Años 80 en Argentina, tiempos de la revolución democrática con una generación de jóvenes asomándose al abismo de la soñada libertad. Años de rock, de discotecas, de discusiones políticas y sexuales, de rebeldías y de un futuro que se percibía inmenso. “Hice el secundario en el Avellaneda”, se sonríe recordando Patricia O’Shea, bisnieta de inmigrantes irlandeses. “Eramos la primera camada de mujeres admitidas en el colegio, seis mujeres entre 500 hombres. Iba a conciertos, al Paracultural, a Prix D’Ami, a Cemento. Me hacía la sofisticada, vivía en el San Martín mirando ciclos de cine polaco. Todo cambiaba rápido: en el colegio fuimos los primeros en dejar de usar uniforme y de pronto eramos todos punk. ¡Hasta nos dejaban fumar en el patio!”, evoca.
Todavía adolescente, Patricia quería conocer el mundo. “Me fui en 1988, con 18 años, con la idea de arrancar por Irlanda, para seguir un año en Europa. Hoy tengo una hija de 12 años y no puedo creer que mis padres me lo hayan permitido: no había celulares, Internet, nada. La manera de estar en contacto era escribirnos cartas”.
Justo un siglo antes de todo esto, en la década de 1880, el bisabuelo de Patricia llegó a la Argentina en la búsqueda de tierras fértiles y alimento generoso. “Se instalaron en el campo. Mi abuelo fue un gaucho de dos metros de altura, rubio, ojos celeste, jugador, bebedor y mujeriego”, cuenta. En Dublín, Patricia se reencontró con la tierra de sus antepasados, y aprovechó su primera estadía ahí para aprender inglés. Luego fue a Valencia donde trabajó como camarera. “Irlanda era un desastre, estaba en crisis económica, no había turismo, era el país pobre del continente. Y España no estaba mejor, pero tuve suerte, siempre encontré loquitos que me ayudaron. Al otro día de empezar, mi jefe me dio la llave del bar y me dijo ocupate vos. Pero mi cabeza ya tenía la idea de volver a Irlanda”.
De ese único año planeado, Patricia se quedó 17 años viviendo en Europa. En Irlanda consiguió una beca para estudiar marketing, luego relaciones públicas. “De 9 a 17 iba a la facultad, de ahí a trabajar hasta la 1:30 de la mañana. Lavaba platos, fui ayudante de mozos, luego moza. No paraba en todo el día, llegué a pesar 42 kilos”. Diez años trabajó en gastronomía. “Adoraba la adrenalina del servicio. Siempre me encantó comer, aunque soy pésima cocinando. Allá todo era nuevo: la primera vez que probé cocina india casi me muero de lo picante que era”.
La pobreza de esa Irlanda previa a la revolución tecnológica y turística que vivió el país años más tarde resultó ser una ventaja. “Era de las pocas extranjeras, eso hacía que llame la atención. Irlanda estaba pisoteado por la iglesia, pero se notaba el aire de cambio. Empecé a relacionarme con la incipiente movida cultural, la música, el arte. Es como con la cocina, no soy una persona creativa, pero me atrae mucho ese mundo, me atrae el talento”.
Una argentina en la nueva gastronomía irlandesa
Su destino comenzó a forjarse en el restaurante Tosca, dirigido por Norman Hewson, hermano de Bono, el líder de U2. “Era parte de una nueva camada en la gastronomía irlandesa, moderno, con mucho diseño. Todos iban a comer allá, escritores, directores de cine, teatro, supermodelos. Los U2 tenían su propia mesa. Yo trabajaba como encargada y me ocupaba también de la galería de arte que funcionaba dentro, eligiendo a los artistas, organizando las invitaciones”.
Cuando U2 abrió en 1995 el mítico Hanover Quay, su imponente estudio de grabación y suerte de “casa central” de la banda, le ofrecieron a Patricia organizar el catering mientras ellos hacían sus discos. Eran procesos largos, a la antigua: la banda se encerraba por meses, trabajando codo a codo con un equipo que requería recursos, tiempo y creatividad. “Me ocupaba de todo, desde el desayuno a la cena. Ahí pego onda con ellos. Los jueves salíamos a The Kitchen, un night club donde nos juntábamos a beber algo. Entablamos una amistad, aunque una banda así tiene siempre círculos, está el núcleo y luego el resto... Yo habré estado en el cuarto círculo”. La relación se afianzó cuando unos años más tarde, en 1998, U2 vino por primera vez a la Argentina y tomaron a Patricia de referencia, mezcla de guía, che pibe y traductora. “Estaban felices con nuestro país, con que todos se sabían sus canciones. Me hice muy cercana con unos de los productores de U2, con Flood, hoy seguimos siendo mejores amigos y es uno de mis socios en el hotel”.
