
Aprender a escuchar
En la sesión del presupuesto, Máximo Kirchner demostró que el poder performativo de la palabra política está intacto. Maquiavélica o impulsiva, su intervención dejó en claro que, aun en una época signada por la cultura hipervisual, donde nos informamos, relacionamos y decidimos mediante imágenes (fotografías, stories, reels, etc.), los discursos mantienen intacta su capacidad para (des)movilizar voluntades, crear acontecimientos y transformar la realidad.
A su vez, el diputado del Frente de Todos sintetizó en dos minutos un dispositivo comunicacional de 14 años. ¿En qué consistía ese artefacto? En un emisor (hiper)activo, millones de receptores pasivos y un poder que corría de manera vertical descendente. Las cadenas nacionales, los actos masivos, Cristina en el Patio de las palmeras, “6,7 y 8″, los documentales de Canal Encuentro: el kirchnerismo fue sin duda un sistema comunicacional 1.0 exitoso.
Pero ahora estamos en una era donde la principal herramienta política no es la boca, sino el oído. Necesitamos escuchar antes de hablar. El prosumidor pide cancha para participar del debate público. Ya no le alcanza con la Carta de lectores o el llamado ocasional a la radio. Quiere ser protagonista los siete días de la semana. Ignorar este nuevo espíritu colectivo equivale a vivir en los márgenes del presente. Negar los pasos agigantados de la tecnología, la sociedad y, por supuesto, la historia. Dicho de otro modo: correrle la cara al progreso.
Para lograr una conversación sincera se necesitan varios ingredientes. El primero es humildad. Entender que no hay verdades absolutas, sino hipótesis. Que el otro puede tener tanta razón como nosotros. Además de garantizar el derecho a la diferencia, esta dinámica también permite ampliar la tribu. Sumar nuevas identidades. Crecer. Pero cuanto más graníticas sean las certezas de un espacio político, más angostas serán sus puertas de ingreso.
Otro componente clave es el respeto. Cuando el presidente del bloque del Frente de Todos utilizó el término “cobardía” detonó todos los puentes con la oposición. Falacia ad hominem pura y dura que produce anticuerpos. Y la ironía como estilo (no recurso) tampoco ayuda a que fluyan cómodamente los argumentos y contraargumentos. Cuando alguien emplea permanentemente el doble sentido nos pone a la defensiva. Divorciar el sentido literal del sentido figurado es un arte sutil del que no conviene abusar. Y menos en un oficio tan susceptible como la política.
Sin un piso de empatía tampoco hay encuentro posible. Se trata simplemente de intentar mirar -aunque sea solo por unos segundos- lo que nos rodea con los ojos del que está enfrente. Ponerse en su lugar. En el Congreso Nacional, por lo visto, este ejercicio no es habitual. Y no solo en el oficialismo, sino también en la oposición. Prueba fehaciente: la fractura de la UCR en dos nítidos bloques legislativos. La ambición detona cualquier atisbo de tolerancia.
Asimismo, necesitamos recuperar un activo que hoy en día está totalmente menospreciado: el silencio. Sin este, no hay posibilidad de trueque comunicacional. Funciona como señal de legitimidad. Aquel que calla mientras otro habla, admite su voz. Le brinda la oportunidad de persuadir. Y si no es por convicción deliberativa, que sea por conveniencia proselitista: ante tanta inflación discursiva, no caben dudas que el silencio bien administrado es un diferencial. Cristina Fernández lo entendió perfecto; su heredero, por ahora, no.
El kirchnerismo parece atrapado en un paradigma vertical y obsoleto, donde el pueblo escuchaba y miraba -con cierta tortícolis- a sus líderes que, desde las alturas de Plaza de Mayo, calibraban, supuestamente, los vientos de la opinión pública. Aquel método unilateral hoy está en crisis por dos motivos: uno de índole estructural, el mundo cambió radicalmente su forma de comunicarse, y otro de tipo coyuntural, la voluntad popular lo rechazó de manera contundente en las urnas hace más de un mes. Si no sale de esta lógica, el Frente de Todos está renunciando a ser una fuerza mayoritaria.
Sin embargo, la diatriba de Máximo Kirchner fue el epílogo de un espectáculo triste en un país tristísimo. Una nación con índices sociales, educativos y económicos desgarradores.
Antes de él, hubo varias escenas propias de un filme de Federico Fellini. Chicanas, confusiones, internas a cielo abierto, gritos, insultos por doquier, etc.
Entre tanta cacofonía, fake news y saturación informativa, el Congreso debería ser el refugio de la palabra, un sitio donde se medita cada idea propia, se calcula el alcance de cada adjetivo y se analiza cada intervención del adversario. En fin: un lugar donde la democracia respire.
Profesor, investigador y director del Posgrado en comunicación política e institucional de la UCA





