Jorge Navarro y el jazz en las venas
El pianista que sacudió la escena porteña desde muy joven habla de este género musical como un lenguaje y asegura que “no es algo que pueda enseñarse”. Le rinde tributo a Gershwin mientras se reedita un disco suyo grabado hace cuarenta años
Animador de incontables conciertos, jam sessions y grabaciones a lo largo de cinco décadas, Jorge Navarro era uno número habitual en la cartelera porteña. Sin embargo, en los últimos años, sus presentaciones se fueron volviendo cada vez más esporádicas. Por eso, el concierto que el pianista, que acaba de cumplir 77 años, ofrecerá el próximo viernes 3 de noviembre, junto a su trío y una orquesta sinfónica dirigida por Ernesto Acher, es todo un acontecimiento. Se trata de Gershwin, el hombre que amamos, un espectáculo estrenado originalmente en 1997 (a dos pianos, junto a su entrañable amigo Baby López Furst), que se transformó en un clásico y incluso que llegó al escenario del Teatro Colón, en 2006 y 2013. “Gershwin es un compositor muy especial –dice Navarro en su casa de las afueras de Buenos Aires–. Era contemporáneo de gente muy talentosa, como Cole Porter, Jerome Kern, Richard Rodgers, Irving Berlin, Jimmy Van Heusen. Todos ellos extraordinarios. Pero la particularidad es que Gershwin nadaba en dos océanos: el clásico y en el popular. No era un gran erudito, aunque se dedicó mucho a estudiar, incluso en Europa. Y escribió obras impresionantes como Rhapsody in Blue, el Concierto en Fa, Un americano en París, los preludios… Eso que nosotros mal llamamos música clásica. Hay una anécdota suya, muy linda, con Igor Stravinsky. Gershwin, que era recontrafamoso y había hecho millones de éxitos, quiso tomar clases con él. Stravinsky le preguntó cuánta plata ganaba a la semana y al escuchar la respuesta de Gershwin, que era una cifra exuberante, el Maestro le respondió: «¿Por qué no me da clases usted a mí?»”, evoca entre risas.
La obra de Gershwin, de Porter, de Kern, de Berlin, de todos esos mayúsculos compositores, está indisolublemente asociada al jazz. Sin embargo, todos ellos son autores de música popular. Sus canciones estaban destinadas a musicales, obras de teatro o películas, pero fueron los jazzistas los que, partiendo de esas melodías, las utilizaron como plataforma para improvisar y darle rienda suelta a su inventiva. Por eso, es mejor entender al jazz no como un género, sino como un lenguaje. “Cualquier tema, que preferentemente sea un poco rico en armonía, se puede tocar en jazz –asiente Navarro–. El jazz es una manera de tocar, de interpretar la música. Por supuesto que hay vehículos que se prestan más que otros. Tiene diferencias sutiles, más ligadas a lo técnico, con otros géneros. Lo que ocurre con las corcheas en el jazz y con las corcheas de la música clásica es un buen ejemplo. Se tocan de manera diferente. Por eso cuando una orquesta sinfónica intenta tocar jazz o algo parecido, le falta el swing. Es algo difícil de explicar, que los jazzistas ya traen incorporado.”
Un modo elocuente de explicar este concepto, del jazz como un lenguaje, es a través de la actualidad de Navarro. Al mismo tiempo que rinde un homenaje a Gershwin, el sello RP Music edita, por primera vez en CD, Navarro con polenta, un álbum de grabado en 1977, etiquetado en su portada como Jazz rock y cuyo primer track es una versión de Black Dog, el clásico de Led Zeppelin. A la manera de Chick Corea, Navarro toca el Fender Rhodes en casi toda la placa, con un wah wah, acompañado por un grupo de notables, que incluye a Ricardo Lew en guitarras y Norberto Minichillo en batería, con Weather Report casi como espejo. “Decidí abrir el disco con la versión de Zeppelin porque cuando escuché ese tema por primera vez me di cuenta de que con esos acordes y esa melodía se podía improvisar. Creo que eso ayudó a que se haga más conocido el disco, que grabamos en los estudios Ion, en una o dos noches”, recuerda. Y se entusiasma: “Llamativamente, me sigue gustando. Por lo general, todo lo que grabo no me gusta y no lo vuelvo a escuchar más, queda en el pozo. Pero este disco, de vez en cuando lo escucho y digo: «Pucha, pensar que esto fue hecho en el año 77 y todavía está bueno, suena fresco».”
