¿Cómo es asumir la identidad de género en la adolescencia? ¿Qué pasa con la familia, con los amigos, en la escuela? Historias de cambio en la voz de cuatro chicos y chicas trans.
¿Tanto te odiás? Las palabras de la doctora sonaron como un sopapo y Carolina se puso a llorar inmediatamente. Tenía la manga izquierda de la remera arremangada y las marcas de los cortes que llevaba semanas haciéndose en el brazo –a esta altura demasiado flaco– habían quedado al descubierto. Su papá, cuando los vio, también se puso a llorar, y su mamá, que esperaba fuera del consultorio, entró no bien escuchó ruidos y se abrazaron entre los tres. Es 2013. Carolina tiene 14 años y no come porque no quiere que su cuerpo siga creciendo y siga cambiando. Ese día todavía lleva puesto un nombre de varón.
No hay un momento que sea igual para todos, pero en la mayoría de las personas, la identidad de género (es decir, la vivencia interna e individual del género tal como la persona siente) se empieza a formar en la primera infancia. Para Carolina no fue distinto.
–No recuerdo jamás haberme sentido como un niño –dice ahora, a los 17 años. Tiene el pelo rubio por los hombros y una pequeña argolla pende del puente de su nariz. Es parecida a la cantante Lana Del Rey, aunque hay algo en su cara y en la manera en que se peina que recuerda a Cate Blanchett–. Nunca me sentí identificada con mi hermano, con mis compañeros de la escuela, siempre me identifiqué con mi hermana, mi madre, mis compañeras. Quería estar con ellas, ser parte de su mundo, como lo suele hacer cualquier niña que se identifica como tal. Jamás me pensé a mí misma como un niño hasta que el mundo exterior me empezó a decir: “Vos sos un niño”.
Ese mundo la lastimó durante años. La confundió y la maltrató. Cuando llegó por primera vez al consultorio de la psicóloga tenía 6 años. La recuerda como una mujer “estúpida, vieja y anticuada” que les dijo a sus padres que lo que le pasaba era una etapa, que no debían preocuparse. La atendió durante seis años en los que ella además visitó a otros profesionales buscando respuestas y contención. En la escuela, la situación era cada vez peor. Carolina se acuerda particularmente de una maestra de quinto grado, Silvia, que la hostigaba en clase. Para cuando cumplió 12 años, no daba más: llevaba toda su vida tratando de acomodarse a un traje que el resto del mundo quería ponerle a la fuerza.
–Llegué a un punto en el que casi derrotada le dije a esta psicóloga: “Capaz tenés razón, capaz no me siento como una mujer, capaz es mucho quilombo”.
A la semana siguiente le dio el alta. Y, entonces, Carolina sintió que estaba definitivamente sola. Se hundió. Dejó de comer, se empezó a cortar el brazo izquierdo. Estaba enojada y estaba triste. Se pasaba la noche surfeando en internet, obsesivamente, buscando respuestas.
–Fue el momento más oscuro de mi vida. Hasta que un día, a los 14, dije ya fue, le voy a contar a mi madre. Y le conté y estuvo todo bien y, en cierto modo, ella ya lo sabía.
Por pedido de ella, su mamá se lo contó a su papá. Así llegaron al consultorio esa tarde de 2014: los tres sabiendo qué pasaba, pero sin decir nada. Para ese momento, la Ley de Identidad de Género (26.743), que permite que las personas trans sean inscriptas en sus documentos personales con el nombre y el género que elijan, sin intervención judicial, y que ordena que todos los tratamientos médicos de adecuación a la expresión de género sean incluidos en el Programa Médico Obligatorio, llevaba vigente más de un año.
Desde la sanción de la ley en 2012, más de 5.000 personas cambiaron de género en el documento. En 2013 también lo hizo Luana, de 5 años, la persona más joven del mundo en hacer ese trámite sin intervención del Poder Judicial. La adolescencia es siempre un tiempo de transformación, en el que el cuerpo cambia y la cabeza también.
A ese momento de pasaje, a ese duelo que siempre es crecer, a los adolescentes de esta nota se les sumó otro: el de asumir íntima pero también públicamente su identidad de género trans. Cuando, como dijo Hermann Hesse, para nacer tuvieron que destruir un mundo.
