
Alejandro Toledo y los indios tercos
Por Carlos Alberto Montaner
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MADRID.- A Alejandro Toledo, el candidato favorito en las elecciones peruanas, le gusta decir que es un "indio terco". Y parece que los dos extremos de su afirmación son ciertos: es terco y es indio. Lo primero (su tenacidad casi suicida) le sirvió para contribuir decisivamente al desmoronamiento del fujimorismo. Sacó las masas a la calle cuando la apatía y el derrotismo predominaban entre los peruanos, y creó las condiciones para el cambio. Lo segundo es probable que contribuya a darle la presidencia del país. Según casi todas las encuestas, los segmentos D y E de la población, los peruanos más pobres, son su principal apoyo. Es decir, los indios y los cholos: la mayoría. Lo sigue muy de cerca la parlamentaria Lourdes Flores, una brillante y honrada política de corte socialcristiano.
Dejemos a un lado la pretendida terquedad de Toledo: ¿es, realmente un indio? Si nos atenemos al fenotipo, no hay duda. Tiene todos los rasgos raciales del indígena andino. Cuando se coloca un chullo en la cabeza es casi la encarnación de la idea platónica del inca. Pero ésa es una clasificación superficial. Lo importante no es su código genético, sino su cultura, de donde emana una cierta visión de los problemas de la sociedad y de sus posibles soluciones. Y ahí no puede haber duda: este hombre, formado en la Stanford University, que habla el inglés con mayor precisión que el español, con un doctorado en pedagogía, especializado en la formación de capital humano (la escuela de Gary Becker), espiritual y emocionalmente, que es lo que cuenta, forma parte de la vanguardia occidental y no de la etnia en la que lo colocan los caprichos de la genética.
No es la primera vez que esto sucede en América latina. Benito Juárez también fue un indio terco. Tan terco que, de joven, comenzó enfrentándose a Santa Anna y de viejo, terminó derrotando a un imperio europeo que había invadido, México. Juárez fue un zapoteca puro, sin una gota de sangre blanca, pero ese dato étnico carecía de significado: lo que lo definía y lo que lo colocó en la historia no fue su raza, sino su condición de jurista liberal, marco de referencia de la constitución que ordenó redactar en 1857. Como lo que hizo grande al senegalés Leopold Senghor no fue el color de su piel, sino su poesía y la inteligencia y la sensibilidad que le permitieron utilizar el pensamiento occidental del siglo XX para defender la causa de los negros y combatir toda suerte de racismos.
Esto es hoy extraordinariamente importante en la región andina, donde se acentúan las líneas de fractura racial. En Ecuador no cesa de bramar el rencor étnico, mezclado con radicalismos políticos marxistas y con la peor demagogia, y esas protestas comienzan a extenderse hacia Bolivia. En el propio Perú, a mitad de camino entre el delirio y la ilusión, se ha hablado de la restauración del incanato y del resurgimiento de Cuzco como "ombligo" (eso quería decir la palabra) del viejo imperio precolombino. En Venezuela, Chávez introduce un componente racial en sus ataques a los compatriotas más educados, mientras Castro, que ni en la ancianidad se está tranquilo, y que no renuncia a sus fantasías juveniles ni a las danzas guerreras, sueña con hacer saltar esos Estados nacionales y construir con los retazos una gran patria revolucionaria que se enfrente al imperialismo yanqui. O sea, que el Che, como dicen las camisetas, "no está muerto".
Peligrosos error
Es un peligroso error pensar que las querellas étnicas desaparecen para siempre de la historia. En 1716, tras aplastar a los ejércitos catalanes y dictar el decreto de Nueva Planta, Felipe V declaró, o se le atribuye, la siguiente frase: "Cataluña ha dejado de existir; pronto desaparecerán también los catalanes", ligera exageración cuya inexactitud es de fácil comprobación por cualquiera que se dé una vuelta por las ramblas de Barcelona. Exactamente igual sucede con Escocia o Gales, supuestamente fagocitadas por los ingleses dentro de Gran Bretaña, con Quebec en Canadá o con los atormentados kurdos del Medio Oriente. Las tribus se sumergen, las lenguas se duermen por un tiempo y, de pronto, nadie sabe cómo o por qué, todo revive mágicamente.
No se puede poner en duda el drama de millones de indios de los países andinos, todavía atrapados en un lentísimo proceso de transculturación comenzado en América hace 500 años, pero cuyas raíces más hondas hay que buscarlas en la tradición judeocristiana y en la cultura grecolatina. Hace 23 siglos, la península ibérica fue la víctima de este todavía inconcluso espasmo imperial, y todos los pueblos de su geografía, con la excepción parcial de los vascones, desaparecieron en el sentido cultural. Hace cinco, le tocó a Iberia ser el verdugo. Ese proceso no tiene contramarcha y cualquier intento de frenarlo conduce a la catástrofe. Lo que hay que hacer es embridarlo, controlarlo y facilitar el paso de los pueblos oprimidos a la modernidad sin que pierdan sus rasgos esenciales.
Un ejemplo contemporáneo sirve para ilustrar lo que quiero decir: Japón pasó a formar parte de la vanguardia de Occidente sin que la tribu perdiera sus señas de identidad cultural.
El gran reto de Alejandro Toledo, si gana la presidencia, es lograr que su exitosa biografía se multiplique hasta el infinito entre los indios peruanos.
Si lo logra, le hará un favor impagable a su país. Pero para eso va a necesitar una dosis casi infinita de terquedad.