Al mismo tiempo, a instancias del productor Oscar Daniel Chilkowski, se lanzó El sonido de una leyenda, único registro editado de Explossion, un ensamble de jazz latino integrado por Navarro junto a Fats Fernández (trompeta), Ricardo Lew (guitarra), Jorge Cutello (saxo y flauta), (Ricardo Sans (bajo), Luis Ceravolo (batería) y Rubén Rada (percusión). Grabado en vivo en diciembre de 1984 en el Bar Latino, por el legendario ingeniero Carlos Píriz, refleja el estado de efervescencia creativa que destilaba ese verdadero seleccionado. “Fue una experiencia muy linda. Era verdaderamente explosivo y muy latino. Con Rada habíamos armado La Banda a fines de los 70, pero tenía un sonido un poco más rockero. Este proyecto estaba enfocado al latin y, la verdad, nos divertíamos mucho tocando”, evoca.
ALGO SOBRE EL ESTILO
En el indispensable Jazz al sur (1992), el libro que narra la historia de la música negra en la Argentina, el crítico platense Sergio Pujol lanza una descripción precisa del protagonista de esta historia. “Jorge Navarro sabe acompañar con distinción, pero es básicamente un solista. Incluso cuando acompaña: la constricción no es su vocación. Personificación del swing moderno en la Argentina, Navarro empezó imitando a Teddy Wilson, y fue bajo esa influencia que ingresó a los Swing Timers. Al poco tiempo quedó flechado por la música de Bud Powell y ya nada volvió a ser como antes. Sin embargo, de Wilson le quedó una poderosa mano izquierda, que no sólo admiran sus oyentes sino los músicos con los que ha tocado a lo largo de una vida llena de peripecias musicales”, afirma. “Mientras muchos de sus contemporáneos expresan a través del piano las tribulaciones de la vida, Navarro conserva cierta alegría de vivir del jazz primigenio. Cuando improvisa es expansivo, más bien nervioso. Con rapidez, lleva las cosas a un alto nivel de intensidad, como si cada pieza que toca debiera ser la culminación del swing, sin que esto suponga sacrificar la pureza de la melodía original, siempre cortejada por el pianista. En sus solos abundan las citas, pero el rumbo de la música casi nunca es previsible. Su toque es tan variado como su biografía musical: puede acentuar a la manera latina sin entrar definitivamente en el jazz latino o plantear una base del blues con la firmeza del stride, aunque generalmente no se aleja mucho de la respiración agitada del jazz moderno. A veces puede resultar ecléctico, pero siempre es eficaz y rotundamente jazzístico. En cierto modo, Navarro es un sibarita musical: la pasa muy bien frente al piano. Y ni bien arranca, el oyente descubre que ese goce va más allá de la convención del concierto. Navarro tiene la nobleza del amateur puesta en un plano profesional.”
