Esa noche no pudo dormir. Los miedos y la ansiedad lo llevan a sobresaltarse y abrir los ojos cada vez que lograba conciliar unos segundos de descanso. No sabía con qué se encontraría en el camino y eso lo tenía alerta. Si bien había investigado, se había informado y había visto infinidad de videos sobre la experiencia de otros peregrinos, la realidad era que desde ese momento estaba solo, a la deriva y sin poder imaginar a ciencia cierta cómo saldría todo. “Mis expectativas eran positivas, pero no veía la hora de comenzar, de poner los pies en los pedales y que las ruedas de mi bicicleta comenzaran a rodar”.
El comienzo de la aventura ocurrió un martes 13. Pamplona, en el camino francés -el más popular y concurrido- fue el punto de partida-. La intensa y los fuertes vientos que azotaron la zona esa mañana complicaron las cosas. “A los 20 minutos de comenzar, ya estaba todo mojado y perdido. Pensé que iba a ser más fácil salir de la ciudad y seguir el camino. Pero evidentemente las señales no eran tan buenas. Yo no tenía GPS ni mi celular con datos para buscar en Google cómo retomar el camino correcto. Por suerte me encontré con el primer bicigrino (así se les llama a los peregrinos que van en bicicleta) que casualmente también era de Argentina y juntos pudimos, después de varias dudas y vueltas, encontrar el camino”.
“Llegué a pensar en abandonar”
Desde allí, Santiago García Ratto (36), debería cubrir unos 720 kilómetros hasta Santiago de Compostela, el destino al que buscaba arribar. Programó que la travesía le llevaría entre nueve y diez días. Pero estaba desmotivado y frustrado. Había pensado que avanzar sería más rápido y fácil. En la zona de Navarra, por donde estuvo ese primer día, las montañas eran bastante elevadas. A eso había que sumarle todo el peso de la bicicleta con las alforjas llenas con el equipaje.
“Siendo sincero, ese primer día me había resultado un poco frustrante. Yo tenía planeado recorrer 95 kilómetros hasta Logroño, pero a duras penas llegué a 70 km a un pueblo llamado Los Arcos. Incluso llegué a pensar en abandonar el camino, en devolver la bicicleta e irme a algún lugar a descansar y pasar el resto de los días relajado. Realmente no estaba cumpliendo con mis expectativas y mi sueño de alcanzar la meta estaba muy lejos, lo veía prácticamente inalcanzable”.
Un comienzo accidentado
Todo había comenzado de forma accidentada. En agosto de 2019 mientras esquiaba en Las Leñas, en la provincia de Mendoza, tuvo una lesión clásica, triste y grave. “Me rompí los ligamentos cruzados de mi rodilla izquierda. Un mes después de haberme lesionado, me operé. Luego vino la dura etapa de la rehabilitación. Pensé que jamás volvería a caminar con normalidad, mucho menos andar en bicicleta, algo que tanto me gustaba. Ahí fue cuando me prometí que si llegaba a recuperarme al 100% haría el camino de Santiago en bicicleta”, recuerda.
Pero ese primer día de pedaleada no fue lo que esperaba y las pocas energías que le quedaban al final del día comenzaron a agotarse. Sin embargo, después de una buena cena y un buen descanso, algo lo motivó para seguir andando y decidió no darse por vencido. El día siguiente comenzaría con el pie derecho, las pilas recargadas y la ilusión renovada.
“Mis emociones todo el tiempo estaban a flor de piel. Pasaba muchas horas pedaleando, solo y sin hablar con nadie. Miles de pensamientos paseaban sin interrupciones por mi mente. Extrañaba mucho a mi familia, especialmente a mi hija Pili y a mi esposa Vicky. Siempre con el llanto al borde de quebrarme. Eran sensaciones nuevas que nunca había experimentado”.
El tercer día de viaje algo diferente ocurrió. Mientras pedaleaba, Santiago conoció a un chico que estaba haciendo el camino también en bicicleta junto a otros dos amigos. Fueron fundamentales para brindarle consejos y ánimos para seguir. Con ellos compartió el resto de los días. “Era linda la soledad, pero también era divertido compartir con otros las comidas y las charlas en los distintos lugares del camino. Me hacían sentir como uno más de su grupo, y me enseñaron muchas cosas de España”.
