Claudia y Marcelo eran psicólogos, Mauro había estudiado administración de empresas; hoy dirigen un imperio, Café Martínez, que en marzo de este año cumplió 90 años de historia
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Atilano Martínez llegó a Buenos Aires en 1927. Sus nietos aseguran que vio venir la Guerra Civil española. Y que por eso se fue. Ya conocía el horror: a los 14 años había sido reclutado y enviado al norte de Marruecos para combatir la sublevación de las tribus locales, en lo que se llamó la Guerra del Rif.
Su historia repite la de muchos inmigrantes. Llegó a la Argentina atraído por la leyenda de un país donde parecía que había oportunidades para todos. Vino a hacerse “la América”. Todo su capital era su capacidad de trabajo, ilimitada. Sus nietos recuerdan que tenía la mano levemente deformada. “Como si estuviese agarrando algo”, precisan. Semejante alteración era producto de sus años trabajando en las minas de carbón. Empezó a los 7 y recién soltó el pico a los 14, cuando se lo cambiaron por un fusil.
Tenía una personalidad guerrera y resiliente. Nació el 5 de abril de 1900 en el pueblo de Armada, cerca del Parque Natural Las Ubiñas-La Mesa, en España. Se definía como un asturiano “bien asturiano”. Le gustaba repetir que Asturias era la única región de España que no fue invadida. Como reza el dicho popular: “Asturias es España y lo demás, tierra conquistada”.
Se radicó en el centro porteño. Creyó que la distancia apagaría definitivamente el alboroto familiar que produjo la noticia de su romance con su prima Justa, de 15 años. Poco antes de abordar, recién casados, tiraron juntos la última bomba: les comunicaron a sus padres que estaban esperando un hijo. No llegaron a escuchar los llantos y reproches, pusieron un océano de por medio.
Atilano consiguió trabajo. Durante sus primeros años en el país, fue casero y albañil. Nunca perdió de vista su objetivo: darle el mejor presente y futuro a su familia. Semejante obstinación lo llevaría, algunos años después, a poner la piedra fundamental de un imperio que hoy tiene 215 locales en todo el país.
Sus tres nietos, Claudia (66), Mauro (60) y Marcelo (58), conocen la historia de memoria.
-Atilano llegó a la Argentina prácticamente sin dinero, con su mujer embarazada... No debe haber tenido un comienzo fácil. ¿Recibió algún tipo de ayuda?
Claudia: -Sí, mucha. Al comienzo, mis abuelos se apoyaron mucho en la comunidad asturiana. Se acercaron a los amigos que habían llegado antes, y ellos les daban trabajo. El primer trabajo de Atilano fue como casero en una quinta, porque necesitaba la vivienda. Mientras tanto, hizo algunos trabajos como albañil. El problema es que, un día, en el jardín de la casa, el perro ovejero alemán de los dueños de la quinta lo atacó y le mordió la mano. Le lesionó el tendón y desde entonces no pudo volver a trabajar en la construcción, que era lo que solía hacer. Para colmo, era la mano que ya tenía deformada. Pero la ayuda volvió a aparecer: “Don Torres”, un asturiano dueño de “Casa Torres”, una tienda de café, le ofreció trabajar en el mostrador de su local.
-Así, finalmente, conoció el café.
Claudia: -Conoció el café y no paró. Empezó atendiendo al público, después lo hicieron cajero. Al mismo tiempo, de a poco, se empezó a armar su propio negocio. Le compraba café molido al señor Torres y salía, en bicicleta, a venderlo a cada uno de los bares de la zona.
El primer local y “el convidado”
Una vez que Atilano ahorró lo suficiente, abrió su propia tienda de café en la calle México. Compraba los granos, los tostaba como le había enseñado el señor Torres, y los vendía. Así armó su clientela. El paso siguiente fue abrir un local más grande en el centro porteño. Compró un terreno ubicado en la calle Talcahuano al 948, frente a la pizzería El Cuartito, y construyó allí su hogar “con local al frente”. En esa dirección (donde aún hoy hay una tienda de “Café Martínez” con un cartel que dice “desde 1933″), Atilano y Justa vivían, tostaban café y lo vendían en todos los formatos que conocía: en granos, molido y también servido en pocillo.
Regentaban el local juntos. Instauraron una costumbre que fue bien recibida por sus clientes: ‘El convidado’. Se trataba, en realidad, de un acto de marketing que consistía en hacerle probar las nuevas variantes de café a cada cliente que entraba a su negocio.
“La gente, sobre todo los asturianos y gallegos, les llenaban el local. A su café le decían ‘el café de Martínez’. Por eso, cuando Atilano y Justa decidieron ponerle un nombre a su negocio, mandaron a hacer un cartel gigante que decía: ‘Casa Martínez: cafés, tés & afines’”, cuentan los nietos. Sin embargo, cuando todo parecía encaminado, una tragedia lo dejó prácticamente sin nada.