A mediados de los 50, Navarro se insertó en la escena jazzística porteña, donde ya existía una grieta estética. De un lado, los amantes del jazz tradicional, que frecuentaban el Hot Club. Por el otro, los fanáticos del jazz moderno, que curtían en Bop Club, con sede en la Asociación Cristiana de Jóvenes de la calle Reconquista. “Este es el país de las antinomias: Boca o River, Galvez o Fangio y todos los enfrentamientos que se te ocurran. En el jazz, tradicionalistas y modernos se referían mutuamente como «la contra». Había un fanatismo tremendo.” Navarro, sin embargo, iba a ambos reductos. A los 14 años, todavía con pantalones cortos, iba a escuchar con fascinación al Mono Villegas, al Chivo Borraro, a Horacio Malvicino, a Pichi Mazzei. Pronto empezó a subir al escenario. “Yo iba a los dos lugares, muy asiduamente. Era muy chico, tenía 17 años, y estaba loco con Teddy Wilson en ese momento. Entonces, iba al Hot club y tocaba y ellos se fascinaban. Después iba al Bop Club y tocaba el mismo tema de la misma manera, porque yo era muy chico y no sabía tocar de otra, y también se fascinaban. Es decir, tocaba de la misma manera en los dos lugares, y en los dos todo el mundo me felicitaba y me aplaudía. Es más, en 1958 gané la medalla de oro al mejor pianista del año, es una cosa de locos, yo tenía 18 recién cumplidos.”
¿Y qué pensás que tenías para haber sacudido la escena de esa manera?
Yo tenía la forma, la esencia. Algo con lo que se nace o no se nace, pero que no se adquiere. Eso es algo que está con uno, por eso no creo que el jazz sea algo que pueda enseñarse. Cuando empecé a los 16 años con el jazz profesional, no existía ningún método. Estaban los discos de pasta, y yo los hacía bolsa en mi casa escuchando para tratar de copiar. No de copiar exactamente, pero sí de sacar las armonías. Y no sabía qué hacer con la mano izquierda. De alguna manera, el Gato Barbieri, Fats Fernández, todos nosotros salimos del potrero.
A principios de los 60 integraste la Agrupación Nuevo Jazz. ¿Cómo recordás esa época?
Todavía me pregunto por qué me llamaron. Porque en ese tiempo era un pianista bastante precario. Me sentía muy primitivo. A diferencia de Baby López Furst, que era un genio y a los 14 años tocaba igual que cuando se murió. A mí no me pasó eso. Yo a los 16 llegué a balbucear, y a los 20 todavía seguía balbuceando, un poco menos, pero seguía. Me tenían mucha paciencia y les gustaba que yo tenía swing. Les gustaba la manera, pero a mí el Gato me enseñó muchísimo, Rubén (su hermano, trompetista) también. Me explicaban los acordes, cosas que no estaban en los libros, ¡porque no había libros! Con el Gato, con Rubén, con Alchourrón nos juntábamos a zapar en casas. Y decidimos formar un grupo y hacerlo en un teatro. Era casi todo doble: había dos pianistas (tocaba Santiago Giaccobe), dos contrabajistas (Chico Novarro, que también tocaba la batería y el Negro González), el Zurdo Roizner. El Chivo Borraro, Alfredo Wulff… Pegábamos carteles por la calle, con entusiasmo, una cosa fantástica. Seríamos 13 o 14 músicos, entonces armábamos dúos, cuartetos, quintetos. Era muy divertido. Duró unos dos o tres años, hasta que el Gato se fue a Europa. En uno de esos conciertos conocí a Susy, mi esposa. Ella había ido a ver uno de esos conciertos en el teatro Fray Mocho. Después de muchos años de casados me mostró una libreta donde le había firmado mi autógrafo. De algún modo, al jazz le debo a mi familia.
La agenda de los músicos, en esa época, era bien intensa.
Tocábamos todo el tiempo. Con los Swing Timers arrancábamos a la mañana en Radio El Mundo, a la tarde, a la hora del té, en alguna confitería como La Ideal. Después, a la noche en el cine Ópera y después en un boliche hasta las cuatro de la mañana. Después de todo ese día de trabajo, íbamos a comer. Así que volvía a las seis de la mañana. Pero la pasábamos bárbaro, éramos jóvenes, teníamos mucha polenta y se ganaba mucho dinero. Había trabajo para muchísimos músicos.