El consultorio de Valeria Paván está a metros de la plaza de Mayo. Es un cuarto pequeño, una buhardilla impregnada de olor a cigarrillo, y desde la ventana abierta se escuchan las voces lejanas de los chicos y chicas que acaban de terminar otro día de clases en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Valeria es psicóloga y, como coordinadora del Área de Salud y del Programa Integral para Identidades Trans de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA), lleva años trabajando en el acompañamiento de estas experiencias de vida.
–Personas trans hubo siempre: en un momento las quemamos en la hoguera, en otro momento las institucionalizamos y ahora estamos en el momento más inclusivo, más democrático. Tenemos las leyes y ahora lo que necesitamos son políticas públicas que permitan que estos derechos lleguen a las personas reales –explica Paván, que además dirigió junto con María Aramburu el documental Yo nena, yo princesa, sobre la experiencia de Luana.
No importa dónde nacemos, bajo la estrella de qué clase social, deseados o no, cuando llegamos al mundo todos tenemos un lugar reservado en la estructura binaria hombre/mujer. Si tenemos vagina, ocupamos el casillero de las nenas y si tenemos pene nos toca el de los nenes. Se nos asignan roles y, según nuestros genitales, distintos según la sociedad en que nacemos. A veces más rígidos, a veces más flexibles, esos roles funcionan en ocasiones solo como un horizonte de expectativas y otras como un traje demasiado apretado que tira por todos lados.
–El género de las personas es interpretado como una línea recta que comienza con la biología, pero la verdad es que la biología no construye el género, la biología simplemente es un dato –explica Paván–. Cuando nace una persona, según el genital que tenga, esperamos que adhiera a uno u otro género y a una cantidad de roles que están estipulados para este género. También esperamos que sea heterosexual. Y la verdad es que las vidas de las personas son totalmente distintas. Y no sabemos por qué, pero hay identidades que se constituyen desafiando el binario y no tiene que ver ni con un problema psicológico, ni psiquiátrico, ni con una enfermedad endocrinológica. No sabemos por qué pasa, pero pasa.
La ley sancionada en 2012 define la identidad de género como una vivencia subjetiva que debe ser reconocida por el Estado y sus instituciones. Se corre así de los discursos patologizantes –que durante años también alcanzaron a la homosexualidad– y piensa la posibilidad de vivir de acuerdo con la propia identidad como un derecho humano. Se trata, en definitiva, de formas posibles de habitar el cuerpo y estar en el mundo. Diversas, distintas, ni mejores ni peores. No hay (no debería haber) ciudadanos del género de primera y de segunda: no es que algunas somos mujeres (u hombres) y otras se sienten mujeres. Todas y todos somos eso que nos sentimos.
El 31 de diciembre de 2015, Tomás posteó en Facebook: “Hola, todxs, escribo esto después de haber pensado mucho el tema, pasar por momentos horribles, misóginos, transfóbicos. Quería comentarles que ya no me siento identificado con el género femenino y que me gustaría que me traten de él. Bueno, esa fue mi resolución de fin de año. Gracias”.
La tarde anterior, su mamá lo había llevado al shopping a comprarse un traje de baño para las vacaciones y, antes de ir, él le había aclarado que quería uno de hombre. Por alguna razón, Tomás sintió que ese lugar –la luz blanca y el clima artificialmente helado de un shopping en medio del verano ardiente de Buenos Aires– era un buen escenario para decírselo a su mamá, pero ella hablaba por teléfono y no le prestaba demasiada atención. Compraron y se tomaron un taxi de vuelta a casa. A Tomás (que todavía no se llamaba así) lo consumía la ansiedad.
–Mamá, ¿no te das cuenta? –le dijo cuando llegaron.
–¿De qué?
–Ay, mamá, ¿no te das cuenta de que no me ves normal? ¿No tenés signos de por qué es?
–No sé, me dijiste que eras lesbiana.
–No, mamá, no soy lesbiana. Soy trans.
–¿Cómo que sos trans?
–Sí, mamá, soy un chabón, soy un pibe, no soy una mina.
La mamá pidió un vaso de agua.
