Alfredo Pérez participó en la histórica Operación 90 que, en 1965, hizo flamear la bandera argentina en el punto más meridional del planeta; el antecedente más cercano había ocurrido en 1962, cuando dos aviones aeronavales llegaron allí, siendo los primeros argentinos en visitar el lugar
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Curiosamente, el primer trabajo que tuvo Alfredo Pérez estuvo relacionado con el hielo. Se ríe cuando lo cuenta. Durante dos temporadas de verano, en 1947 y 1948, fue repartidor. Tenía solo 13 años. Había un camión lleno de barras congeladas, él las cortaba en pedazos y las vendía en las casas de su barrio. Ganaba 40 pesos por mes, una pequeña fortuna para un adolescente.
Alfredo nació y se crio en Morón. Cursó hasta sexto grado. Dejó el secundario para ayudar con la economía familiar. Se hizo obrero, comenzó a trabajar en la construcción. Sin embargo, por recomendación de Adelina de Carulla, su maestra en la Escuela Manuel Laínez de Morón, decidió continuar sus estudios.
A los 15 se inscribió en la Escuela de Mecánica del Ejército “Teniente coronel Fray Luis Beltrán”. Allí descubrió la pasión que definió su vida. Cursó la carrera completa, los 4 años, y egresó como cabo primero con diploma de Mecánico motorista. “Sabía soldar muy bien con la autógena. También había aprendido a pintar y a hacer trabajos de carpintería”, dice en entrevista con LA NACION.
“Había que ir al Polo”
-Alfredo, usted fue parte de la primera misión argentina al Polo Sur. Marchó 2980 kilómetros en un terreno desconocido, helado. ¿Qué lo motivó a participar de esa expedición?
-Es muy impactante porque para nosotros nunca se trató de algo personal: lo hicimos por la Patria. Si la Patria era soberana de La Quiaca al Polo Sur, había que ir al Polo Sur.
-Usted ya había ido a la Antártida, pero jamás al Polo. ¿Recuerda cuando le propusieron ser parte de esta misión?
-Yo había estado en la Base Belgrano un año y había dejado una buena impresión en mis superiores. Un día me llama por teléfono Ricardo Ceppi, que era mecánico en el Ejército, un colega mío: “Hay un programa, posiblemente vayamos al Polo Sur. Tengo que formar un equipo de diez mecánicos y me gustaría contar con vos”, me dijo. Y agregó: “Ah, son dos años”. Yo pensé: “Uh, mi mujer me mata”.
-Imagino que el siguiente paso fue una extensa charla en su casa.
-Hablé con mi mujer, le expliqué todo. Que la campaña, en total, más allá del viaje al Polo Sur, iba a durar dos años. “¿Qué te parece?”, le pregunté al final. Había un punto clave: le dije que finalmente nos íbamos a poder comprar la casita. Mi esposa, “la gallega”, me dijo que sí. Le conté a Ceppi y me apuró: “Bárbaro, agarrá tus cosas y venite para acá”.
DIEZ HOMBRES VALIENTES
-Alfredo, ¿qué itinerario siguieron?
-Navegamos hasta Base Belgrano... y a partir de ahí todo era desconocido. No había itinerario porque teníamos que atravesar lugares jamás explorados. Hasta ese momento, nunca se había hecho más que 120 kilómetros hacia dentro. El 26 de octubre de 1965 partimos los 10 integrantes del grupo de asalto, acompañados por 4 oficiales que conformaban una patrulla de reconocimiento que solo nos iba a acompañar hasta el paralelo 82. Ellos iban en trineos tirados por perros.
-¿Qué vehículos utilizó la patrulla de asalto?
