El pudor y la mirada de los otros
Ver una buena fotografía de mujeres africanas con el torso descubierto nos resulta natural, interesante y hasta atractivo estéticamente. En cambio, imaginar un retrato familiar de nuestros vecinos desnudos no nos produce la misma impresión. Es más: incomoda, resulta difícil de representar o genera rechazo.
Cada etnia, cada cultura, produce, modela y regula sus propios modos de vivir con otros. Y esa impronta determina en gran medida nuestros comportamientos. Las diferencias entre aquello que cada sociedad legitima o censura no son sólo usos y costumbres.
Desde que Freud descubrió la existencia de una sexualidad infantil, la manera de entender los lazos intersubjetivos cambió rotundamente. El vínculo entre padres e hijos, la relación entre hermanos, la manera de pensar la infancia y las prácticas de crianza tomaron en cuenta este hallazgo revolucionario. Los niños también se erotizan, se excitan desde pequeños y es función de los adultos filtrar aquellos estímulos que puedan resultarles excesivos.
La seducción que ejercen los adultos con sus gestos tiernos, caricias o besos ya es de por sí intensa. Y en lo que respecta a la desnudez en el escenario familiar, si bien es cierto que en algunas latitudes se vive con total naturalidad, en la nuestra sigue estando connotada como algo que forma parte de la intimidad. El pudor es uno de los diques que sirven para administrar qué y cuánto damos a ver y también hasta dónde queremos mirar. El pudor guarda siempre un tipo de relación con la mirada de otro, es decir, es un fenómeno interpersonal. La vergüenza, en cambio, puede ser vivida adentro de uno mismo sin que esté en juego ningún otro.
En la actualidad, tecnología mediante, los límites entre lo íntimo y lo público se han ido borrando. En el terreno de la virtualidad, darse a ver y adquirir notoriedad es garantía de existencia. Pero el destino final no parece apuntar al desnudo total y absoluto. La desinhibición de los más jóvenes no va en esa dirección. Más aun, ellos tienen conciencia de que la seducción en definitiva juega con el insinuar, más que con el mostrarlo todo. Los shorts y las bikinis se harán cada vez más pequeñas, pero siguen operando como taparrabos que marcan una distancia con el desnudo absoluto. Aún en su versión diminutiva, la vestimenta atrae y protege a la manera de una segunda piel .
Nos hemos liberado de la moral victoriana signada por tabúes, represión y condenas morales. Aun así, creemos que el encuentro descarnado con lo natural -como las prácticas nudistas familiares-no necesariamente favorece un desarrollo emocional saludable. El encuentro sexual es también un acto amoroso, natural y pleno de vitalidad. Y no por eso ha resignado la magia y el incanjeable secreto de la intimidad. ¡Al menos por ahora!