–Yo de chiquito sabía que me faltaba algo, pero no entendía muy bien lo que pasaba –dice ahora Tomás con un jopo enrulado y casi blanco, decolorado, las manos siempre enredadas en el cable de los auriculares del teléfono–. Era bastante andrógino, no es que me sentía hombre-hombre y decía me voy a jugar con los nenes. Ya a los 8 estaba más con los amigos de mis primos, pero también tenía mis amigas del Jardín con las que iba a la casa y jugaba a las Barbies. Pero no era nada definitivo y no lo consideraba un problema.
Para él, que ahora tiene 17 años y está cursando el penúltimo año del secundario en el colegio Lenguas Vivas, la hora de ponerle un nombre a lo que le pasaba (algo más profundo que un gusto por hacer cosas con los nenes) llegó con la pubertad y con su primera novia, que lo introdujo en lo que define como “el ambiente gay-feminista trans”. Lo primero que les había dicho a sus papás era que era lesbiana. Pero había algo de esa definición que lo incomodaba.
–No me gustaba ser lesbiana, no me sentía así. En ese momento ya estaba bastante andrógino, solo que tenía el pelo largo. A mitad del 2015 me lo corté y entonces me cambió todo. Lo quería hacer hacía mucho tiempo, pero no me animaba, y ahí me empecé a dar cuenta de cosas.
Los primeros meses después de esa conversación de Año Nuevo fueron los más difíciles. A su mamá le costó mucho dejar el antiguo nombre (lo que muchas chicas y chicos trans llaman deadname) y cambiar el pronombre masculino por el femenino. A eso Tomás le dice “misgenderear” (confundir el género). El 15 de julio de 2015, su papá murió en un accidente doméstico cuando intentaba arreglar una persiana. Le faltaba una pierna, perdió el equilibrio y cayó por el balcón. Hasta ese momento, era el único que en la casa lo llamaba Tomás, Tomasito.
Esta tarde de otoño, Tomás viene de hacerse los estudios obligatorios previos a la transición hormonal y eso lo pone algo ansioso: le gustaría tener la voz más gruesa y algo de pelo en la cara. No le interesa hacerse una operación de cambio de sexo.
–A mí me interesa la top operation (operación del pecho), la otra me chupa un huevo. Por suerte no me incomodó nunca el tema genital: no me importa, no me parece central. Me cabe mucho más deconstruir el binarismo y decir que hay hombres con vagina y mujeres con pene.
En 2014, Luca ahorró durante varios meses el vuelto de los almuerzos para comprarse un chest binder, una prenda parecida a un corpiño deportivo, diseñada para comprimir el volumen del pecho. Al principio no se animaba a usarlo delante de su mamá y corría a sacárselo cuando la escuchaba llegar en el ascensor. Con el mismo sistema se cortó el pelo muy corto. Lo tiñó de verde, de blanco, de violeta, pero esta tarde lo lleva castaño, brillante y rapado casi al ras. Es menudo y algo desgarbado, como si toda su ropa fuera uno o dos talles más grandes.
–En esa época yo pasaba mucho tiempo en las redes sociales y en internet y no sabía lo que era ser trans, no conocía el término, pero un día estaba scrolleando y encontré un posteo en el que había muchos términos. Uno era trans y, en ese momento, fue como ponerle un alfiler a todo eso que me pasaba. Ahí también aprendí lo que era un binder –dice–. Absolutamente todo lo que sé lo saqué de internet, nadie vino nunca a decirme nada a mí.
La familia de su papá es muy conservadora y los comentarios homo y transfóbicos siempre fueron comunes en su casa. Mil veces Luca recibió retos rematados por frases como “las nenas lindas no hacen eso” o “parecés un pibe”. Sufría cada vez que tenía que usar pollera y no quería tener amigas, solo se sentía bien en los grupos de nenes, pero como todos lo veían como una nena, pasó una infancia bastante solitaria, en la que se sentía excluido de todos lados, como una pieza suelta que no encaja en ningún lado. Nada del mundo femenino lo atraía, no se sentía parte. Sin embargo, hubo un tiempo en que lo intentó. Hizo las cosas de chicas que su familia esperaba de él: usó vestido para alguna fiesta de 15, se arregló el pelo. Nunca su papá estuvo más contento, él nunca se sintió peor.
