Apariencias
Familia, país, mundo, en una mirada personal sobre las fiestas de fin de año
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Imposible volver a disfrutar las festividades del modo en que lo hacía de chica. No me cabía ninguna responsabilidad en los preparativos, solo cumplir con el mandato de portarse bien. Y cómo no respetarlo si solo teníamos que comer cosas ricas y divertirnos con hermanos y primos sin llamar la atención con nuestras travesuras en balcones, patios, veredas o en el ropero: fuente de disfraces y picardías entre varones y nenas.
En las Navidades nadie anticipaba en casa que habría una celebración pero papá sin decir ni mu, el 24, después de la cena, cargaba el baúl del auto con sidra, pan dulce, golosinas, y nos subíamos al baqueteado Chevrolet de viajante de comercio para ir a la fascinante costanera donde a pesar del jolgorio los pescadores tiraban su línea con la esperanza de un pez que fuese comestible y no estuviese contaminado, como ellos, de soledad. Desde la mirada del presente, imagino que en mi interpretación de ayer no entraban soledades voluntarias ni seres que prefirieran dejar perder la mirada en un horizonte individual a intervenir en rituales que no los satisfacía, al contrario de nosotros, que nos prendíamos en todos para igualarnos en un concierto de descorches, cohetes y estrellitas de colores.
En aquella patria de mi infancia algo similar me sucedía en las festividades judías al contemplar, desde la atalaya de un primer piso, a mis compañeros de grado caminar de guardapolvo por Junín rumbo a la escuela Presidente Quintana, ubicada en Lavalle entre Pasteur y Azcuénaga: ellos eran la minoría que marchaba hacia el patíbulo mientras a la mayoría de los alumnos de mi barrio no les ponían falta y nos quedábamos haciendo lo que nos viniera en gana. El mundo era injusto, cavilaba, orgullosa de mi pertenencia a una comunidad beneficiada. ¿No había descubierto todavía el número marcado en los brazos de algunos vecinos ni las fotos en sepia de gente estrambótica en poses rígidas ni había escuchado murmurar historias que se parecían a películas tristes o de plano rechazaba enterarme? La cuestión, tal vez pensaba, era unirse a la alegría de Nochebuena y Reyes (excluyo el Año Nuevo porque esa fecha nos involucraba a todos los credos). Lástima que a la directora del colegio no se le ocurría decretar feriado escolar a los que iban a religión como a los que recibíamos clases de moral. La moral era algo mucho más engorroso de estudiar que la religión, créanme. Pasabas por la calle y veías iglesias, curas, monjas y también sinagogas con sus respectivos rabinos pero no existía ningún edificio que representara aquello que pretendían enseñarnos en el aula. Además, los joyeros ofrecían cruces y estrellas de David que se solían regalar en cualquier ocasión porque el oro era algo que duraba para siempre. Nadie se colgaba del cuello la palabra moral, pero por ahí escuchaba decir que fulano no tenía moral, y crecía en mí una especie de intuición pero, por no fastidiar a los grandes, me quedaba con la duda, total, dudar dudábamos todos, afirmaba tío Joaquín que siempre llevaba un diario enrollado en el bolsillo del saco y era el único de mis tíos que además de alemán, idish y no recuerdo qué otra lengua, había aprendido a hablar inglés y viajaba en avión. Hay que ser ciudadano del mundo, como Einstein, de qué nos sirvió nacer en Berlín si tuvimos que escapar antes de terminar los estudios, nos explicaba con dedo admonitorio. Me deslumbraban los conocimientos de mi tío, que dibujaba lo que le pidieras y tocaba el piano de oído. Pero no me animaba a confesarle mi percepción (todavía no se usaba autopercibirse) de formar parte de una mayoría triunfante. Aun no había visto películas en las que multitudes vitoreaban a Hitler, Mussolini, Stalin, ni había visto las interminables filas de deportados yendo en tren al muere. Pero sí, gracias a los noticiosos, veía a montones de personas apretujadas en Plaza de Mayo que cantaban la marcha peronista. Y deseaba que mis padres también integraran esa masa compacta en vez de estar del lado de los pocos o, para ser más justa, en ningún lado a causa, quizás, de ese pasado innombrable. No me atrevía a abrir la boca con un tema de adultos pero por lo bajo le confesé mi inquietud a una de mis primas que ya tenía novio. Fanny me contestó cortante: “Los judíos no hablamos de política”. ¿Qué tenía que ver su respuesta con mi pregunta? Yo solo quería saber si nosotros éramos tan felices como los que tocaban el bombo y agitaban banderas con las imágenes de Perón y Evita, tan linda ella. Ese mar de cabezas no podía estar equivocado, me decía, antes de enterarme que millones de seres humanos siguiendo a un líder no significaba ninguna garantía.
