Un poeta en el campo de batalla
Caseros, 3 de febrero de 1852
Crepitaba aún en los campos la batalla cuando el doctor Cuenca se acercó a uno de los heridos que se arracimaban en el precario hospital de campaña. El doctor Mejía le seguía los pasos, incansable como él a pesar del calor, en el que las heridas abiertas de aquellos infelices apestaban como miasmas. "Tanto dolor, tanta rabia", pensó Claudio Cuenca al suturar un muslo del que había debido separar el resto de la pierna. El herido tragaba saliva convulsivamente, ya no le quedaba voz para gritar. El doctor Cuenca extendió la mano para recibir los hilos de manos de su colega y, con el pulso firme y la concentración intacta, hizo su tarea. Era admirable su destreza con la aguja y el escalpelo. Nadie hubiese adivinado bajo aquel temple de acero al poeta que lo habitaba. Alma sensible, con otras heridas que sangraban de modo diferente.
"Padre, si me vieses", pensó Cuenca al acabar la faena. Él y sus hermanos, todos médicos. Un orgullo para la familia. ¿Y era justo ejercer su profesión en tan amargas condiciones? Haber egresado del Colegio de San Carlos con honores, de la Facultad de Medicina guiado por ilustres maestros, ejercer la cátedra y el cargo de Cirujano Mayor por su prestigio, para lidiar ahora con las miserias provocadas por el odio entre hermanos.
Unos sonetos desfilaron por su mente, sin saber que serían los últimos de su vida.
- -¿Qué pasa allá afuera? –protestó impaciente el doctor Claudio Mejía.
Hablaba en guaraní cuando lo desbordaba el temperamento.
- -Iré a ver. Quédese con éste, que necesita supurar la infección todavía.
El doctor Cuenca se asomó al portal, con los hilos de sutura en una mano, dispuesto a socorrer a los heridos que se hubiesen arrastrado hasta allí. Grande fue su horror al ver a los soldados tendidos a sus pies, muertos por las lanzas de un piquete que se había aventurado hasta la casa.
- -¡Traidores! –bramó el oficial al mando cuando lo vio aparecer.
Apenas tuvo tiempo Cuenca de entender que aquellos soldados que se resistían a aceptar la derrota habían disparado contra los unitarios victoriosos; que aquél era el comandante Palleja, a punto de ingresar al recinto con el veneno de la traición enturbiando su mirada. Los ojos de poeta de Claudio Cuenca contemplaron la furia, el trapo blanco con el que los federales engañaron a sus enemigos, y desde el fondo de su alma noble brotó el pensamiento de lo inevitable. Aun así, intentó frenar aquel impulso bestial, pero Palleja no estaba para las palabras. En un ademán que repetiría a lo largo de su vida tantas veces, ensartó con su bayoneta al médico, que a pesar de servir al ejército de Rosas jamás había comulgado con sus ideas, y entró al hospital de campaña seguido por sus hombres.
Ya salía en auxilio de su querido colega el doctor Mejía chapurreando guaraní, pero un sargento lo arrastró fuera y con ese gesto salvó su vida.
Un poeta acababa de morir en el campo de batalla.
(Nota de la autora: aunque los historiadores difieren en los detalles de su muerte, todos coinciden en que Claudio Mamerto Cuenca fue mártir de una época en la que ser médico era también peligroso. Su obra literaria fue publicada en contadas ocasiones, junto con una biografía escrita por el doctor Teodoro Álvarez. El coronel León de Palleja murió tiempo después, durante la batalla de Boquerón en la guerra contra el Paraguay)