La felicidad de los otros
Es un sábado de sol. Todo el mundo está feliz. Por la calle, jóvenes y viejos trotan con postura erguida y mangas cortas, ostentando unos bríos por encima de la temperatura y de quién sabe cuánto más. Lucen exultantes, desafiando el viento con la frente en alto y con un cuerpo que exclama "¡yo puedo!"
Una pareja camina abrazada y a paso de hormiga. Se nota que están más allá del tiempo. Hablan y se ríen con un enamoramiento de película que los abstrae de cualquier circunstancia exterior. Irradian alegría, compañerismo, ilusión.
En el supermercado, un grupo de adolescentes muestra un desborde de excitación y algarabía. Están organizando un asado y se ríen y festejan con cada ítem de la lista. Nada les preocupa más que celebrar.
Pasa una camioneta llena de chicos que aplauden en el asiento trasero mientras los padres cantan una canción y hacen mímicas que dan risa. La música que se cuela por la ventana es suficiente para oler a toneladas de felicidad.
Hasta un perro echado en la vereda de la calle parece disfrutar con plenitud del sol que lo envuelve y del movimiento que lo rodea.
En la plaza, el viento hace cantar a las palmeras, la florería de la esquina rebosa de gente y hasta el señor que pide limosna en su silla de ruedas lo hace con ímpetu dicharachero.
El mundo está feliz. No existen la tristeza, las carencias ni la soledad. No hay quejas ni agresión. Todo parece brillar. Menos uno.
Este panorama luminoso no hace más que contrastar con la desgracia de nuestro día oscuro. Un día en el que nos duele la luz, nos lastima la risa fuerte, nos aturde la música alegre, nos parecen excesivas las demostraciones de afecto, nos resulta injusta la distribución de la felicidad y nos embarga una sombra tan grande que nubla nuestra percepción de lo real. Y, entonces, puede que nos sintamos miserables, desafortunados, incapaces, impotentes, tristes, angustiados. Nuestra existencia se valora sólo en referencia a la felicidad de los otros, que justamente hoy, en nuestro día oscuro, son todos.
Vivimos tiempos en los que sólo se valora la luz; no hay cultura de la oscuridad. El éxito consiste en brillar sin ninguna huella de opacidad. Como decía el escritor Valerio M. Manfredi en una entrevista de ADN Cultura, "Internet y el hecho de que todos quieran ser visibles en la Red, que todos quieran comunicarse, es una señal. No quieren estar en la oscuridad". Por el contrario, todos quieren "salir a la luz", aunque eso signifique perderse en un escenario virtual. En cambio, comenta Manfredi, "la Antigüedad aparece como una dimensión en la que todavía había espacio para el individuo, el misterio, la aventura, para expandir la propia personalidad". En la oscuridad también se construye el hombre, también se crece y también hay espacio para la felicidad.
Cada día de nuestras vidas está hecho con luz y con sombra, y así también nosotros, como los demás, somos una combinación de tonalidades. No existe esa felicidad ajena en el estado paradisíaco que construye nuestra fantasía cuando mira a los otros con un ojo referenciador de la propia existencia. Esa lente confunde y no deja ver la mezcla que llevamos puesta ni que la aceptación y el abrazo de nuestros matices es la única llave secreta de la felicidad.
No se trata de desconfiar de cada escena donde percibimos felicidad, sino de tener conciencia de que cada vida es una película llena de luces, de sombras y de avatares, como la propia.
Las instantáneas confunden y muchas veces nos llegan empaquetadas como una publicidad: cargadas de fantasía, de ensueño, de perfección y de photoshop. No hay que comprar todo lo que nos venden. Antes, hay que elegir lo que queremos sabiendo que cada elección conlleva infinitas opciones dejadas en el camino. Pero si marchamos con un horizonte definido, no hacemos de cada pérdida un duelo.
Cuando la felicidad de los otros es la medida de nuestro concepto de felicidad, perdemos la capacidad de vivirla como tal, porque lo que experimentamos jamás será igual a eso que, obnubilados, vemos enfrente.
Nuestra vida no es un instante, aunque está repleta de ellos, y cada paso de uno a otro es una oportunidad renovada para construir la película que queremos, continuando la marcha o volviendo a empezar.
La autora es periodista de la Redacción de LA NACION
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