¿Qué tiene que tener un objeto perfecto? ¿Una forma estéticamente atractiva o la capacidad de cumplir el fin para el que fue creado? Esa discusión está presente en todas las reuniones previas al desarrollo de un producto, en las que haya al menos un empresario y un diseñador industrial.
Se sabe que encontrar el punto de equilibrio cósmico entre diseño y funcionalidad era la obsesión del creador de Apple, según confesó el propio Steve Jobs a su biógrafo Walter Isaacson. Y que ese hecho cambió la forma en que el mundo empezó a relacionarse con la tecnología.
En el siglo XX el gurú del diseño Dieter Rams pregonaba que para aspirar ser considerado un objeto de "buen diseño" este debía cumplir con una serie de requisitos: innovación, utilidad, estética, facilidad de uso, honestidad, discreción, durabilidad, coherencia en sus detalles, respetar el entorno y sencillez.
Sin dudas, uno de los que entendió esto fue Earl S. Tupper, quien con su invento y gracias a Brownie Wise, la experta en marketing que inventó la modalidad de venta en reuniones de amigas (las famosas "Fiestas del táper" - hoy el término tiene otra connotación que no viene al caso pero el lector sabrá satisfacer su curiosidad en Google-) logró modificar la forma en que cocinamos y conservamos nuestros alimentos. Según cuenta el diario El País, Earl S. Tupper era un químico a sueldo de la compañía DuPont cuando en 1946 inventó un recipiente hermético que evitaba el desparrame de los alimentos. Lo llamó Tupper Seal. Fue la versión mejorada de un envase de polietileno que había creado unos años antes bajo el nombre de Welcome Ware. La unión de ambos se convirtió en el tupperware, símbolo de la clase media norteamericana de los años cincuenta, y hoy un producto universal que la RAE rebautizó en 2017 como "táper" .
Precisamente, sobre este y otros objetos cotidianos, hasta el 15 de junio de este año, quienes visiten Nueva York podrán visitar la nueva exposición en el Museo de Arte Moderno, El valor del buen diseño (The Value of Good Design), que busca definir de qué se compone el "buen" diseño al mostrar más de 100 piezas creadas desde la década de 1930 hasta la de 1970.
El hilo conductor en cuanto a las fechas seleccionadas se centra en el diseño de antes y después de la guerra. La segunda mitad del siglo fue una época en que los diseñadores miraban el futuro con optimismo. Para los creadores estadounidenses de la época se respiraba en el aire cierta sensación del potencial democratizador del diseño, según declaraciones de Juliet Kinchin a la prensa neoyorkina, quien co-curó la exhibición con Andrew Gardner. Habia una creencia idealista de que el diseño funcional y de bajo costo podría mejorar las vidas de los norteamericanos.
El valor del buen diseño como material de disputa política es todo un símbolo de lo que puede haber en esos objetos que para el simple consumidor es algo que le facilita superar esas pequeñas luchas cotidianas como hacer la comida, llevar a los chicos al colegio, bañarse o limpiar su casa. Así expone estas implicancias el texto de presentación de la exhibición en la web del MoMa. "Los gobiernos de ambos lados de la división de la Guerra Fría lo adoptaron como una herramienta vital para la reconstrucción social y económica y el avance tecnológico en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Este alcance global se refleja en muchos de los elementos que se ven, desde un automóvil Fiat Cinquecento italiano del mercado masivo y una cámara Werra de Alemania Oriental de la era soviética hasta un póster japonés para una máquina de coser Mitsubishi y una silla de tazón brasileña. Estos trabajos se unen a elementos icónicos e inesperados hechos en los EE. UU., Como el Eames La Chaise, un fabricante de café Chemex y el limpiador de camarones de Irwin Gershen".
Desde el famoso taper hasta muebles icónicos, desde autos pequeños hasta electrodomésticos que hicieron historia. Botellas de vidrio, productos electrónicos, artículos deportivos, juguetes y gráficos integran la colección que no sólo atraerá a aquellos que están en tema, sino seguro a los más chicos. Bueno, no... a sus padres. ¿Quien no se muere de ganas de mostrarle ese teléfono de una sola pieza curvada con el marcador de números escondido en la base, que parecía hipermoderno y era un signo de status, de persona "viajada" tener en su cocina?
Sin dudas intriga y promete. Ver con otra mirada, expuestos como auténticas obras de arte, las cosas que tenemos tan a mano parece ser una experiencia de esas que solo se pueden vivir en Nueva York. O en la alacena de la abuela.