Cortázar lo visitó una vez y le quedó dando vueltas el sonido del nombre. Le pareció mágico. Por eso le puso así al bebé de La Maga, en su novela Rayuela. Rocamadour está cerca del valle de La Dordogne, en la región de Midi-Pyrénées, y tiene bastante de surreal. De pueblo perdido con aura de leyenda.
Fue construido en desnivel sobre una roca abrupta, frente al cañón del río Alzou.
Las casas se superponen unas sobre otras, cual tetris, y todo gira alrededor de sus siete santuarios, erigidos para venerar a una Virgen Negra. Por ella y los 126 milagros que se le atribuyen llegan legiones de franceses y europeos vecinos.
La talla de la virgen, que data del siglo XVII, es lo único que queda de original junto con la roca milenaria. El resto fue arrasado por guerras, saqueos e incendios. No se salvó ni Saint-Amadour, uno de los primeros ermitaños cuyo cuerpo intacto fue descubierto en 1166.
Promediaba el siglo XIX cuando a alguien le picó el bichito de la conservación, y el pueblo se salvó de la ruina. Por eso, la puerta fortificada de Figuieur es la última parada para autos y buses. De ahí, solo se puede avanzar a pie por su única calle, la Couronnerie, atravesada por otras seis puertas hasta la cima, donde un castillo protege todos los tesoros sagrados a sus pies.
Después de remontar a pie los 216 peldaños de una monumental escalera (también se puede subir en teleférico), se llega a la explanada, en la que conviven la cripta donde fue hallado don Amadour y la capilla Notre Dame, refugio de la virgen.
Es una pequeña ciudad sagrada incrustada en la pared de la roca. En la entrada de la capilla hay una espada clavada en una grieta, que según la leyenda sería la Durandal que perteneció al héroe Roland, sobrino de Carlomagno. También hay un cartel que exige una vestimenta "decente". Nada de escotes y tampoco son bienvenidos los perros, según muestran las ilustraciones.
El gran enigma, discutido extensamente por religiosos, teólogos e historiadores, es sobre el color de la virgen: se dice que no fue negra desde el origen. El tono actual podría deberse al hollín de las velas que fueron dejando los peregrinos. O a un tratamiento especial que le hicieron al roble.
La postal de las casas y tejados suspendidos del acantilado, como desafiando la gravedad, es espectacular. De día, el mirador de L'Hospitalet es el mejor spot, ideal para improvisar un picnic. A la noche, hay que cruzar el puente hacia el otro lado del río Alzou para ver la ciudad fortificada y el castillo reflejados en el agua. Otra experiencia espiritual.
Quesos, vitraux y estalactitas
Para conocer el Rocamadour non-sancto y evitar los contingentes de peregrinos, conviene visitarlo fuera de la temporada alta de los franceses (junio y julio), excepto en febrero, cuando cierra todo. Así, hay garantía de encontrar cama en alguno de sus hotelitos, que no ofrecen ningún lujo más allá de la mística de dormir entre muros de piedra centenarios.
Cosas que hay que hacer: pasear en el trencito que recorre la ciudad y probar la típica tarta húmeda de nuez que se consigue en cualquiera de las tiendas sobre la calle principal. Tiene mucha manteca y es bien artesanal, con nueces de la región. El resto de los souvenirs es bastante olvidable, excepto las brujitas en escoba que recuerdan la etapa oscurantista del lugar, cuando se lo llamaba "el valle tenebroso".
La Maison de la Pommette está al final de esa calle. Data del siglo XV y es una de las construcciones civiles más antiguas en pie. Detrás de sus elegantes arcadas funciona el atelier de Chantal Jean, un encanto de mujer que recibe visitas para mostrar cómo trabaja los vitraux al estilo medieval.
Al pie de los santuarios, la heladería Louise es otra parada pagana necesaria. No vale pedir chocolate y frutilla. Acá los gustos incluyen macaron, chewing gum, pan de especias y violeta. El más recomendado es el helado de queso Rocamadour. Pero lo mejor para probar este orgullo local con denominación de origen es visitar la granja Borie d´Imbert, a 15 minutos de la ciudad, donde se puede presenciar la elaboración de los quesos con leche de cabra y hacer un picnic en el parque.
En los alrededores hay un mundo de graneros y molinos, muchos más castillos, una eco-reserva de águilas y varias grutas subterráneas.
Una de ellas es la Gouffre de Padirac. Se trata de una cueva descomunal, con un río subterráneo, una estalactita de 60 metros de alto, y formaciones de aspecto barroco.
Hay que descender unos 100 metros en ascensor o a pie, y el paseo sigue por agua en unas góndolas, como las de Venecia, entre galerías llenas de humedad. La puesta en escena –buena iluminación, pasarelas y sonidos– amplifica el impacto de tener miles de toneladas de roca sobre la cabeza.
Es grotesca la historia de Alfred Martel, su descubridor: quiso el destino que este pionero de la espeleología francesa que descubrió abismos y cavidades infranqueables, muriera al tropezar en la escalera de un hotel parisino.