Tatuajes sanadores. El tatuador de los famosos que transforma el dolor en arte
Diego Staropoli, el artista elegido por las celebridades, dedica gran parte de su tiempo a cubrir cicatrices y tatuar gratis areolas mamarias en “sobrevivientes” del cáncer de mama
Empezó a tatuar a fines de los 80, “clandestinamente”, en un baño del Mercado Central. Su oficio -su pasión- era mirado con recelo por parte de la sociedad: entonces los tatuajes parecían “cosa de marginales”, reservados para personas con un pasado sombrío en la cárcel.
Diego Staropoli está próximo a cumplir los 50 años. Es corpulento, pero de andar sereno. A pesar de que solo cursó hasta segundo año del colegio, es dueño de una inteligencia de la que no alardea. Su mirada irradia empatía. Es considerado uno de los mejores tatuadores de la Argentina y su fama trascendió al gran público como “el tatuador de los famosos”. Cuando finalmente logró fundar su local de tatuajes, lo bautizó con un nombre que había descubierto en las historietas que leía de chico: Mandinga Tattoo Studio. Mandinga era la forma en que Patoruzito llamaba al diablo.
Creció en Villa Lugano, un barrio rockero de Buenos Aires. Allí, hace 31 años, se enamoró de su mujer, la madre de sus dos hijos. “Cuando nos conocimos y nos pusimos de novios yo tenía un futuro incierto... aunque decir que hubiese sido drogadicto o ladrón lo veo poco probable porque ni cigarrillos fumo”, dice Diego.
Cuando finalmente abandonó el baño del Mercado Central y abrió su primer local, a comienzos de los 90, se llenó de músicos: La Renga, Kapanga, Los Fabulosos Cadillacs, Los Auténticos Decadentes... Después llegaron los futbolistas, a los que más tarde se sumaron famosos y políticos.
“Es una historia de laburo y no puedo decir que tuve suerte, porque cada vez que quise algo, me costó mucho”, reflexiona Diego sobre su vida.
Actualmente posee dos locales, uno de dos pisos en su barrio natal y otro en San Telmo, donde emplea a 30 personas. También, cuenta con un canal de youtube y un programa en el canal de la Ciudad conducido por la cantante Lourdes Fernández. Además, desde 2004 coordina una exposición de tatuajes que llegó a convocar a más de 45 mil personas en La Rural.
“Vivo de esto. No soy rico ni lo voy a ser nunca porque no tengo esa capacidad ni la intención”, dice Diego y admite que hoy trabaja para “sobrevivir”, aunque estima que, con su misma estructura, en otro país sería “millonario”, mientras que en la Argentina le alcanza apenas para llegar a fin de mes, “cumplir con todo” y no endeudarse.
Le gusta definirse como “un hombre sencillo”, alguien a quien le agrada pasar el tiempo con su familia y por eso, piensa que su estilo dista del estereotipo del rubro. “El ambiente del tatuaje es muy egocéntrico, muy de rockstar. Pero yo nunca viví esas cosas. No me imagino en una Harley parando con la moto en Palermo diciendo ‘soy el dueño de Mandinga´”.
Tatuajes sanadores
Cuando tenía 42 años, Diego, que había decidido retirarse del oficio -que lo obligaba a pasar largas horas encorvado para ilustrar la piel de sus clientes- y dedicarse a administrar los locales, sintió el impulso irrefrenable de volver al ruedo con una iniciativa: reconstruir de forma gratuita, la areola mamaria a “las sobrevivientes” del cáncer de mama.
“Mi madre y mi abuela tuvieron cáncer de mama. Mi papá falleció de cáncer de huesos y mi hermano también padeció el cáncer”, explica Diego y considera que su labor es para “agradecer” y “honrar” a sus seres queridos que sufrieron la enfermedad.
Para lograr su cometido, Diego canalizó su labor solidaria a través de la Fundación Mandinga Tattoo Studio, que hasta la fecha afectó la vida de 1500 mujeres que accedieron gratuitamente a la reconstrucción de sus areolas mamarias. También, en la calle Defensa, del barrio de San Telmo, la organización cuenta con un centro médico destinado a la detección preventiva del cáncer de mama. A su vez, apadrina a 13 escuelas del interior del país y las abastece con ropa, comida y útiles que recolectan durante varios meses, aunque con las restricciones de la pandemia esta obra estuvo muy limitada.
Su labor solidaria podría haberse tranquilamente detenido allí y ser digno de gran admiración. Sin embargo, desde hace poco menos de dos años, a título personal y por fuera de la fundación, Diego incorporó a su tarea altruista lo que él mismo bautizó como “tatuajes sanadores”, con la intención de transformar “el dolor en arte”, tatuando las cicatrices de los que sufrieron quemaduras en su cuerpo. Una labor que, si bien ya se venía realizando desde antes en los locales, estaba limitada a aquellos que contaban con los recursos económicos para afrontarla.
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De esta manera, Diego volvió a realizar aquellos tatuajes complejos que hacía años había abandonado, arreglando visualmente las cicatrices de personas que carecen de los recursos económicos y padecieron quemaduras que afectaron más del 80 por ciento de su cuerpo, en su mayoría mujeres víctimas de violencia de género, aunque también hay hombres.
“Tatúo a aquel que no tiene esperanzas y ni las posibilidades económicas. Al que piensa que a él ya no le va a tocar nada bueno en la vida. Esa es la persona que elijo”, sostiene y se le entrecorta la voz al describir la metamorfosis que observa con su labor: “Los que se quemaron vuelven a brillar. Vivieron toda su vida de noche, sin veranos. Vivían tapados, camuflados por vergüenza y hoy recibo fotos de ellos en la playa sin remera. Sin pudor. Ellos ya no se ven quemados”.