Mamá me alargaba el dobladillo pero yo continuaba apegada a mi verdad porque decenas de años antes de leer a Gastón Bachelard, ya me había hecho a la idea de que a la vida hay que pedirle mucho para que te deje bastante. Y que si mis padres habían adoptado la nacionalidad argentina era porque los argentinos éramos lo más, en todo. Entonces, cuando en la radio sonaba la voz lúgubre de un locutor recordándonos que eran las veinte y veinticinco, hora en que Eva Perón entró en la inmortalidad, me ponía de pie, acatando las instrucciones de la maestra hasta que mamá me ordenó sentarme y no hacer pavadas. Como mis hermanas, ajenas a la inmortalidad, continuaban disfrutando de la cena, pensé son tres contra uno, sin sumar a mamá, y para mí las cifras eran convincentes. Recuerdo que en esa oportunidad obedecí pero tiempo después le comuniqué a mamá que odiaba que hablara alemán con sus amigas y hermanas. Mi ignorancia me impedía darme cuenta de que yo lo hablaba al nombrar a Muti, mi abuela materna, creyendo que era su nombre propio porque así la llamábamos todos los nietos. Al ala familiar que murmuraba en polaco o ruso o idish mientras reían o lloraban con ojos encharcados, no los molestaba porque eran voces que venían de una distancia enorme que no me tocaba o me tocaba tanto como piedra en un zapato y, si me hubiese puesto a pensar, la piedra habría hecho estragos en el pie. Dejé de imponer mi decreto lingüístico apenas me enteré de que a mi primo adorado, el que me enseñó a chiflar, lo habían llevado preso por comunista y que mi tío tuvo que pedir prestada una fortuna para sacarlo y que no debíamos hacer comentarios ante extraños, que para eso estaban los idiomas extranjeros. Al escuchar que a mi primo lo habían hecho ingresar al Partido Comunista con engaños, decidí que nadie debía sufrir engaños y fui a contarle a mi amiga del segundo piso que no existían el Ratón Pérez ni Papá Noel ni los Reyes Magos y casi me matan. Cuando fui madre y a mis hijos les dejaba plata debajo de la almohada cada vez que se les caía un diente o les regalaba juguetes para Reyes, mi memoria indulgente me conducía a esa nena que lo poco que sabía necesitaba imponerlo a los demás, igual que mandatario despótico.
Pero toda convicción llega a su fin. Los libros y el cine Lorraine me sacudieron una verdad tan grande como las paredes pintadas con leyendas que decían “haga patria, mate un judío”, menos mal que en el Normal número nueve había muchos apellidos como el mío y, de ese modo, la certificación de pertenecer a los menos era una realidad tan confusa como las realidades que enfrentaban a los grandes alrededor de una mesa en la que comer abundante representaba la concreción de un ideal. “El que quiere celeste, que le cueste” era un refrán muy popular y la vez que lo dije se quedaron mirándome. Allí ellos supieron que yo sabía cuánto les había costado llegar a Buenos Aires con una mano adelante y otra atrás.
El secundario, fuente inagotable de decepciones y revelaciones me hizo participar en marchas y levantar estandartes porque ir contra la corriente era como verse todas las películas y leer todos los libros juntos. Información poco procesada y pasiones hormonales desatadas suelen crear mezclas explosivas en jóvenes enrolados en izquierdas y derechas, no fue mi caso. Pero en cierto modo sí, porque con el paso del tiempo aprendí que no todas las causas en las que intervienen multitudes son causas justas y que hay pueblos que saben expresar su enojo de manera pacífica y ordenada.
En un espacio breve es imposible enumerar las vicisitudes de una argentina que ama y sufre a su patria al igual que quien posee cinco generaciones por encima y que se fastidia cuando inventan algo como el Inadi que pareciera no servir para nada porque no desapareció la discriminación, el racismo ni la xenofobia y solo le cambiaron el nombre a algunas palabras. Tampoco el “Ministerio de mujeres, género y diversidad” resulta útil, salvo para los que perciben sueldos en esas instituciones. Provengo de un gineceo, madre, cuatro hijas mujeres, abuela materna. Tomo un ejemplo de feminismo a partir de Muti, que en la gran depresión alemana armó sus petates y solita su alma con sus cinco hijos, se tomó el buque, al igual que hoy miles de argentinos decepcionados y asustados por la falta de porvenir, reemplazan el barco por un avión. Tengo una anécdota de integración de mi abuela Muti, fanática de los bancos de plaza. Según rodó la historia, Muti volvió feliz de uno de sus paseos habituales porque se había hecho amiga de una señora de su edad que curiosamente y, a pesar de ser paisana, hablaba raro. Después se enteraron que la señora era de Galicia y mi abuela, que había nacido en Lwow, Polonia, ahora Lviv, Ucrania- por aquel entonces a esa zona la denominaban Galitzia- creyó encontrar a una contemporánea coterránea en la bendita plaza cercana a su domicilio. Y estoy segura que se llevaron bien y que ambas no necesitaron ningún ministerio que las presentara.
Mi divague previo al fin del año 2022 me incluye entre los cerca de siete millones de jubilados cuya mayoría no ha accedido al ansiado jubileo sino a un estado de carencia injusto y vil. Pienso en aquellos gringos que se rompían el lomo y exigían a sus hijos que hicieran lo mismo sin medias tintas: “En esta casa no hay lugar para vagos. Se estudia o se trabaja”. La cotidianeidad de manifestantes manipulados por líderes que sacan buena tajada de los movimientos sociales e impiden el libre tránsito de los ciudadanos que sí van a trabajar o a estudiar es un búmeran esperanzador lanzado en mi infancia que llega hasta el hoy transformado en látigo. Como siempre fui de recurrir a refranes, lanzo otro: “Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe.” Del exceso de movilizaciones, cortes de calle y rutas, tomas de comisarías, escuelas, hospitales, llegaremos a detestar hasta el acto noble de manifestarse en reclamo de justicia. Pero la Nochebuena, la Navidad y el Año Nuevo me remiten a esa niña que aprendió a ser fiestera por voluntad integradora de sus mayores y la dicha de sentirse parte de un todo que, con sus diferencias, componía una sociedad posible y perfectible. Y que hoy, ya más crecida, mira atrás y repite acaso lo único que se ha mantenido inalterable: el deseo de que hayan pasado una linda Navidad y de que tengan un próspero Año Nuevo.
Escritora, miembro de Usina de Justicia