante, subraya la necesidad de romper varios prejuicios, de unos y otros. “Para empezar, nadie llega a un pueblo fantasma ni congelado en el tiempo: ya hay personas viviendo ahí, con sus dinámicas y vínculos particulares. Y, también, con un imaginario colectivo que, por lo general, incluye la idea de que los que vienen de la ciudad son peligrosos, porque ven el noticiero y las historias que les llegan de la capital son las de robos y asesinatos. Entonces, dicen: ‘Queremos que venga gente, pero no cualquiera, y se tiene que adaptar a nuestras reglas’. Así que el primer desafío es generar una mediación. Ahí lo que funciona mucho es el fortalecimiento de las propias instituciones: volver a darles vida al club, al teatro, a la cooperativa, y lograr que en esos espacios haya una coparticipación”.
Se trata, en definitiva, de buscar entre todos una nueva manera de vivir, de ser comunidad. Un desafío que, así expresado, parece sencillo, pero se trata de una tarea titánica, ya sea que se trate de un lugar con diez, cien, mil o cientos de miles de habitantes. Jaime remata: “En el ideal, todos nos amalgamamos y tomamos lo mejor del otro. Si viene gente que trae el uso de la tecnología, un network más amplio, una mayor vida cultural, el habitante original lo toma y, sobre todo, lo valora. Por su parte, el que llega valora y agradece que le devolvieron la siesta, el tiempo para estar con sus hijos, estar cerca de la naturaleza día a día. Pero, además, en ese ideal, ambos se sientan a dialogar y piensan en conjunto cómo van a cuidar todo eso y cómo van a colaborar en el desarrollo de su pueblo, pero poniéndose de acuerdo en que nadie quiere que se termine híperurbanizando. Ese es el germen del compromiso social”. Recién ahí, entonces, uno puede soñar con alcanzar lo mejor de los dos mundos y crear un nuevo paraíso.