Los primeros en saber qué le estaba pasando fueron sus amigos: a ellos les dijo que no quería que usaran más su nombre de nacimiento. Eran un “pequeño grupo LGBT”, como lo describe, de chicos y chicas de su escuela, entre los que estaba Tomás. Luca recién había cortado con una novia y se hizo amigo de ellos. Con algunos después armó la agrupación KIDZ, que forma parte de la Comisión de Juventud de la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans (FALGBT). “¿Cómo te llamamos?”, le preguntaron el día que les dijo que era trans.
–Yo no me había planteado lo del nombre todavía. Por un tiempo usaron la versión masculina de mi nombre de nacimiento, pero después dejé de sentirme cómodo con eso. Luca, por alguna razón, siempre me gustó y encontré que en muchas partes de Italia no se usa solo para hombres, sino también para mujeres. Eso me gustó, que fuera un nombre unisex, que no tuviera mucha definición de género, porque mi identidad, dentro del espectro, no está enteramente del lado masculino, tira un poco más a la androginia, una androginia masculinizada.
Ya tenía el pelo corto cuando su mamá lo dejó ir al casamiento de su prima en saco y corbata. Pero Luca todavía no se animaba a decirle que era un chico trans. Le escribió una carta que guardó durante mucho tiempo, hasta que una mañana de diciembre la dejó sobre la mesa. Era muy temprano y la casa estaba en silencio: todos dormían, mientras él se preparaba para ir a rendir unas materias. En la carta, entre otras cosas, le decía que se tomara su tiempo para usar el nuevo nombre: “Me estuviste llamando de cierta manera durante 17 años; claramente, no lo vas a cambiar en una semana”. Un par de horas después le llegó un mensaje de su mamá que decía: “Te quiero mucho”.
Para cambiar de nombre y género en el DNI, Luca tendría que presentar en el Registro Nacional de las Personas una solicitud de rectificación de la partida de nacimiento. El único requisito para hacer el trámite es que tenga 18 años o la autorización de sus representantes legales, en este caso, sus padres. Va a tener que esperar: su padre no sabe de su transición y aún lo trata como si fuera una chica con el pelo corto.
Luca y Tomás tienen algo más en común: los dos van al colegio Lenguas Vivas y hasta comparten algunos amigos. El 17 de abril de este año redactaron juntos una carta que presentaron en la Dirección y subieron a Facebook una imagen del manuscrito, un texto hecho a mano en una hoja de carpeta Rivadavia. La carta empieza así: “Ante quien corresponda: solicitamos el cambio del grupo de Educación Física, el cual está avalado por el artículo 12 de la Ley de Identidad de Género, la cual nos ampara, junto con el cambio de nombre en las listas oficiales”. Debajo, están el texto del artículo y sus firmas.
Para el momento de la carta, la situación en la escuela era complicada: no por sus compañeros y compañeras, sino por algunos docentes que, en su caso, se empeñaban en llamarlo por el nombre femenino. Un profesor, incluso, lo llamaba “muñeca, princesa”. Pidieron, entonces, la rectificación en las listas y el cambio en los grupos.
–Nos empezaron a meter un montón de excusas, como que la Ciudad de Buenos Aires no permite grupos mixtos en gimnasia, a lo que le dije: “No serían mixtos” –cuenta Luca–. Después nos dijeron que si nos lesionábamos en el grupo de varones la escuela iba a tener que responder, como si no hubieran tenido que responder si me lesionaba en el otro grupo. Por último, salieron con que en nuestro documento todavía decía sexo femenino, todas cosas bastante ofensivas.
Desde KIDZ pidieron la intervención de la FALGBT. Unos meses más tarde, finalmente, los cambiaron de grupo.
Valeria Paván calcula que en las últimas décadas acompañó a unas 300 o 400 personas trans en su proceso de transición. Como parte de la CHA, ella trabajó personalmente junto con Luana y su mamá. La historia de esta nena transgénero animó a muchas otras familias a acercarse a la CHA: no es que ser trans “esté de moda”, sino que ahora muchos padres y madres están dispuestos a escuchar lo que sus hijos les dicen. Valeria aclara que no todas las transiciones son iguales: algunas personas trans necesitan o desean encarar tratamientos hormonales y operaciones y otras no.
