Maestro de la tristeza convertida en inspiración, Leonard Cohen es el último songwriter de los 60 que sigue despabilando espíritus.
Por Santiago Llach
Llego tarde a entregar esta nota y se lo comunico a mi editora por WhatsApp. Ella no me tiene en sus contactos y me pregunta quién soy. Si me preguntás quién soy es porque hay más de uno que te está entregando tarde; me alivia saberlo, le digo. Soy el poeta melancólico, agrego, aunque no sé si ese dato te alcanza para saber quién soy, porque hay muchos poetas melancólicos que ejercen de periodistas. Alcanza, me dice, sos el único poeta melancólico que todavía lo es. OK, entregame mañana, cierra y me alivia.
Y acá estoy. Como no tengo nada muy original para decir sobre los músicos que me gustan (¿alguien tiene algo original para decir acerca de esta gente sobre la que tanto se ha escrito?), lo que hago en esta columna es contar qué me fue pasando con ellos: un testimonio de lo que hace la música con un X como yo, con el último poeta melancólico del tarro. Hoy quiero dedicarle unas líneas al Primer Poeta Melancólico del Tarro, el señor Leonard Cohen.
Crecí en la era analógica y, además de las revistas de papel, mis grandes fuentes de información musical fueron seres humanos. No sé si, una tarde de sábado de 1990, el que me pasó en un TDK grabado el disco I’m Your Man fue mi amigo Nagy o mi novia Sandrita, pequeños grandes dealers de mi formación artística. Debe haber sido Nagy, y lo que me pasó Sandrita fue la antología de poemas de Cohen que sacó Visor. Desde entonces, la voz grave del canadiense me habla en el oído, una torre de canciones que hacen magia epifánica con la rima y el significado.
Cohen lleva publicados 13 discos de estudio, 13 libros de poesía y dos novelas. Es el último songwriter con guitarra clásica de los años 60 que todavía está activo y, después de pasar unas cuantas temporadas en la oscuridad, hoy es un inspirador musical y vital, una sombra brillante del pasado.
Googleo un poco al gran maestro judío del Quebec y encuentro en la Rolling Stone francesa un título que me llama la atención: “Leonard Cohen, 81 años de depresión”. Depresivos serán ustedes, franceses, me digo enojado. Leninistamente, la melancolía es la etapa superior de la depresión, la etapa lumínica: es cuando uno aceptó su costado triste, y sigue adelante con humor y alegría.
En “Chelsea Hotel #2”, editada en 1974, Cohen ironizaba a partir de una escena de sexo oral con Janis Joplin: “Somos feos, pero tenemos la música”. Cuatro décadas más tarde, en la última canción de su último disco (Popular Problems, de 2014), Cohen dice, de manera conmovedora y final: “Acá me tienen cantando, aunque las noticias son malas. Acá me tienen cantando la única canción que hice jamás”.
Me educaron unos curas, uno sobre todo, que a todo decía que no; todo lo atractivo lo prohibía. Tuve una adolescencia muy católica: contradictoria, porque las hormonas son las hormonas. Tarde, terminé haciendo todo lo que esa otra voz grave, la del cura, me decía que no había que hacer. Cohen tuvo una vida agitada, repleta de amores fallidos, intensidad sexual, fracasos económicos; tuvo una vida. Sus letras y poemas, muchas veces gráficamente eróticos, cultivan también una veta espiritual. Detrás de las cataratas de ironía y sexualidad abierta aprendidas en sus años 60, Cohen es también un maestro moral: uno que te cuenta lo que le pasó y lo que hizo con ello. De alguna manera, dice lo mismo que aquel cura: que conviene moderar los instintos, que la vida es contradictoria pero bella, que hay un sentido irracional que intuimos (al que el cura llamaba Dios). Pero lo dice desde el lugar del que ha sufrido y no desde la tarima institucional: esa pequeña diferencia lo es todo para mí. Yo me dedico a enseñar y trato de hacerlo desde el lugar de mi propia experiencia, desde lo difícil que es para mí escribir un poema o una nota.
Un coro de voces contradictorias canta en mi cabeza, la de las ancianas figuras, mis predecesores. Pocas cosas me conmueven más que los hombres que se paran con una guitarrita a cantar canciones de amor herido, a seguir un rato con la música, ese entretenimiento supremo, como una manera de afirmar la vida y de vislumbrar si la homofonía de dos versos, la rima, no raspa la chispa de la Conexión y el Sentido. “Ser un songwriter es ser una monja: estás casado con el misterio”, le dijo Cohen a un periodista de la Rolling Stone en 2014. Nieto de un escritor talmúdico, se inscribe en la raza ancestral de los que buscan en las letritas la cifra perfecta, la cura divina: y lo hace condimentado y contaminado por ese grito de vida y de muerte que fue el rock. Esa mezcla, para mí, lo transporta a la eternidad.
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