Un incendio arrasó con el local y su hogar. No quedó nada en pie. Atilano y Justa, destrozados, vendieron el terreno a una constructora que quería levantar un edificio de varios pisos sobre las cenizas de Casa Martínez. La negociación no resultó sencilla. La oferta económica era buena, pero Atilano se sentía emocionalmente atado a ese pedazo de Buenos Aires. Finalmente, llegaron a un acuerdo: la constructora le ofreció un local en la planta baja donde Atilano y Justa podrían darle una segunda vida a su ‘Casa Martínez’.
“Nos acordamos muy bien de él”
En 1931, Atilano y Justa tuvieron una segunda hija, Olga, quien luego les daría tres nietos: Claudia, Mauro y Marcelo. Ella nunca quiso involucrarse demasiado en el negocio del café. “El abuelo prefería que mamá, su única hija, se educara. La llevaban a clases de ballet y de piano... Le daban todas las posibilidades que ellos no habían tenido”, agrega Claudia.
-¿Y ustedes, sus tres nietos, querían involucrarse?
Mauro: -Nosotros, sí. De chiquitos, el abuelo nos llevaba al negocio y nos enseñaba todo sobre el café. Con él aprendimos a distinguir los tipos de granos de acuerdo a su color y su aroma. Ya de chicos podíamos adivinar de qué país venía un grano con solo verlo y olerlo. A veces nos agarraba y nos “hundía” en las bolsas gigantes de café... Para nosotros era como nadar en un pelotero (ríen).
-¿Qué sucedió en 1975, cuando falleció Atilano?
Marcelo: -Mamá y la abuela se quedaron con una parte del local, el 67,5 por ciento. La otra pertenecía a Paulino Rodríguez, un socio que tenía el abuelo. Mamá hacía como de dueña, con la abuela, pero eran la abuela y Paulino los que decidían los temas grandes.
-¿Ustedes tenían claro, desde chicos, que iban a continuar con el negocio del abuelo?
Marcelo: -No tanto (ríen).
Mauro: -Porque Marcelo y Claudia estudiaron Psicología. De hecho, llegaron a ejercer durante muchos años. Luego Claudia volvió a la universidad y se recibió de arquitecta. Yo estudié Administración de Empresas y, se podría decir, fui el que dio el primer paso. Una tarde me fui a tomar algo con Paulino y me comentó que quería vender su parte. Decía que ya estaba grande. Y así como mi abuelo le había dado la oportunidad de comprar su porcentaje de a poquito, Paulino me dijo: “Compráme la parte vos, yo te armo un plan de pagos”.
-¿Cuál era la situación del local en ese momento?
Mauro: -Había mucho por mejorar. Paulino era un buen administrador, mantuvo a la empresa sin deudas durante años. Pero el local tenía cada vez menos clientes y estaba en una etapa de decadencia. Pero yo le veía futuro... No sé si era un pálpito o qué... Entonces le propuse a Marcelo y Claudia que me ayudaran. Así arrancamos.
-¿Cómo fueron los primeros años de gestión?
Mauro: -Nos levantábamos a las 4.30 y a las 5.15 nos encontrábamos en el local. Sostuvimos esa rutina durante mucho tiempo, hasta que llegamos al primer objetivo: lograr una facturación positiva. En ese camino aprendimos muchísimo de lo que es un comercio. Durante mucho tiempo manejamos exclusivamente la “Casa Martínez”, hasta que en 1995 abrimos otro local en el shopping Solar de la Abadía. Fue el primer “Café Martínez”. Después armamos otros cinco locales propios hasta que apareció un cliente que nos dijo que quería abrir un café tal como el nuestro...
-¿La primera franquicia?
Mauro: -Sí. Nosotros aceptamos y arreglamos todo con un apretón de manos. No hubo contrato. Lo abrió en Paraná y Córdoba.
-¿Cuál fue el peor error que cometieron, si es que lo hubo?
Mauro: -No sé si cometimos muchos errores, pero sí ingenuidades. Una vez hicimos una promo que decía: “cada tantos kilos de café te regalamos un reloj”. Tuvimos invertir mucho dinero para comprar relojes con el calco del Café Martínez...
Marcelo: -También hicimos una publicidad en televisión con Raúl Portal (ríen). Decía “Llegaron todos menos Martínez.... ¿Cómo que no llegó Martínez? Sin Martínez, no empieza la reunión...”. No fue una gran idea. En 6 meses nos habrán llamado dos personas para pedir café. No sabemos qué fue lo que pensamos (ríen). Además, cada decisión era un riesgo, porque los errores los pagábamos con plata propia. Y, especialmente al comienzo, eso nos dolía muchísimo.
-Y con la responsabilidad de sostener el emprendimiento que era el legado del abuelo.
Mauro: -Sí, claro. Y había que levantarlo. Al principio era “¿cómo hacemos esto?”. Todo fue aprender, aprender, aprender, innovar... Había mucha competencia y muchas marcas que hacían lo mismo. Entonces pensamos “tenemos que hacer algo distinto”. Hicimos una barra, probamos con platos dulces, salados... Después, con el tema de las franquicias, crecimos más rápido. Y luego, la crisis de 2001, paradójicamente, fue el gran crecimiento para nosotros. Mucha gente que se quedó con la plata en la mano nos hacía ofertas para poner sus franquicias. Entre ese año y hoy pasamos de tener 9 locales propios a 215 locales, que es lo que somos ahora.
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