El motor de Diego para invertir su tiempo en estos casos radica en las historias de vida de los quemados que acuden en busca de su ayuda. “La burla, el bullyng y la discriminación que sufrieron me conmueve. Tatué una chica que vive una villa y otra que es cartonera porque sabes que en su vida podrían pagar un trabajo de estos”, cuenta y explica que tres horas de tatuaje cuesta alrededor de 10000 pesos, aunque “hay locales que cobran más caro y otros más baratos”. Un brazo, requiere como mínimo cinco sesiones de seis horas de trabajo, son 30 horas en total, “casi 90000 pesos en un brazo”.
“Hay un chico que cuando tenía 10 años, el novio de su madre tuvo un brote psicótico y encerró a toda la familia en una habitación y los prendió fuego. El hombre se pegó un tiro. Su familia zafó, pero el chico quedó muy quemado. Al crecer, se puso de novio y su novia, quedó embarazada de mellizas. Las bebas nacieron y a las 24 horas ambas murieron. A los pocos días que fallecieron las bebas, lo empecé a tatuar y recuerdo que me dijo: ´Lo único que me va a dar ganas de seguir es que me empieces a tatuar ya porque algo bueno me tiene que pasar, todo lo que me pasó hasta acá es malo´”, cuenta Diego y calcula que en el transcurso de estos dos años, se tatuaron las cicatrices no menos de 300 personas quemadas y de esas, unas 50 fueron gratis.
En un momento, reflexiona apesadumbrado sobre algunas críticas que reciben en las redes sociales quienes eligen tapar sus marcas con tatuajes. “Hay gente que cuestiona, que dice las cicatrices son heridas de guerra, hay que convivir con ellas y yo les digo: ´Todo bien, pero vos no las tenés y no lo vas a entender´”.
Por iniciativa propia de los sobrevivientes de cáncer de mama y quemaduras que fueron “sanados” por el tatuador se crearon dos cuentas en Instagram: Los fénix de mandinga y Club de las tetas felices de mandinga, donde los resilientes exponen sus historias, comparten fotos de sus tatuajes y expresan su agradecimiento.
No faltaron en la historia del tatuador los políticos oportunistas que ambicionaron sacar una tajada de su obra solidaria. “Me ofrecieron postularme para ser jefe de comuna en Lugano y hasta diputado ¡Los saqué volando! Mi repuesta es siempre la misma: `Yo no podría hacerlo porque no transo ni hago nada que pueda joder a la gente´. Siento que no estoy preparado para ser político. Estoy completamente desilusionado y perdí las esperanzas en la política argentina”, comenta.
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Diego cuenta que su ilusión siempre fue viajar en una motorhome con su familia, por eso, dispuesto a alcanzar su sueño combinado con su pasión por ayudar al prójimo, el domingo 26 de diciembre, “si la pandemia lo permite”, viajará en una casa rodante, junto a su esposa e hijos, desde Ushuaia hasta Alaska, realizando sus tatuajes sanadores en 15 países del continente americano y su obra será filmada como un documental por una productora española para que, en un futuro, se emita por HBO o Netflix.
“En cada lugar que pare, voy a estar cuatro o cinco días tatuando. Principalmente voy a tatuar areolas mamarias. Una areola la puedo hacer en 20 minutos y una reconstrucción me puede llevar meses, aunque voy a tratar de hacer algunos o empezarlos y dejar a algún tatuador del lugar para que lo termine”, explica.
El vuelo del águila renovada
Hace unas semanas Diego terminó de tatuar en su espalda un águila imperial americana y lo sorprendió gratamente escuchar una historia del ave con la cual se siente plenamente identificado.
El águila americana puede llegar a vivir hasta 70 años, pero para lograrlo a la mitad de su vida debe tomar una difícil decisión. Después de los 40 años las uñas del ave son tan largas, curvadas y flexibles que la imposibilitan de cazar a sus presas. Su pico alargado y puntiagudo comienza a curvarse apuntando peligrosamente contra su pecho y sus alas envejecidas y pesadas hace que volar se convierta en una complicada y agotadora tarea.
Es entonces cuando el águila debe tomar la decisión más importante de su vida. Dejarse morir o enfrentar un doloroso proceso de renovación que durara alrededor 150 días. Luego de volar hasta lo más alto de una montaña, y refugiarse en un nido junto a una pared rocosa, el ave comenzará a golpear su pico contra la roca hasta conseguir desprenderse de él totalmente. Luego, tendrá que esperar que crezca uno nuevo con el cual tendrá que arrancar sus débiles y viejas uñas. Cuando las nuevas uñas comiencen a nacer será momento de desprenderse de sus viejas plumas.
Después de 5 meses muy duros el águila vuelve a tener un pico fuerte y joven, uñas para cazar y plumas sedosas. Desde entonces, renovada, dispondrá de otros 30 años más de vida. Los años más gloriosos.
“Siento que a mí me pasó eso. Cuando llegué a los 40 años, tenía mi casa y un local, estábamos bien económicamente con mi mujer, en otro escalón, pero bien. Y se me presentó la oportunidad de ir por más. Y lo arriesgué todo con la decisión de trasladar la exposición de los tatuajes a La Rural”, reflexiona Diego y tal vez por eso no desdeña a los famosos, pero a quienes admira profundamente es a la gente que emprende, a “los que tienen ganas de crecer”.
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