Enrique Piñeyro. “Cocinar es lo único que hice seriamente en toda mi vida”
El entrevistado llega a su restaurante un par de minutos tarde, cosa que lo abruma bastante. Bueno, eso parece en un principio, porque al rato la ironía, el humor y una cancha que lo planta instantáneamente como actor de raza transforma a ese Enrique Piñeyro culposo en lo que es: una bestia multifacética, de una inteligencia y carisma indiscutidos.
Médico, sí, y lo comenta al paso, sin presumir. "Decidí estudiar Medicina cuando se me ocurrió recorrer las provincias de Formosa y Salta. Tomé contacto con las reservas de matacos y quedé impresionado, porque venía de un colegio bilingüe en Olivos y de pronto me encontré con otro mundo. Enseguida empecé a trabajar en el Hospital Materno Infantil, en la parte de administración hospitalaria. Finalmente hice una subespecialidad clínica: Medicina Aeronáutica".
De todas formas, y fiel a su estilo, el relato romántico del médico sin fronteras lo aniquila de un plumazo. Con el mismo filo que los cuchillos que utiliza en Anchoíta, su restaurante de Villa Crespo, explica que igual a él nunca le interesaron las carreras, sino los proyectos. "Cocinar es lo único que he hecho seriamente a lo largo de mi vida", insiste el piloto, actor, director de teatro y cine, el justiciero incansable que ganó popularidad cuando sucedió la tragedia de LAPA (que él como empleado había anticipado y epopeya que luego se calzó al hombro aportando documentos que mostraron el pésimo mantenimiento de los aviones de la empresa). Pero ahora está en otra. En realidad, siempre está en otra, porque si hay algo que no tiene, y no quiere, es cursar un camino lineal.
–¿Por qué ese desagrado cuando te mencionan la palabra código?
–Es que no sé a qué viene. Hay código civil, penal, comercial. Eso lo sabemos. Pero yo no tengo códigos, sino principios. Me molesta porque en general tiene que ver con ese costado argentino trucho. Esa historia de que los trapos sucios se lavan en casa. Sí, se lavan porque se quieren lavar. Pero disculpame, si yo quiero voy a salir afuera a buscar una vecina o una autoridad competente que los lave. Y si no la encuentro voy a hacer todo el despelote posible para que alguien haga algo. No lo logré con lo de LAPA porque terminó como terminó, y encima impunes. Pero bueno.
–¿Estuviste amenazado?
–Sí. Hubo un episodio unos días antes del estreno de Whisky Romeo Zulú que sí entraron con armas a la oficina. Me metieron un revólver en la cabeza y me dijeron que estaba haciendo las cosas mal. Pero igual me sentí increíblemente tranquilo porque sospeché que era una apretada, que no iba a llegar a mayores.
–¿Cómo manejaste tanta locura, tanta exposición? El miedo.
–Creo que es como sucede con los chicos. Me acuerdo cuando amenacé a uno de mis hijos con una lista de castigos infernales para que levantara un desorden que había hecho. Y el tipo me miró. Era chiquitito, chiquitito... Y con el dedito empezó a hacerme burla. A repetir en su idioma lo que yo le había dicho. Y bueno, me tenté y le dije: "Está bien. Vamos a ordenar juntos". Nunca hay que subestimar. Pero la verdad es que si me pasaba algo había no más que tres o cuatro timbres que tocar.
–¿No le tenés miedo a nada?
–No, no. Eso no es verdad. Un día estaba en un restaurante con cuatro personas, cerca del río. En un momento sentí algo en mi brazo y la gente saltó al instante. Era una araña impresionante. Quedé solo con el bicho caminándome y de pronto veo que viene una camarera con una escoba. Casi me da un ataque. Me quedé quieto como James Bond midiendo hasta dónde subía, y cuando se acercaba al cuello, zafé. La tipa tiró una patita a la pared. Yo agarré el balde de hielo, un papel y listo. Pero eso sí me dio mucho miedo, y me la banqué. Ahí me sentí valiente.
–¿Cómo se logra un equipo como el que tenés en la cocina y el salón, que considerás casi perfecto?