–Lo que ocurre ahora es como una doble normativización –advierte–, porque les decimos: “OK, transicioná, pero si vas a ser una mujer, vas a ser una mujer hecha y derecha: te vas a poner las tetas, te vas a sacar la barba”.
En eso están poniendo el ojo: en que las personas trans puedan amar su cuerpo tal como es y solo se sometan a tratamientos o intervenciones por deseo y no por la presión social que sienten para volver a encasillarse. Se trata de no plantear moldes, de correrse de la idea del “cuerpo equivocado” –un fantasma que acecha en todas estas experiencias– y de aceptar la ambigüedad como una posibilidad.
–Nosotros apostamos a que estos niños que están creciendo puedan querer su cuerpo. No que se resignen, sino que acepten el cuerpo que tienen. Pero más allá de nuestro objetivo, en general, los niños, niñas y adolescentes lo que quieren, y a lo que aspiran, es poder ubicarse otra vez en el binario sin ningún tipo de confusión. Es un camino de mucha reflexión para poder asumirse como otra cosa, ni peor ni mejor, distinto. Cuando las niñas trans se vuelven locas con el rosado, por ejemplo, es porque eso las confirma en el lugar en el que quieren estar. Es toda una contradicción que a veces es difícil de explicar, pero te agarrás del estereotipo porque es lo único que te confirma un lugar en el mundo.
La primera vez que se vistió como una chica, nina tenía 15 años. Estaba con sus amigas preparando una obra de teatro para la escuela cuando se miró al espejo y se gustó. Sintió que algo estaba bien. Que de alguna manera se veía por primera vez. Era el año 2012 y hacía un tiempo que había salido del closet, pero como chico gay, no como chica. Las primeras en saberlo fueron ellas, sus amigas de confianza. Plantearlo en el colegio y en su casa le parecía imposible.
–¿Viste cuando sos chiquita, mirás los programas y te identificás con algún personaje? Bueno, yo me identificaba siempre con una superheroína, como una princesa o como una chica –cuenta Nina desde su casa en Quilmes, con el pelo lacio y castaño acomodado todo sobre uno de los hombros.
Con su familia, la situación se precipitó un domingo de Pascuas, cuando se bajó del auto familiar, camino a un almuerzo, con una bolsa colgada del brazo.
–La llevaba así –dice, y dobla el brazo, marcando el lado de adentro del codo–. A mi viejo en ese momento se le cruzó algo en la cabeza y me empezó a pegar patadas de atrás. La transfobia en mi familia reinó desde que nací, porque siempre se me impuso cómo tenía que ser, cuando me decían que yo como hombre tenía que hacer tal o cual cosa, vestirme de tal manera, comportarme de un modo.
“Caminá bien”, le decía su papá. Ese episodio desencadenó una charla en la que Nina les dijo lo que pudo y como pudo. Después se dejó crecer el pelo, cambió su forma de vestirse. Todo de a poco, muchas veces en secreto. La mandaron a una psicóloga que les confirmó que no había un problema, que lo que le pasaba era normal y había que dejarla ser.
–Los primeros cambios surgieron cuando entendieron que nunca tuvieron un hijo varón, cuando me empezaron a ver como una mujer. A ellos lo que más les cuesta es ver en mí lo que ellos idealizan sobre cómo tiene que ser una mujer.
Cada vez que sale a la calle la miran. Es una mirada con dudas, con expectativas. Media hora de escrutinio silencioso.
–Te miran como preguntándose qué sos. La transfobia no es solo personal, es social, institucional, cultural y, por supuesto, laboral porque no conseguís laburo en ningún lado –relata–. El cambio es un cambio colectivo, que tenemos que hacer todos y todas. Tenemos que salir a la calle. Más allá de que mi familia lo haya aceptado, lo que importa es cambiar la mentalidad de la gente que me rodea, de la sociedad.
Por eso, lo primero que hizo fueron los trámites para el nuevo DNI: quería afirmar su derecho a un trato igualitario. Ahora que ya tiene su documento como Nina, va a empezar el tratamiento hormonal, que la llena de miedos, porque no sabe cómo van a ser los cambios, cómo se va a adaptar su cuerpo a ese shock de hormonas.