-Usamos seis snowcats que el Ejército había comprado en Alaska, estaban nuevitos. Antes de partir les hicimos algunas reformitas, cosas que creímos que podrían andar. La calefacción funcionaba muy bien. En uno de los vehículos instalamos un gravímetro. Algunos snowcats tenían 6 cilindros en línea, pero había otros de 8 en V. Íbamos a 10 kilòmetros por hora, más o menos. A los más chicos le metíamos 5 toneladas de arrastre, con herramientas, combustible y provisiones. Pero los más grandes arrastraban 10 toneladas. Entraban 2 o 3 personas en cada vehículo.
-¿Cuál era su tarea dentro del grupo de asalto?
-Yo era parte de los mecánicos que iban en la misión. Con Ceppi , Ortiz y Rodríguez nos encargábamos de que los vehículos respondieran.
-¿Cuál creían, antes de partir, que sería el principal peligro que enfrentarían?
-Las grietas, sin dudas. Y no nos equivocamos: en los primeros 430 kilómetros de marcha, encontramos algunas que tenían entre 350 y 400 metros de profundidad.
La patrulla de reconocimiento despidió expedicionarios cuando llegaron a Base Sobral. El grupo comandado por el coronel Leal siguió camino. Y, enseguida, llegó el primer traspié: “Fue un desastre”, recuerda Pérez.
El sargento primero Guido Bulacio estaba revisando el motor de uno de los vehículos cuando un ventilador se enganchó en su guante y le lastimó la mano. No fue una herida de gravedad, pero debió ser separado de la expedición. No podían correr el riesgo de que, en medio de la Antártida, sufriera una infección o congelamiento.
La lesión de Bulacio cambió el destino de Alfredo. “Hasta ese momento, mi misión era permanecer en la Base Sobral, proveyendo apoyo logístico y radioeléctrico. No iba a estar en el grupo de asalto”, cuenta. Pero el accidente de Bulacio lo subió a un snowcat: Leal resolvió que Alfredo debía reemplazar a su colega y formar parte de la expedición.
Luego, en medio de la nada, en la inmensidad del continente blanco, llegó el segundo problema. “No teníamos experiencia en la altura. Siempre trabajamos en el llano. Nuestros esquíes estaban hechos para operar en la nieve. Pero cuando alcanzamos los 1200 metros de altura se acabó la nieve y apareció hielo... ¡y el hielo nos rompió los patines de los trineos en los que llevábamos la carga! De pronto, entendimos que teníamos que volver, no nos quedaba otra, porque no teníamos donde llevar la nafta. Imagínese, habíamos hecho ya casi 600 kilómetros... Los trineos no estaban preparados para suelo duro, eran para nieve. Y a nosotros ni se nos ocurrió que íbamos a encontrar hielo”, cuenta Alfredo.
Sin embargo, cuando estaban por bajar los brazos, encontraron una solución muy argentina para su problema. Lo ataron con alambre. Continúa Alfredo: “Estuvimos dos días soldando con la autógena, atando con alambre y con soga. Así logramos recuperar cinco trineos y pudimos seguir. A partir de ahí bajamos aún más la velocidad, anduvimos con muchísimo cuidado, despacito. Y no volvió a pasar nada. Realmente, no pasó nada desgraciado”, agrega.
-¿Dónde dormían?
-Siempre en carpa. Antes de partir se formaron los equipos. Mi compañero era Domingo Zacarías. Nosotros éramos el último vehículo, íbamos al final de la fila, y nuestra misión era estar atentos a que nadie perdiese nada por el camino. Porque a veces se saben caer cosas de los trineos y, claro, el que va manejando no se da cuenta.
-¿Cuál era la distancia entre vehículos?
-Era, en total, una fila de más 150 metros de largo. Dejábamos 30 o 40 metros entre un snowcat y otro.
-¿Cómo era la comunicación con Base Sobral?
-Debíamos reportarnos en horas determinadas. Parábamos, tendíamos la antena y Zacarías hablaba con la base. Teníamos que hacer 50 kilómetros por tramo, obligatorio.
-¿Y cuánto tiempo tardaban en cubrir esos 50 kilómetros?
