Jóvenes a cualquier edad: la trampa en la celebración de lo juvenil
Hacerse un mimo me resulta una de las más reveladoras de las expresiones, siempre gráficas y elocuentes, del idioma argentino. Amén de una alta frecuencia de uso, tiene la peculiaridad de que, aunque provenga y nos remita a la esfera mullida de los cariños infantiles, se la emplea para justificar los pequeños o grandes gustos y placeres claramente materiales que una persona adulta está en medida de darse a sí misma. Una amiga nostálgica de los 70, y ya en sus 70 ella misma, definió como un mimo que se daba la entrada –de precio astronómico– al recital de una legendaria estrella de rock.
En la sociedad del consumismo el ideal de sí tiende a rejuvenecer cada vez más. Los 20 abriles de la mística tanguera no son ya el punto nostálgico de encuentro con un pasado de primeros amores y primeras frustraciones. Lo que hoy a los 40 se idealiza es la infancia escolar y el inicio de la pubertad, envueltas en el halo de las pantallas de televisores y videoconsolas.
Una sensibilidad juvenil impregna y domina a la industria del entretenimiento, de la que la moda ha devenido una rama más. Pero hay una trampa en esta celebración de lo joven. No es la juventud actual la que lo practica, sino la generación del baby boom, a la que pertenezco, el grupo etario nacido, aproximadamente, entre 1945 y los primeros años 60 y que sigue, seguimos, al pie del cañón, participando del hacer las cosas como sino existiera la palabra jubilación.
Es un hecho que escapa a una gran mayoría de comentaristas. Y, sin embargo, el ADN baby boomers está presente, flagrante, en cada una y todos los fenómenos de la cultura popular.
Son, para bien o/y para mal, sus modos de representación –sus predilecciones, sus fantasías–, y sus necesidades sociales lo que, por ejemplo, ha impulsado a la ropa deportiva, el sportswear, al primer puesto del escalafón del gusto contemporáneo y ha hecho de las pocas grandes empresas que la dominan las dueñas del mercado, al que imponen su repertorio de prendas básicas, una fusión de referencias medievales y design futurista, y sus contenidos simbólicos, como, en especial, la agilidad, la energía, el ímpetu, el atractivo sensual, que remiten a la juventud del cuerpo, exaltándola.
No es casual entonces que, trasladado al abanico de todas las modas, esta eclosión de juvenilismo haya reactualizado un espécimen como la femme enfant, la mujer niña de los años 50, encarnada por Carroll Baker en Baby Doll y por Brigitte Bardot a lo largo de casi toda su carrera, un personaje que aunque hoy sospechoso y anacrónico anda transitando ciertas pasarelas.
Mientras tanto, podemos alegrarnos de que en la calle, también las locales, desfilen las lolitas longevas, señoras maduras adictas al color y la soltura, a la melena maleza o al corte pixie, en todas las gamas de amarillos, naranjas y rojas, a las Converse o la sandalia de taco con zoquete. Su duplicado masculino es el pibe sesentón, motoquero avispado, pilar de sala de fitness, indiferente al protector solar pero proclive a la sombra de barba, que a la remota corbata antepone la remera marinera de rayas azules.
Coronan la categoría las dos estrellas, artistas superiores que aquí nos acompañan, Joni Mitchell y Elton John en versión 2019, confirmándonos de que no hay estilo sin sustancia –ni sin tomarse a la ligera, con espíritu joven.