La tercera novela de Romina Paula es una apasionante aventura sentimental, cuyo centro de gravedad son las tensiones familiares.
Por Alejandro Caravario / Foto Sebastián Arpesella
Resulta disonante aplicar la jerga crítica o sus sinónimos para una obra como Acá todavía, tercera novela de Romina Paula luego de ¿Vos me querés a mí? y Agosto. Cabría, más que en otros casos, seguir el consejo de Susan Sontag y pensar en una erótica (así dice ella, podría ser otro dispositivo fundado en la sensibilidad), antes que en interpretaciones, asignación de linajes literarios y otros deberes de la lectura más o menos especializada.
Porque la historia que aquí se narra tiene el aire de un diario íntimo y está signada por los sentimientos. Libre de los pudores del estilo y sin siquiera –ahí está la magia del estilo de Romina– suponer un lector con quien establecer un acuerdo. Una responsabilidad. La voz de Andrea, la narradora, suena a soliloquio, las más de las veces a corazón abierto, sobre esas menudencias como la muerte, el amor, el sexo y la maternidad. Todo, sin salir de la interioridad de la familia, de los ritos silvestres, de la vida social ordinaria. Alquimia con herramientas sencillas. Sutil y bella urdimbre a la que el público se asoma casi en calidad de infiltrado. Es decir, con el estímulo extra del voyerismo.
La clave acaso es la vocación –y la ternura– de desagregar las escenas cotidianas sometidas a tensión por un hecho excepcional. Acá todavía comienza en un hospital donde agoniza Mario, el padre de Andrea. Es el motivo, doloroso, de la reunión de los tres hermanos (Andrea y los dos varones mayores), del estado de emergencia e introspección, del pasar revista a la biografía colectiva, con sus hitos, sus heridas y, sobre todo, su sedimento de amor. Se trata, como toda la novela, de una secuencia reflexiva hecha de asuntos privados y entrañables. Un álbum familiar subtitulado.
En la segunda parte, la fábula deriva en un viaje, como decía el poeta, cargado de futuro. Andrea, de sexualidad anfibia, sigue los pasos de un hombre al que ha conocido a través de la mujer a la que pensaba seducir. Como si su elección en materia amorosa dependiera del azar. Este viaje implica una nueva familia y también la construcción de una nueva identidad. La ruptura con el personaje de hija. La aventura de la madurez, que está contada, como lo demás, a modo de acopio de experiencias que el relato permite examinar más detenidamente.
Andrea es una narradora que no sabe (“Hay piedras que sobresalen por entre el verde, promontorios creo que se llaman, o son montículos”). Que cuenta lo que ve y lo que recuerda. Mejor dicho, que cuenta las emociones producidas por lo que ve y lo que recuerda. Siempre a partir de lo particular, del detalle doméstico. En esas descripciones se concentra el magisterio de Romina.
Sí, están sus diálogos exhaustivos, réplicas de la calle captadas por un oído absoluto. Mímesis graciosa, tierna otra vez, de las inflexiones del habla. Una extensión quizá de su oficio de dramaturga (El tiempo todo entero y Fauna, entre otras). Sin embargo, el máximo de potencia y sensibilidad reside en la taxonomía familiar emprendida, por caso, la primera vez que Andrea visita la casa de Iván (el galán que la impulsa al viaje), donde es una extraña perfecta en medio de una multitud de parientes. En las superficies de los interiores se afincan sus descubrimientos, su prosa más reveladora.
Por esta necesidad de absorción, de dar cuenta escrupulosa del cuadro completo (para entender, pero por medio de una mirada amorosa), Romina echa mano de un registro llano, ágil, que articula de manera libérrima giros clásicos y hasta arcaicos con apuntes modernos. Ciertas torsiones del lenguaje y la inclinación al neologismo son, a un tiempo, resabios adolescentes (preservación) y la denuncia de un inventario insuficiente para algunos requerimientos expresivos. Sumado a las citas culturales, lo generacional impregna la novela, pero, por suerte, lejos del centro de la historia.
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