Miedo a morir. El momento para esa charla postergada
Quien más, quien menos, de manera consciente o de modo inconsciente, la gran mayoría de los humanos hemos experimentado durante los meses transcurridos desde el estallido de la pandemia el mayor y más profundo de los miedos. El miedo a morir. ¿Hemos hablado de él o lo hemos silenciado? ¿Con quiénes lo hicimos? ¿Se introdujo en nuestros sueños? ¿Se manifestó en nuestras conductas? ¿Se tradujo en síntomas? ¿Qué es o fue lo relevante de ese miedo? ¿La muerte en sí? ¿No saber qué hay detrás de ella, si es que hay algo? ¿Lo que ocurriría con quienes dependen de nosotros? ¿Los proyectos truncos, lo no vivido, lo no experimentado, lo que ya nunca veríamos o probaríamos?
En 2010, cuando murió su madre, Ellen Goodman advirtió que, pese la inminencia del desenlace, ella y su progenitora no habían cruzado palabra acerca de los temas contenidos en aquellas preguntas. "Yo no le había preguntado cómo quería morir, porque siempre nos había parecido que era demasiado pronto para hablarlo hasta que ya fue demasiado tarde. Y me vi confundida y más triste de lo necesario ante las enormes decisiones que tuve que tomar", confiesa al recordar aquel momento. Goodman tiene hoy 79 años, es periodista y activista social y ganó varios premios por sus columnas en Newsweek, The Boston Globe, The Washington Post y otros medios. Entre esos premios se cuentan el Pulitzer, en 1980, y el Hubert Humphrey por la Defensa de los Derechos Civiles. Inmediatamente después de la muerte de su madre creó The Conversation Project (El Proyecto Conversación), una iniciativa de la que participan periodistas, clérigos y médicos, y que se propone estimular entre las personas (sobre todo entre las cercanas entre sí) todas aquellas conversaciones trascendentes postergadas. Eso de lo que no se habla o se teme hablar por miedo a que hacerlo convoque a la Parca.
El silenciamiento de esos temas redunda en que muchas personas mueran mal, con cuestiones no zanjadas, no solo de orden afectivo, psíquico o emocional, sino también administrativo y burocrático. Y que también, por las mismas razones, queden mal quienes las sobreviven. Con el agravante de que ya no hay remedio. "En su tramo final mi madre ya no podía decidir por sí misma, y yo no sabía si ella quería prolongar su vida a toda costa o prefería renunciar a tratamientos que podían causar sufrimiento inútil", recuerda Goodman. "Tomé entonces la decisión de evitar en lo posible que otros sufrieran lo mismo que yo. La tecnología biomédica nos ha dado un nuevo e inmenso poder sobre nuestras existencias, a las que hemos dejado en su mayor parte en manos de los médicos y el sistema: las personas debemos recuperar esa capacidad de elegir cómo queremos vivir y morir".
No basta con dejar testamentos explícitos, dice Goodman. Es importante hablar, conversar, mirar de frente a los temas temidos y hacerlo con las personas queridas. Ningún testamento (que por otra parte suele no cumplirse al pie de la letra, ya sea por cuestiones burocráticas o triquiñuelas jurídicas) puede remplazar a un compromiso afectivo y moral. "No es fácil hablar de la muerte, reconoce la periodista, pero si lo hablan antes, vivirán mejor, y cuando llegue el momento evitarán sentimientos de culpa y sufrimiento inútil, porque todos sabrán que se hace lo correcto". Por lo demás, cuando se habla de la muerte se habla de la vida, ya que ambas son socias y van de la mano. Una conversación de este tipo es también una charla acerca del sentido de la vida, de las prioridades y del sentido existencial y de qué acciones pueden alumbrar ese sentido. Goodman las llama "conversaciones premortem". Y el clima que se instaló en la vida de todos desde el anuncio de la pandemia acaso haya creado las condiciones para que sostengamos esas conversaciones y, al hacerlo, sintamos que el alma respira, el corazón se alivia y el miedo retrocede un paso.