–Me los estoy tomando relajada porque no quiero caer en el estereotipo de que si el tratamiento no me da una cintura de 40 centímetros o unas tetas de 100 no puedo estar. Hay una idea de que si sos trans y no sos 90-60-90, si no cumplís con ciertos estereotipos o ciertos atributos, no sos mujer.
Hace algunas semanas, Nina fue en colectivo desde su casa en Quilmes hasta el Hospital Durand, en Parque Centenario, donde funciona el Servicio Integral de Atención a Travestis, Transexuales, Transgéneros e Intersexuales. Así dio el primer paso para iniciar su transición hormonal, después de tomarse un tiempo para pensar si era lo que quería. En ese viaje de más de una hora no estuvo sola: la acompañó su mamá.
Después de esa primera visita a la endocrinóloga, la relación entre Carolina y sus padres se transformó: nunca habían estado tan juntos como hasta ese día. Ella les explicó qué era lo que se venía: de qué se trataba la transición hormonal, qué iba a pasar con su cuerpo y qué iba a dejar de pasar, qué significaba ser trans, qué era el género, por qué no tenía nada que ver con ser gay o ser heterosexual. Les dijo que ya no podía hacer gimnasia con sus compañeros varones, que tenían que pedir en la escuela que cambiaran su nombre en la lista hasta que estuviera preparado el DNI y les anunció que se iba a empezar a vestir como siempre había soñado.
–Estaba decidida y lo hice. La transición es esa: es erróneo pensar que se reduce a la terapia de reemplazo hormonal. La transición no solo es hormonal, es física, emocional y también social. Todo tu entorno, tu familia, tus amigos transicionan junto con vos.
Hoy Carolina está a punto de terminar el secundario. En Diamante, donde vive, milita en dos organizaciones políticas. El año que viene quiere mudarse a La Plata para estudiar Ciencias de la Educación. Cree que tiene que haber más personas trans en los ámbitos educativos, en parte porque los peores recuerdos sobre su infancia se relacionan con lo que pasaba en la escuela.
En abril, viajó con sus papás a Santa Fe para ir al cine, a la función trasnoche de la película Los padecientes. Cuando el film terminó, caminó hasta el bañó y se ubicó en la cola. De repente, una mujer rubia salió de uno de los cubículos y le advirtió a otra chica que mejor esperara a que se desocupara otro porque ese estaba muy sucio. Un gesto misericordioso, pensó Carolina. Le vio cara conocida, pero tardó algunos segundos en darse cuenta de quién era, mientras la mujer se lavaba las manos dándole la espalda. Estaba más rubia y eso la confundió, pero finalmente entendió que se trataba de Silvia, su maestra de quinto grado.
Unos días después le dedicó un posteo en Facebook que acompañó con una pequeña foto en la que se la ve a ella con el pelo muy corto, vestida de varón. El texto llevaba una doble firma: su nombre de nacimiento y su nombre actual, Carolina. No fue una publicación más, hecha sin pensar demasiado: el deadname y las fotos de esa otra vida son tabú para muchas personas trans.
–El año pasado, decidí que quería empezar a amigarme con algo con lo que a las personas trans se nos obliga a no estar cómodas –explica–. Me empecé a amigar con el hecho de no tener tetas, me empecé a amigar con ese niño que alguna vez fui y dije ya basta de sentirme incómoda con fotos viejas mías, no tengo por qué sentirme mal. Por eso, decidí publicarlo en Facebook, para que aquellos que no conocieron esa parte mía la conozcan y sepan que yo no tengo ningún problema con mi nombre y con mi imagen anterior.
Días después eliminó la foto, aunque el posteo sigue en su muro. No es que se hubiera arrepentido, sino que iba a ir más allá: finalmente publicó una línea de tiempo con fotos de los últimos 10 años. En un extremo está ella, todavía vestida como un niño que sonríe apoyado sobre un hombro adulto. En el otro extremo está la Carolina de ahora, la “pendeja trans” de su bío en Instagram que mira desafiante a la cámara. La idea de publicar su antiguo nombre y su imagen de la infancia surgió de un poema de la poeta trans Susy Shock, que se llama “Besos” y que a ella le encanta. El verso que la inspiró es una invitación y dice así: “Besarse delante de la foto del niño que también fui”.
Lettering Ale López Mella
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