La jornada había arrancado demasiado temprano. Como todos los veranos, ese enero Leonardo Bazzana estaba una vez más en la montaña. Con la vista siempre en alto, soñaba con subir algún pico del sistema de los Himalaya. Y mientras perseguía ese sueño, trabajaba como guía en lo más alto a lo que podía aspirar en el continente americano, el Aconcagua.
A las 2.30 de la madrugada había partido el grupo que lideraba. Pero pasado el mediodía, cerca de las 15.30, el cansancio se empezó a notar. "Muchos descendían muy debilitados y yo estaba atento porque sabía que un segundo de distracción podía cambiar nuestra expedición. En un momento uno de los integrantes del grupo se resbaló. Me tiré sobre él para evitar que cayera rodando por el Gran Acarreo que tiene la cara N del Aconcagua. Rodamos juntos, hasta que logré detener la caída de los dos hacia el tobogán de nieve congelada que termina 1.000 metros más abajo, donde nos esperaba una muerte segura", recuerda Leonardo.
Enseguida llegaron otros guías e integrantes del grupo para auxiliarlos. Al borde del precipicio, Leonardo chequeó que su compañero Ricky estuviera bien. Y lo estaba, excepto por el susto que se había llevado. "Pero algo con mi brazo derecho no andaba bien. Revisé, una y otra vez, mi cuerpo como un mecánico revisa un motor. Y descubrí que el hombro derecho se había dislocado. Estábamos a 6.600 metros de altitud, con un viento que penetraba hasta los huesos y apenas restaban un par de horas de un sol huidizo que se escabullía entre una cortina de nubes con cristales de hielo. Sí, la radio decía que iba a llover en Santiago de Chile. Y nosotros sabemos que que si llueve en la capital chilena, en 24 horas tenemos la nevada en nuestro Aconcagua".
No había tiempo que perder. Se sacó la mochila -donde transportaba termos, una bolsa de dormir, linterna, piolet, primeros auxilios y otros elementos de supervivencia - mientras Gabriel, el guía-jefe del grupo, logró con una hábil maniobra colocar la articulación en su lugar e inyectarle un calmante. El dolor era insportable. Y lo peor estaba por llegar. "En ese momento uno de los integrantes del grupo, tocó sin querer la mochila con su pie. La mochila comenzó a rodar hacia abajo y tomó una velocidad increíble en solo unos instantes. La perdimos de vista por completo en un abrir y cerrar de ojos".
Leonardo lo sabía, sus años de experiencia en la montaña le habían enseñado que los descuidos se pagan caros. "Cualquier imprevisto es un gran problema a resolver y de una decisión puede depender el éxito y la alegría, o bien el fracaso y hasta la muerte. Gabriel, dejame solo y vos bajá con el grupo hasta las carpas, deben ser unos 1.000 metros en descenso. Nos comunicamos por radio, ¿ok?", le dijo a su colega. Leonardo tenía un plan en mente: iba a bajar un poco para tratar de encontrar su mochila. Si no la veía, tendría que seguir camino hasta el campamento base, Plaza de mulas, unos 2.200 metros más abajo.
Se separaron y Leonardo comenzó el descenso. "El dolor había aflojado un poco, pero el viento frío me volvió a aguijonear. Habíamos arrancado a las 2.30 y ya eran más de las 18. Estaba agotado y la falta de oxígeno me pasaba factura. En un momento resbalé, derrapé un par de metros, clavé un bastón y me detuve. Uno ya no piensa en esas situaciones, es solamente reflejos. Tampoco es real que uno siempre luche por sobrevivir. Es tan cómodo quedarse ahí, tendido en el hielo, y dormirse…. Pero no, uno quiere seguir sufriendo, entonces se levanta, se sacude la nieve y continúa el descenso".
Sin agua, agotado, sin haber encontrado sus pertenencias, logró llegar a Plaza de Mulas, el campamento base. Era ya medianoche y había caminado 22 horas non stop. "¿Quién carajo me manda a hacer esto pudiendo estar en mi casa? Lo hacés y lo vas a seguir haciendo, porque es tu esencia, repetía una voz dentro mío. No podrías estar en un sitio donde no te de el viento en la cara, donde tengas un horizonte sin límites. ¡Cómo duele el hombro! ¿Cuándo llega el médico?". Ya sin energías, se entregó al sueño.
Durmió diez horas. En el interín, había llegado el médico y le había administrado un calmante que tomó sin darse cuenta. En cuanto se despertó, se puso nuevamente el equipo y se dispuso a ayudar a bajar el grupo, con la esperanza de encontrar su mochila. Es que para realizar el descenso, el grupo seguía una ruta con mínima pendiente, lo que hacía largo y zigzagueante el trayecto. Leonardo, al haber bajado directamente al campamento base, había acortado camino y logrado descender en unas pocas horas lo que les había demandado ascender tres días. Pero de la mochila ni noticias. El bulto azul simplemente se había evaporado.
Un "golpe" de suerte
El verano siguiente una expedición polaca hizo cumbre en las últimas horas de la tarde en aquel lugar donde Leonardo casi perdió su vida. Y como la historia se repite dos veces, en el descenso, uno de ellos, muy agotado, perdió la huella, cayó y perdió su linterna. Continuó bajando, buscando el trayecto más corto, pero se extravió completamente y agotado, comenzó a deslizarse hacia abajo, incapaz de frenarse.
"Se detuvo por sí solo contra unas rocas medianas, con algunos machucones y raspones. Aparentemente estaba sentenciado. Deshidratado, sin comida, ni abrigo. Tal vez pensó en rezar una plegaria a la Virgen María y quedarse dormido mirando el cielo nocturno, tan distinto al de sus montañas Tatras, esas que probablemente no volvería a ver nunca más. Pero algo llamó su atención. Una de las rocas no era tan dura. Era blanda, como una gran almohada oscura. ¡Era una mochila!. ¡Adentro había una bolsa de dormir! Ese día no iba a morir", relata Leonardo sobre la persona que se topó con su mochila.
El día siguiente amaneció despejado, el polaco fue localizado rápidamente por la patrulla de rescate que lo llevó al Campamento Base. "Todo tiene un tiempo, un momento justo, y un propósito. Si yo encontraba mi mochila un año antes, un hombre hubiera muerto un año después. Pasaron más de 25 años desde aquel verano, muchas otras cumbres en Aconcagua y en otras montañas, pero sigo siendo consciente de lo que aprendí con esta historia. Soy un convencido que las casualidades no existe. Todo tiene una razón, aunque no podamos explicarla en el momento".
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