Volver en 2001: “Acá está explotando todo”, le dijo su madre
En Irlanda Patricia conoció a Tom Rixton, un inglés ingeniero de sonido y productor de música (trabajó con Depeche Mode, Elastica, Tom Vek). “Estaba arrancando Internet, se venía un cambio en el negocio de la música y Tom entendió que no había futuro ahí. El 21 de diciembre de 2001 la llamé a mi madre desde Irlanda para contarle que me iba a casar y que pensábamos ir a vivir a Buenos Aires. Ella me dijo, ay, qué lindo, pero acá está explotando todo”.
Eran palabras literales: el helicóptero escapando de la Casa Rosada, la sucesión de presidentes interinos y una devaluación brutal. “En euros Buenos Aires comenzó a ser muy barato. Nos vinimos para acá, nos casamos y recibimos amigos de Irlanda, Inglaterra, Estados Unidos. Así descubrimos que faltaban hoteles para ellos. Estaban los cinco estrellas carísimos y otros muy aburridos. En Argentina siempre después de una crisis aparece una nueva camada, gente joven con ganas de hacer cosas, con optimismo. Ahora mismo está pasando eso. Pero en ese entonces yo era parte de esa camada”.
En ese cambio de siglo Palermo era el punto neurálgico del cambio estético y simbólico de Buenos Aires, con restaurantes pioneros como Olsen, Central, Sudestada, Green Bamboo, y con diseñadores locales abriendo sus locales. “Mis amigos compraban su ropa en Félix. Eran los comienzos de Palermo Soho, con un local cada doscientos metros. Pero no había hoteles. ¿Qué es lo que querrían encontrar mis amigos?, me pregunté. Cócteles ricos, un spa, una pileta. Con Tom nos fuimos de luna de miel a Brasil, y de ahí volví con el business plan diseñado”.
Tras dos años de intenso trabajo, en 2005 abrió Home Buenos Aires, un hotel pequeño, de lujo pero extremadamente canchero, incluyendo habitaciones a precios accesibles. “No queríamos hacer un lugar para ricachones. No queríamos cobrar una llamada telefónica el precio de un riñón o estafar al huésped con la cerveza del frigobar. Me hice militante de las recomendaciones: decirle a los huéspedes donde realmente está bueno ir a comer, y no a dónde nos daban comisión”.
Montar un hotel de lujo que “no fuera para ricachones”
Tom y Patricia se ocuparon de todo: en un Ford Taunus Sp5 recorrían casas de antigüedades y corralones para comprar lámparas, sillas y rollos de empapelados retro. “Nos sentíamos omnipotentes. Fracasar no era una posibilidad. Argentina era un boom turístico, abrimos con 17 habitaciones que se llenaron enseguida. Luego salió un recuadrito recomendándonos en Condé Nast Traveler y ahí las reservas explotaron”. Una década y media más tarde, con infinitos reconocimientos en medios especializados, Home Buenos Aires sigue siendo el mejor ejemplo de hotel boutique en la ciudad. Un jardín soñado donde comer un brunch o tomar un gin&tonic, la galería pop up organizada junto a Latido con intervenciones de artistas de la talla de Pum Pum, Nicola Constantino, Diego Frenkel y muchos más. Las habitaciones son todas preciosas, desde la más lujosa al fondo de la planta baja hasta las más económicas. “Se armó una mística, la gente que viene a Home quiere pasarla bien. Suena hippie, pero es algo energético: tenemos huéspedes copados”.
Sin duda la pandemia marca el peor momento histórico para este hotel; los nervios hicieron que Patricia vuelva a fumar después de tres años sin hacerlo. Por suerte, ya retomaron funciones: el restaurante cobró vida con sus deliciosas cajas de delivery (brunchs, dulces, desayunos). Y las habitaciones reciben público local, parejas festejando un aniversario o tomándose un fin de semana de vacaciones. Todo en el lugar que cambió el modo de pensar la hotelería en la ciudad porteña.
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