–Es que cuando el liderazgo no es abusivo las cosas salen bien. Cuando se entiende que el error es parte de la conducta humana; entonces eso no se sanciona. Acá no se castiga a nadie por un error. En mi restaurante se te puede caer la comanda entera y jamás se te va a decir algo malo. Por el simple motivo de que sabés que no fue a propósito. Lo único reprochable es la actitud. Ejemplo. Si yo voy a hacer una inspección a un avión y no veo una rajadura que está a once metros, eso es un error. Ahora, si no hago la inspección exterior del avión porque llueve y no me quiero mojar... Bueno, ahí hablamos.
–El romance con tu cacerolita y los huevos fritos sucedió a los siete años, ¿no?
–Sí, a los siete años me hice un huevo frito en una sartencita de aluminio y quedé deslumbrado por la alquimia: no podía creer que esa porquería de huevo crudo podía convertirse en esa hermosura de huevo frito. Cocinar es lo único que hice seriamente a lo largo de toda mi vida. En las demás actividades fui cambiando, aprendiendo y empezando de cero.
–Pero tenés pensado volver a volar, ¿es así?
–El proyecto es poder manejar un avión que vuele al costo y transporte a las ONG "intachables"; a Emergency y Médicos Sin Fronteras. Todas estas organizaciones pagan fortunas porque van a zonas de desastre y en realidad se podría organizar un vuelo con todas las medidas de seguridad y al costo.
–¿Cómo reaccionás ante la teoría de que los pilotos argentinos aterrizan con estilo propio, mejor que sus colegas del mundo? Porque la habrás escuchado...
–Eso es una huevada atómica. Claro que lo escuché. ¿Y qué sería aterrizar bien para la gente? ¿Te lo dijeron?
–Por supuesto que sí. Aterrizar suavecito, que las ruedas apoyen como bailarinas clásicas, sin sonidos fuertes...
–Es genial. Porque debe ser todo lo contrario. Un jet bien aterrizado es así (hace el ruido de un planchazo). Toque positivo. Porque vos tenés que romper la película de agua y sobre todo no tenés que gastar pista. Sí, sí... el baila baila y la pista que te pasa abajo... Disparate. Finalmente, el día que necesitás frenar puede ser un desastre.
–O sea que los aterrizajes buenos deben ser más heavy metal.
–Absolutamente. Esa es buena definición. Si no, te comés pista. No hay que bajar como Julio Bocca, sino más bien al estilo Pappo.
–¿Cuando estudiabas Medicina ya volabas?
–Sí, claro. Conectaba y desconectaba todo el tiempo.
–No es fácil. Uno a veces planea trabajo para llevar en el avión, pero ahí arriba de pronto deja de importante todo. ¿Cómo se define eso?
–Simplemente es que desconectás porque estás en el lugar más seguro del mundo. No existe una cápsula de protección más grande que estar a diez mil metros arriba de un avión. Allá arriba no hay nada. No están los malos, no está la Fuerza Aérea. Sinceramente, no entiendo los temores. En 2017 no se murió nadie arriba de un jet de linea aérea. Y fueron 38 millones de vuelos. Lo que te mata es el remís que te lleva al avión. Los autos matan un millón y medio de personas por año. Y nadie les tiene miedo. Los mosquitos también son peligrosísimos.
–O sea: mosquitos más peligrosos que los aviones. ¿Qué más?
–Los seres humanos. Es la segunda bestia más sanguinaria después del mosquito. Y la gente se casa con seres humanos.
–¡Pero vos estás casado!
–Sí, hace bastante. Cumplí veinte el año pasado. Con la madre de mi segundo hijo. Pero eso no tiene nada que ver. Yo cuento lo que hacemos los humanos. Nos sentimos seguros así, con perros, en un hogar lleno de electricidad, fuentes de fuego y cosas muy letales. Pero después nos dan miedo los aviones y los tiburones, que matan tan poco. La culpa es del cine catástrofe. Nunca avalancha en un remís o mosquitos zombis asesinos.
–Cuando se podía, ¿dejabas entrar a la cabina?
–Sí. A los chicos que lo deseaban los veía como pilotos en potencia. Y a los adultos, como pilotos frustrados. Pasé momentos mágicos. Como cuando un señor muy sencillo se me acercó, cariñoso, y me dijo: ¿se acuerda de mí? Largo silencio. Y me retruca: "Es que usted hace unos años me llevó a Mendoza".