-Había que estar 36 horas dándole, sin parar, casi. Mientras manejábamos comíamos galletitas con paté, cosas de ese estilo. Recién cuando completábamos el tramo nos deteníamos, armábamos la carpa y hacíamos una comida firme.
-¿Lograron cumplir siempre con los 50 kilómetros diarios?
-Hubo un solo día malo, el 28 de noviembre. Estuve como una hora para hacer 150 metros. En un momento se me paró el vehículo y no lo pude hacer arrancar. Mis compañeros se quedaron esperando. Cambié el carburador y no pasó nada. Los platinos estaban bien, las bujías también, pero no quería andar. En eso pasa Oscar Alfonso y le pregunto la temperatura. Hacían 60 grados bajo cero. “¿Qué?”, le digo. Con razón no funcionaba. Cerramos todo y a la cama, todos en posición fetal. Al otro día, la temperatura subió y el snowcat arrancó sin inconvenientes. Pero esos 60 grados bajo cero se hicieron sentir.
-¿Qué llevaron para comer?
-Teníamos cajas con raciones. Cada caja alimentaba a dos hombres durante un mes. Había de todo: sobres con papa y cebolla deshidratadas. Había un tarro que se llamaba charquicán (guiso tradicional en la gastronomía de Chile), que tenía 5 mil calorías. Después teníamos comida en lata: fideos, arroz... Derretíamos agua para cocinar y para el mate, nuestro desayuno. Y si tenías que hacer necesidades, podías cavar un lindo pozo (ríe).
-En algún momento, especialmente en los primeros días de expedición, ¿se replanteó lo que estaba haciendo? ¿Se preguntó “¿qué hago acá”?
-Nada, nunca.
La llegada al Polo Sur
Fue un momento histórico y emotivo. Así lo recuerda Alfredo Pérez: “La noche previa, Moreno le dijo a Leal que estábamos a 21 kilómetros del polo. Armamos las carpas, dormimos y a la mañana siguiente nos pusimos ropa limpia. ¡Teníamos una mugre encima! (ríe) Habíamos guardado una muda, pantalón y remera, para la llegada a Amundsen-Scott. Eso sí, no teníamos botas de recambio. Retomamos la marcha y empezamos a ver una superficie diferente, muy suave. En una de esas, de pronto, hubo un blanqueo total. Empezó a bajar nieve y no veíamos a dos metros. Cuando recuperamos algo de visibilidad, seguimos. Hasta que uno dijo ‘¡Ahí está la base!’. Hicimos 50 metros más y encontramos una banderola. Nos reímos mucho, ¡nos confundimos una banderola con una base! Después vimos antenas y seguimos avanzado hasta que encontramos la pista de aterrizaje y la entrada de la base. Al pasar la pista, había una cabaña de plástico, la del radarista, que nos vio y salió a recibirnos. Hizo señas. A nosotros nos estaban esperando los “viejos”, pero ellos se habían ido hacía una semana. Ya habían sido reemplazados. El radarista nos dijo que ahí se manejaban con la hora de Nueva Zelanda. ‘Para nosotros son las 2 de la mañana’, comentó. Los relevos, los nuevos, estaban todos durmiendo. Entonces nos fuimos a dormir. Nos habían preparado una carpa, a dos aguas con cama y todo. Yo dormí ahí, pero algunos muchachos armaron sus carpas y pusieron la bolsa cama. En la base nos atendieron muy bien, no hubo ningún problema. Lo único que hicieron, que me sorprendió, fue que nos cobraron la comida: mandaron la cuenta a través de la embajada. Nos trataron con mucho respeto”.
Una foto histórica
El día más importante fue el 10 de diciembre de 1965. Cuenta Alfredo: “Había un mástil con banderas de otras naciones. Entonces fuimos, pusimos nuestro mástil e izamos nuestra bandera. Saludamos, cantamos el himno y dimos por finalizada la visita. Había que volver, nada más”.
