Crónica de una cuarentena no anunciada
Mala idea chequear con jet lag los mails a las dos de la mañana, ese 26 de febrero. Más difícil me resultó dormir después de leer que habían detectado el primer caso de coronavirus en Madrid, a donde acababa de llegar para cubrir la feria ARCO. Desde la redacción me pedían que mandara a primera hora una nota sobre las repercusiones en la capital española, entonces repleta de turistas que brindaban en los bares de tapas.
Ese fue el instante en que todo se empezó a acelerar hasta hoy, cuando escribo esta crónica de una cuarentena no anunciada. Mis hijos duermen en la casa de su padre y cancelé los arreglos domésticos que tenía previstos. El presidente advirtió ayer que quienes no se recluyan en soledad cometen un delito. Por la tarde, la OMS declaró la pandemia global y pidió que los países "tomen acción de manera urgente y agresiva".
Esta última posibilidad ya se advertía en la tapa de los diarios aquella mañana en el hotel, cuando me levanté de madrugada para contar que los madrileños no habían alterado sus rutinas. En Buenos Aires les costaba creerlo; pedían fotos de la gente con barbijos, pero solo había visto un par en el aeropuerto.
Mientras los organizadores de la feria me confirmaban que seguía en pie la visita inaugural de los reyes, al día siguiente, desayuné leyendo noticias más inquietantes. Mil personas estaban encerradas en una virtual "prisión con piscina", un hotel de Tenerife que detectó entre sus pasajeros un caso de la enfermedad originada en China. Y el Covid-19 ya comenzaba a hacer estragos en Italia, donde afirmaban sentirse en situación "de guerra".
Preocupada por la posibilidad de quedar atrapada en el hotel, escuché hablar en otro idioma y levanté la vista. A mi lado tomaba su café un grupo de asiáticos. Reflexioné sobre la discriminación, dramático efecto colateral de esta crisis, e intenté ignorar la tos de la señora que compartió conmigo el ascensor. Pero ya era tarde: el pánico había iniciado una escalada sin control.
"Che, ma, tené cuidado en España, con todo lo del coronavirus. Usá alcohol en gel y barbijos en el aeropuerto", me advertía mi hija por WhatsApp, donde comenzaban a aparecer tímidas señales de alarma. "¿Te molestaría si a tu regreso pongo una mampara de vidrio entre los dos?", fue el chiste de mi compañero de escritorio.
Recorrí varias farmacias en Madrid para conseguir barbijos el 28 de febrero. Estaban agotados, aunque casi no se veían en las calles. Aún no sabía que usarlos podía ser contraproducente para quienes no tuvieran síntomas. Eso explica las miradas desconfiadas que recibimos en el aeropuerto los pocos que circulábamos con la cara cubierta. "Acabo de estar en Venecia, donde los casos se multiplicaron de un día para otro", se justificó una argentina mientras hacía el check in con barbijo para viajar a Buenos Aires. En Ezeiza no hubo controles ni preguntas.
Durante la semana siguiente retomé mi rutina habitual en el diario, hice entrevistas, vi películas con mis hijos, salí a cenar con amigas, fui a dos cumpleaños. Mientras tanto, la alarma crecía: se anunció que el primer caso de la enfermedad había ingresado al país por Ezeiza, al día siguiente de mi llegada.
"Que nadie tome mate con Celina", bromeó al aire Viviana Valles, conductora de LN+, cuando le conté el viernes sobre mi viaje. El sábado, el Ministerio de Educación recomendó a docentes y alumnos no salir de sus casas durante 14 días si habían viajado a países afectados. El diario tomó la misma decisión el lunes a la tarde. "¿Vas a escribir sobre cómo es estar mirando Netflix?", preguntó un compañero.
Ojalá hubiera tenido razón. El primer día fue bastante tranquilo salvo en WhatsApp, donde las recomendaciones se alternaban con memes sobre el coronavirus. El segundo, cambió todo: amanecí con la advertencia de que incumplir la cuarentena era un delito y lo terminé con el anuncio del cierre del Malba. Me pasé casi doce horas escribiendo. Múltiples cancelaciones llegaron el tercer día, incluida la de arteBA hasta nuevo aviso.
La ansiedad crece, y no puedo distinguir si es por eso que de a ratos me duele el pecho. Volvió el insomnio, y falta terminar la semana encerrada y sola. "Te están cuidando", había dicho un amigo apenas se enteró de que estaba en cuarentena. Pero salvo mi mamá, que vive a 1700 kilómetros, y un par de amigas, nadie preguntó si tenía síntomas. Solo dos vecinas ofrecieron traerme comida.
Mi único contacto con el exterior desde hace 72 horas fue bajar a sacar la basura. "Por suerte existe WhatsApp", le escribo a una amiga que se acaba de mudar a Suecia. Veo también el lado positivo de mi adicción a las redes sociales: publico una imagen de El Eternauta –nunca tan actual– para ver si conecto con alguien del otro lado. "Buscale los costados positivos, que algunos tiene", dice uno de mis seguidores. "Sí, escribir en piyama", contesto, después de haber terminado otras tres notas.
Minutos más tarde, una amiga me manda desde Estados Unidos fotos del supermercado con los estantes vacíos. Prefiero no imaginar qué más habrá pasado cuando estén leyendo esto.