Y pasaban cosas mágicas, como tocar con Ella Fitzgerald…
Eso fue en 1960. Yo estaba tocando en el boliche Jamaica y ellos estaban en el Ópera. Yo, por supuesto, los fui a ver. Una noche, cuando llego a Jamaica, estaba lleno de gente, me siento en el piano y en el escenario estaba Jim Hall, en guitarra, con el flaco López Ruiz en bajo y Pichi Mazzei en batería. Yo toco con los ojos cerrados, y de pronto escucho una voz que empieza a hacer scat. Levanto la vista y estaba Ella apoyada en el piano, mirándome, con una copa de champagne en la mano. Casi me desmayo. A ella le gustaba mucho Sergio Mihanovich y le dijo a su secretaria que tomara nuestros datos, porque quería llevarnos a los Estados Unidos, a Sergio y a mí. No me animé. Pero la experiencia de haber tocado con ella y con Jim Hall no me la quita nadie.
¿Ya te decían Pamperito en ese momento?
Puede ser. El apodo me lo puso el Gordo Porcel. Eramos muy amigos. El me iba a ver a Jamaica y decía que, cuando me enojaba, bufaba como Pamperito, el caballo de Patoruzito. Teníamos cosas en común: el humor, la música y Racing. Lo quería mucho.
En esa época también te veías con Piazzolla…
Con Astor nos conocimos mucho. A él le encantaba el jazz y venía a escucharme con Oscar López Ruiz. Charlábamos mucho. Y a fines de los 60 compartíamos el escenario de Michelangelo. Él con su quinteto y yo con el grupo Sound & Company.
En la primera mitad de los 70, después de girar por Venezuela y Centroamérica, Navarro se radicó en los Estados Unidos. Con Sound & Co. recorrió ese país en estado de gira permanente, y llegó a grabar para Motown Records. “El grupo se disolvió en 1975 y me fui a vivir a Puerto Rico. Me agarró la loca y durante un año, trabajé con un arquitecto y abandoné la música. Un día, caminando por la calle, me encontré con un argentino que me reconoció y, en una semana, me convenció para volver a tocar.”
Desde su regreso a la Argentina se transformó en uno de los músicos más activos, requeridos y admirados de la escena y tocó con grandes con gigantes como el clarinetista Buddy De Franco y el saxofonista James Moody. A mediados de los 80, luego de la desvinculación de Ernesto Acher de Les Luthiers, se juntaron y cranearon La Banda Elástica, un poderoso ensamble de primera línea (Hugo Pierre, Enrique Varela, el Zurdo Roizner, entre otros), con una gran dosis de humor. “Todo lo que parecía improvisado, estaba ensayado. ¡Ensayábamos todos los días! Podríamos haber ganado mucho dinero, pero nos tocó una mala época”, recuerda.
En ese momento, a mediados de los 90, empezó a tocar a dos pianos con Baby Lopez Furst. “Nos comunicábamos sin palabras. Nunca hablábamos de la música. Apenas nos poníamos de acuerdo en quién hacía la introducción. Después, todo fluía. Era un placer tocar con Baby, porque era genial. Y nos dimos el lujo de tener al maestro René Cóspito de padrino”, explica. “Después de la muerte de Baby, en el 2000, quedé muy mal. Me tuvieron que operar del corazón. Evidentemente, no podía sacar las emociones de otra manera.” Volvió a tocar y exploró, nuevamente, el formato a dos pianos con Guillermo Romero y con Manuel Fraga. También armó una big band formidable, con músicos de la vieja guardia y, en una segunda instancia, con exponentes de una nueva camada jazzística. Y ahora, cada vez que toca en un gran teatro o en una cueva jazzera, transmite un placer absoluto y trascendental.
Hace unos meses, en el marco del ciclo Leyendas del jazz argentino que se celebró en Bebop Club, le hicieron un homenaje. “El ciclo se podría haber llamado Los dinosaurios del jazz –se ríe–. Los términos no quieren decir nada. Cuando te dicen «leyenda» casi que estás en el jonca. Y de leyenda no creo tener nada. Soy un músico más de aquella época, de los que van quedando. Nada menos, nada más.”