-¿Cuánto tiempo estuvieron en Amundsen-Scott?
-Estuvimos cinco días, reparamos los trineos y marchamos de vuelta.
-¿Qué fue más difícil, la ida o el regreso?
-La ida. No había un camino trazado. La base está a 2800 metros de altura. Teníamos que hacer 50 kilómetros, que en subida nos tardaba 36 horas. Pero a la vuelta veníamos en bajada: en 36 horas hicimos 250 kilómetros. Se hacía un control cada 200 kilómetros, nada más. Cuando llegamos a Base Sobral hacían 5 grados bajo cero. Pusimos una manta en el suelo, nos sacamos la pilcha y tomamos sol. Transpirábamos. Después, en la planicie, se nos rompió un embrague. Así que paramos y lo arreglamos, mientras tomamos unos mates.
-¿Qué recuerda del camino de vuelta hacia la base Belgrano?
-Llegamos el 31 de diciembre a las 23.45, a minutos del Año Nuevo...
-¿Y cómo fue el regreso a la ciudad, a la vida civil?
-Pude reencontrarme con mi hijo Walter. Cuando me fui, tenía 1 año. Después me acuerdo del a-sa-di-to que me hizo el vecino de al lado.
-¿Pudo hablar, durante la travesía, con su familia?
-Todos los días. Yo había vendido mi auto y un tipo de Rufino me hizo una radio estación y una antena de locos. Durante los dos años, hablé todos los días con Walter y mi mujer. La usábamos todos.
Hoy, Alfredo Pérez tiene 90 años. Vive en Villa Teséi, con su mujer y todos los recuerdos de esta hazaña. “Muchos de los que van a la Antártida, durante los dos primeros meses, no quieren saber nada. Pero al tercer mes ya están averiguando cómo tienen que hacer para volver”, asegura.
Se despide con una anécdota: “En Amundsen-Scott nos llevaron a un pozo que habían cavado hasta poder llegar al hielo formado en el año 0, cuando nació Jesucristo. Yo no estaba ahí, no sé cómo me lo perdí. Tenía como 60 metros de profundidad... Ahí, a Leal le dieron una botella con hielos del año 0, que luego se derritieron dentro del recipiente. Al regresar a Belgrano, una tarde, empezamos a preparar el mate y vimos esa botella... Sí, vertimos el agua en la pava, la calentamos y cebamos nuestro mate. La tomamos. ¡Nosotros no sabíamos que era el obsequio que le habían hecho a Leal! A los pocos minutos, Leal se acercó y nos pregunto: ‘¿´Vieron una botella de agua?’” (ríe).
“Una tierra reacia a los hombres”
Esta expedición constituyó, tal como lo afirmó su jefe, el coronel de caballería Jorge Edgard Leal, “la marcha hacia el sur de la República resuelta a ocupar, dominar y administrar hasta los últimos reductos de su territorio”. Se consideró completamente cumplido el objetivo político de la expedición: reforzar los derechos argentinos sobre el Sector Antártico demostrando la capacidad argentina de accionar a lo largo de todo el territorio patrio.
Además, durante los dos meses de marcha se efectuaron observaciones científicas y técnicas de geología, gravimetría y meteorología. Una tarea titánica si se contemplan las condiciones meteorológicas bajo las cuales las realizaron.
Tras la misión, Leal describió a la Antártida, y a los trabajos de esa patrulla, de la siguiente manera: “Una tierra en donde se enseñorea una naturaleza hostil –la mas fría y tempestuosa del planeta- reacia a los hombres, perros y máquinas y donde las tormentas polares y las interferencias magnéticas anulan las comunicaciones y afectan los instrumentos volviéndolos inexactos e influyendo, por lo tanto, en la inteligente confianza que el hombre debe depositar en los mismos. Un lugar donde los lubricantes se convierten en sebo y lo metales se cristalizan, donde las mejores aleaciones se quiebran al desintegrarse la materia”.