Logroño, Burgos, León, Astorga y Ponferrada. Santo Domingo de la Calzada, Carrión de los Condes, Frómista, Sahagún, Villafranca del Bierzo, O Cebreiro, Samos, Portomarin, Melide fueron algunos de los pueblos que el grupo visitó. “Me sorprendió ver muchos muy antiguos que eran pequeños y tenían vida prácticamente gracias al Camino de Santiago y sus peregrinos. En uno donde dormí una noche, por ejemplo, solo vivían 27 personas, había menos de 45 casas de las cuales la mayoría estaban deshabitadas ya que sus habitantes habían fallecido o se habían marchado a las ciudades en busca de un futuro mejor”.
Con las emociones a flor de piel
Así fueron pasando los días. Santiago fue conociendo a otros peregrinos y cada uno aportó lo suyo para que su experiencia fuera inolvidable. A su vez su confianza y aprendizaje fueron creciendo notoriamente: pedaleaba con más fluidez y tomaba decisiones más acertadas y rápidas.
“No podía creer que tantas cosas habían pasado desde aquel primer día en que quise abandonar por miedo a no ser capaz de llegar. Diez días después estaba a tan solo 40 kilómetros de distancia de la meta, listo para comenzar la última mañana de pedaleo”. Tenía sentimientos encontrados. Por un lado, quería avanzar y llegar. Pero, por otro lado, no quería que se terminara su aventura.
Con los últimos kilómetros por recorrer, los jóvenes emprendieron la bajada hacia la ciudad rodeados de peregrinos de todas partes del mundo que iban cargados con sus mochilas. “Yo iba muy emocionado, con lágrimas en los ojos y sin poder emitir palabras. Quería guardar esos minutos y últimos metros para siempre en mi mente y en mi corazón”.
Viajar liviano en la vida
Después de cruzar varias calles transitadas con sus respectivos semáforos, entraron en la ciudad antigua con sus calles laberínticas de piedra. Finalmente cruzaron un arco y vieron un hombre a su lado tocando una gaita. Con esa música de fondo, que poco a poco fue disminuyendo su volumen, entraron a la enorme plaza de Santiago de Compostela, la famosa plaza de Obradoiro donde se erige la enorme catedral que da fin al camino de Santiago.
“Mis lágrimas caían sobre mis mejillas, la piel de gallina era en todo el cuerpo, las palabras no salían de mi boca. Nos abrazamos con los chicos. Y luego cada uno se sentó junto a su bicicleta a contemplar ese momento y ambiente único. No paraba de pensar en mi hija y en mi esposa que a lo lejos me apoyaron durante todo mi viaje. En parte a esta aventura la hacía por ellas y con ellas. Me parecía increíble haber llegado a Santiago. Había cumplido mi sueño después de tantos años de soñarlo y organizarlo. Tantas personas había cruzado en el camino. Tantos pueblos había pasado. Tantos momentos había vivido. Tantas emociones había sentido. Todo para estar en ese preciso momento y lugar. Feliz de haber llegado; y triste de haber terminado. Ya al otro día todo esto sería un recuerdo, un hermoso recuerdo de un viaje inolvidable”.
De regreso en su Salta natal, sintió que estaba ahora cargado de energía positiva. Eso fue algo que aplicó en su ámbito de trabajo (Santiago trabaja en una empresa familiar del rubro óptica). “Y con más flexibilidad y más tolerancia hacía los problemas. Antes del viaje me hacía mucha mala sangre por cualquier problema. Ahora me lo tomo todo con más liviandad pero sin dejar de ser responsable. Creo que eso es muy bueno para la salud mental y general. Poder dimensionar cada cosa y darse cuenta que lo que parecía un problema enorme realmente no lo es tanto”.
De los aprendizajes de la experiencia, destaca entender que viajar liviano -literal y metafóricamente- es más conveniente que llevar una mochila pesada a cuestas. “No siempre se necesitan cosas materiales para ser feliz. La felicidad está en las experiencias que uno vive. En las personas que conoce. En las conversaciones que comparte. En las comidas que disfruta. En contemplar un atardecer con una copa de vino en la mano. En cruzarte con cualquier desconocido en el camino y desearse mutuamente
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